Por Xavier Villar
La narrativa inmediata que siguió al intercambio militar directo entre Irán e Israel en junio de 2025 fue predecible en su superficialidad. Cuentas de misiles interceptados, evaluaciones de daños en hangares y pistas de aterrizaje, y el recuento habitual de gestos de fortaleza y declaraciones de victoria. Este ruido táctico, sin embargo, ha oscurecido una transformación estratégica de mayor calado, una que podría definir la próxima década de seguridad en Oriente Medio. Lejos de ser un mero episodio de violencia, aquella confrontación de doce días actuó como un catalizador involuntario, acelerando la evolución de la doctrina de defensa iraní hacia un modelo notablemente más cohesionado, sofisticado e integrado. El verdadero legado no se mide en metal perforado, sino en la recalibración cognitiva de una nación y en la maduración forzada de su arquitectura de disuasión.
La paradoja central del episodio está en un desenlace que parece contradecir su punto de partida: un fallo temprano en la prevención que terminó reforzando la posición estratégica de Irán. Sin embargo, esa misma ruptura del perímetro defensivo obligó a Teherán a realizar un giro más profundo. Durante décadas, la amenaza israelí había sido interpretada dentro de un marco ideológico y gestionada mediante equilibrios regionales indirectos. De pronto se convirtió en algo inmediato, directo, casi físico en su urgencia. Ese cambio de percepción, nacido de la experiencia concreta del ataque, produjo un consenso interno poco habitual en materia de seguridad nacional. La cohesión social y política que emergió en ese momento crítico actuó como un recurso estratégico de primer orden y frustró uno de los cálculos psicológicos más persistentes del adversario: la expectativa de que la presión externa bastaría para abrir grietas en el tejido interno.
Para comprender esta evolución es necesario dejar atrás, tal y como señala el estudio Resetting Deterrence: The Evolution of Iran’s Defense Doctrine Following the 12-Day War, los modelos clásicos de disuasión heredados de la era bipolar. Esos marcos, centrados en el equilibrio del terror nuclear y en la racionalidad pura de los Estados, ofrecen una visión limitada para los conflictos asimétricos y multifacéticos del siglo XXI. La interpretación moderna que ilumina este proceso es la de la disuasión integrada. Según esta perspectiva, la credibilidad de un Estado ya no se deriva únicamente de su arsenal militar, sino de la coordinación deliberada de todos los instrumentos de poder nacional: el militar, pero también el económico, el diplomático, el tecnológico y, de manera crítica, el social. Se trata de construir una red de respuestas en la que un desafío en un dominio active medidas coordinadas y escalonadas en otros, mostrando al adversario un panorama de costos y complicaciones crecientes. El conflicto de 2025 sirvió como una prueba de estrés extrema para este concepto en la práctica iraní, revelando tanto vulnerabilidades como una capacidad de adaptación orgánica más rápida de lo previsto.
El aprendizaje estratégico que siguió puede analizarse a través de tres pilares fundamentales de la disuasión: negación, imposición de costos y resiliencia. Cada uno muestra un desplazamiento de lo táctico y fragmentario hacia lo estratégico y sistémico.
El primer pilar, la negación, experimentó una transformación radical. La doctrina previa se apoyaba en lo que puede denominarse una negación táctica: sistemas de defensa aérea destinados a interceptar ataques, una red de aliados regionales para abrir frentes secundarios y la ambigüedad estratégica en torno a capacidades sensibles, generando incertidumbre para los planificadores enemigos. El ataque mostró los límites de este enfoque fragmentado. La respuesta iraní no se limitó a mejoras técnicas; pivotó hacia lo que puede llamarse negación estratégica. El objetivo dejó de ser impedir que cada proyectil enemigo alcanzara su blanco físico y se centró en negar al adversario la consecución de sus objetivos políticos. Esto se manifestó en la continuidad gubernamental, en la gestión efectiva de la crisis y en la adhesión pública a las posiciones fundamentales del Estado. La negación dejó de ser una función exclusiva de las fuerzas armadas y se convirtió en una propiedad emergente del conjunto del aparato estatal. Irán demostró que podía absorber un golpe físico y mantener intacta su voluntad política y cohesión institucional, transformando la agresión en un ejercicio inútil para quien la iniciara.
El segundo pilar, la imposición de costos, fue redefinido en términos de credibilidad y escala. Las suposiciones del adversario habían anticipado una respuesta simbólica y contenida, previsible y gestionable. Este cálculo resultó equivocado. La réplica iraní fue masiva, directa y diseñada para afectar la percepción estratégica del enemigo. Los cientos de proyectiles balísticos y drones lanzados contra infraestructura militar y estratégica no constituyeron un gesto limitado de restauración de disuasión, sino una reescritura deliberada de las reglas del juego. La doctrina posterior refleja un énfasis en la capacidad de segundo golpe, con misiles hipersónicos, plataformas endurecidas y precisión mejorada. La disuasión se desplazó de la amenaza de respuesta a la garantía de devastación proporcional, estableciendo que cualquier agresión a gran escala tendría un precio catastrófico seguro para quien la iniciara.
El tercer pilar, y quizá el más revelador, es la elevación de la resiliencia social a componente estratégico central. En la guerra moderna, la voluntad colectiva es tan relevante como el ciberespacio o el control aéreo. La expectativa de que la sociedad se fracturaría bajo presión no se cumplió. La agresión externa, en lugar de dividir, actuó como un aglutinante poderoso, fortaleciendo la cohesión nacional. Esta resiliencia social dejó de ser un recurso pasivo y se convirtió en un elemento activo de la doctrina de disuasión. La defensa del país ya no depende únicamente de misiles y armas, sino de la unidad y determinación de su población, un objetivo que resulta mucho más difícil de penetrar y predecir que cualquier infraestructura física.
El conflicto de 2025, como apunta Resetting Deterrence, no resolvió de manera definitiva la rivalidad, pero cristalizó una competencia de largo plazo, una guerra de desgaste multifacética en la que se entrelazan ciberespacio, rutas marítimas, guerra económica y control regional con amenazas militares directas. Irán ha aprendido que su seguridad depende de una postura integrada, donde innovación tecnológica, profundidad estratégica y cohesión interna se refuerzan mutuamente. La consecuencia más profunda no es un sistema de armas o un documento doctrinal nuevo, sino la institucionalización del aprendizaje estratégico. La capacidad de convertir un shock táctico en una reconfiguración estratégica se ha incorporado al funcionamiento del Estado.
En un mundo donde las potencias regionales ejercen una agencia cada vez más significativa, este caso muestra que la iniciativa en la disuasión ya no es patrimonio exclusivo de las superpotencias. La habilidad para adaptarse y evolucionar bajo presión puede redefinir equilibrios de poder de manera más duradera que cualquier enfrentamiento convencional. El conflicto de doce días no concluyó con un tratado, pero produjo una doctrina más madura, compleja y resistente. Esa doctrina, y no los misiles que volaron aquel junio, será la que moldeará los cálculos y tensiones en Oriente Medio en los próximos años. La disuasión sigue siendo una narrativa en constante reescritura, y Teherán ha demostrado que está decidido a controlar su propia versión.
