Por Xavier Villar
Europa atraviesa un momento decisivo en su destino geopolítico. Expresado con frecuencia en la retórica de “autonomía estratégica”, el sueño de una Europa autosuficiente y protagonista global chocó de forma abrupta con la realidad tras la crisis de Ucrania, la presión estadounidense sobre Rusia y la constante escalada de sanciones y medidas punitivas hacia actores no alineados con la agenda occidental, muy especialmente Irán. Aunque el contexto parecía propicio para que la Unión Europea adquiriese peso propio, la evidencia sugiere lo contrario: lejos de afirmar su voz, Europa ha aceptado un rol subsidiario, pagando un elevado precio económico, político y moral por ceder la dirección de su política exterior y de seguridad a Washington.
La ilusión de la autonomía
La noción de autonomía estratégica europea ha ocupado inagotables foros académicos y diplomáticos desde 2014. Se invocaba como la alternativa razonable a la dependencia militar de Estados Unidos y la oportunidad histórica para construir puentes con Eurasia. Sin embargo, los hechos evidencian que, ante cada encrucijada relevante —ya sea la guerra de Ucrania, la relación con Moscú o la política nuclear hacia Irán— la UE ha preferido renunciar a su margen de maniobra para alinearse, a menudo de manera acrítica, con los intereses de su aliado, cada vez menos fiable, estadounidense.
No es solo la diplomacia europea la que parece haber asumido esta resignación; el coste de esa renuncia estratégica repercute en toda su arquitectura de seguridad, economía e influencia exterior. Las sanciones a Rusia han tenido consecuencias significativas en la industria europea —en particular en sectores clave como la energía y la manufactura—, al tiempo que han redefinido el mapa de alianzas en el continente. El resultado es una Unión Europea con menor autonomía de acción y cada vez más condicionada por dinámicas que no controla del todo.
No es solo la diplomacia europea la que parece haber asumido esta renuncia; el coste estratégico se proyecta sobre toda su arquitectura de seguridad, economía e influencia exterior. Las sanciones a Rusia han generado impactos profundos en sectores clave de la industria europea y han contribuido a un reacomodo de equilibrios en Eurasia. La UE aparece así más como un actor reactivo, cuya capacidad de iniciativa se limita con frecuencia a gestionar escenarios definidos por otros.
Los costes concretos: energía, tecnología e influencia global
El alineamiento automático con Washington ha tenido un precio tangible: el traslado de capital y empleo hacia empresas estadounidenses, en particular en los sectores de defensa y tecnología. La respuesta europea a la crisis —surgida tras la ruptura del diálogo con Moscú— terminó profundizando la dependencia transatlántica. Al mismo tiempo, las medidas coercitivas contra Rusia no modificaron de manera sustancial su comportamiento, lo que expone la asimetría de costes entre Europa y Estados Unidos.
Al mismo tiempo, la obsesión europea por “seguir las reglas” y la gestión tecnocrática de la política exterior contrasta con la flexibilidad táctica de Washington. EE.UU., lejos de sufrir por sus estrategias de máxima presión, cataliza inversiones y saca rédito de la transferencia de recursos desde Europa; mientras tanto, la industria continental se ve obligada a comprar energía y armamento estadounidense a precios superiores, agravando el déficit de innovación y soberanía tecnológica que lastra cualquier proyecto de independencia real.
El caso iraní: oportunidad perdida y costes diplomáticos
Una de las muestras más evidentes del coste del seguidismo europeo es la gestión del expediente iraní. El acuerdo nuclear (JCPOA) había permitido a la UE recuperar un papel mediador y abrir nuevos canales comerciales y políticos con Irán —un actor esencial en el equilibrio de Oriente Medio (Asia Occidental) y socio potencial para abandonar la dependencia energética de potencias hostiles—. No obstante, la retirada unilateral de EE.UU. del JCPOA marcó el declive de toda expectativa de política autónoma por parte de Bruselas.
Irán y Europa: ¿colaboración o antagonismo inducido?
El análisis sosegado de las aspiraciones nucleares iraníes exige ir más allá de la dicotomía maniquea impuesta desde Washington y Tel Aviv. Los liderazgos iraníes han enfatizado, desde hace casi dos décadas, su voluntad de usar la energía nuclear con fines civiles, en procura del desarrollo económico y la autonomía energética como derecho soberano reconocido por el Tratado de No Proliferación Nuclear. A pesar de los temores y desinformaciones propagadas por lobbies hostiles, no existen pruebas contundentes de que Irán haya desarrollado armamento nuclear, y las inspecciones de la OIEA históricamente no han encontrado violaciones graves que justifiquen el aislamiento actual.
Si la UE hubiese antepuesto el diálogo y el acuerdo al castigo y la amenaza, podría haber consolidado su papel como actor de paz y diálogo en Eurasia, abriendo espacios de colaboración económica y energética alternativos al eje Estados Unidos-Golfo. La realidad muestra lo contrario: la oportunidad de recaudar beneficios comerciales y políticos se ha perdido, mientras empresas chinas y rusas ocupan el espacio dejado libre por las multinacionales europeas en Irán. Frente a la presión, Teherán supo mostrar resiliencia y consolidar su economía bajo sanciones, fortaleciendo redes regionales autónomas y alineándose con los intereses de un mundo multipolar que se aleja de la hegemonía occidental.
Credibilidad perdida: la percepción desde Teherán
Quizá uno de los mayores costes —aunque intangible— sea el de la credibilidad europea a largo plazo. En el imaginario estratégico iraní, la UE ya no aparece como socio fiable ni como contrapeso a la pulsión unipolar estadounidense, sino como intermediario blando y voluble, incapaz de garantizar siquiera la vigencia de acuerdos internacionales básicos. Esta percepción limita cualquier posibilidad de cooperación estructural en campos críticos: energía, tecnología, gestión migratoria o estabilidad regional.
No faltan ejemplos. Las sanciones renovadas afectaron no solo a la economía y la sociedad iraní, sino también a la posición diplomática europea en la región. Turquía, India, Brasil y sobre todo China y Rusia han intervenido para llenar el vacío de liderazgo, lanzando iniciativas propias para sostener el multilateralismo y la integración euroasiática sin contar con Bruselas. El coste: reducción de acceso a mercados emergentes, mayor aislamiento político y declive de cualquier ambición global europea en favor de poderes realmente autónomos.
El espejismo de la unidad europea: divisiones y fragmentación
Detrás del discurso de “unidad europea” persiste una fragmentación profunda. Países como Alemania y Austria priorizan el comercio y la energía barata, Francia reivindica su fuerza nuclear como escudo propio, los Estados del Este se alinean automáticamente con el maximalismo estadounidense por temor a Rusia, y el sur busca fórmulas intermedias que apenas se materializan por falta de músculo geopolítico.
La gestión de las sanciones y la política común hacia Irán y Rusia ha expuesto estas fracturas: mientras algunos empujan por el restablecimiento de relaciones pragmáticas, otros optan por la hostilidad permanente, reproduciendo en casa la agenda dictada fuera. A largo plazo, esta falta de consenso debilita la posición negociadora de la UE y amplía la brecha entre la retórica de autonomía y la impotencia real.
Consecuencias geopolíticas: ¿un futuro periférico?
Si algo muestran los últimos años es que Europa está asumiendo, de forma pasiva, su desplazamiento al margen del gran juego global. La incapacidad para definir una política independiente respecto a Moscú e Irán la sitúa como mero apéndice de Washington, condenado a pagar los platos rotos de decisiones ajenas. El precio es alto: pérdida de recursos, erosión tecnológica, desconfianza de socios potenciales, dependencia estratégica y creciente irrelevancia diplomática.
Paradójicamente, al ser percibida en Teherán como actor imprevisible e insustancial, la UE pierde también capacidad de influencia para moderar los excesos del régimen islámico y fomentar reformas internas o mayor apertura exterior. Cuando el incentivo del diálogo es sustituido por la coerción y el castigo, lo que se multiplica es el retorno a discursos defensivos, el nacionalismo y la consolidación de alianzas alternativas.
Hacia una nueva arquitectura euroasiática
La era post-Ucrania ha acelerado la formación de un nuevo tablero euroasiático en el que la UE asiste, casi como espectadora, al surgimiento de consensos y alianzas que desafían la vieja lógica bipolar. Irán, junto a Rusia, China, y varias potencias emergentes, impulsa iniciativas multilaterales que apuestan por la no injerencia, el respeto a la soberanía y la creación de nuevos mecanismos de cooperación y seguridad. Europa, demasiado ocupada en gestionar crisis internas, llega tarde a esta partida y lamenta la pérdida de oportunidades de influencia y beneficio.
El coste de no construir alternativas
Para evitar ser arrastrada definitivamente a la periferia, la UE debería replantear sus prioridades, invertir en capacidades autónomas —tecnológicas, energéticas, militares— y reconstruir puentes diplomáticos, especialmente con actores tan determinantes como Irán. Ello no solo facilitaría el acceso a recursos vitales y mercados infrautilizados, sino que dotaría a Bruselas de mayor amplitud de maniobra para defender sus intereses en un mundo crecientemente multipolar y competitivo. Por último, la credibilidad pasa por honrar compromisos y adoptar posiciones soberanas, no por la obediencia ciega a dictados externos.
Conclusión: Europa ante el espejo de sus costes
Europa debe asumir que el coste de la falta de autonomía estratégica no se limita al corto plazo ni a lo económico. Es un peaje que erosiona su posición como actor global, limita sus opciones ante crisis futuras y socava la posibilidad de establecer relaciones igualitarias con potencias como Irán, que buscan y valoran no la sumisión, sino el respeto y el diálogo firme. Si algo demuestra el declive de la influencia europea —en Eurasia, Oriente Medio o el mundo en desarrollo— es que el futuro pertenece a los actores capaces de marcar sus propios términos y defender proyectos autónomos de desarrollo y seguridad. Persistir en el seguidismo unilateral solo llevará a Bruselas a una irrelevancia cada vez más onerosa y profunda, mientras otros escriben el guión del siglo XXI.