• El presidente de EE.UU., Donald Trump, se dirige a un grupo de tropas estadounidenses desplegadas en Afganistán, 28 de noviembre de 2019. (Foto: AFP)
Publicada: lunes, 2 de marzo de 2020 21:10

Uno puede imaginar un Afganistán libre de tropas de EE.UU. y de la OTAN tras el “acuerdo de paz” con los talibanes, si no fuera porque lo ha impulsado Trump.

Después de la firma del “acuerdo de paz” rubricada el sábado entre las autoridades de EE.UU. y el grupo armado Talibán de Afganistán en Doha, la capital de Catar, a uno le surge la pregunta de que si este entendimiento será el prólogo de la definitiva retirada de las fuerzas de ocupación occidental que desde 2001 han venido desplegándose en este país asiático so pretexto de luchar contra las fracciones terroristas de Al-Qaeda, liderada por el ya fallecido multimillonario saudí Osama Bin Laden, quien cayó asesinado durante una operación especial de las fuerzas norteamericanas en Paquistán la madrugada del 2 de mayo de 2011, tal como alegaron en su momento las autoridades de EE.UU.

Es muy difícil de imaginar que los más influyentes miembros de la clase política de Washington, quienes al tener un fuerte vínculo de intereses económicos con las grandes corporaciones tecnológicas y armamentísticas de EE.UU., estén a labor de permitir a la Casa Blanca cambiar su política hegemónica respecto a Afganistán, que viene implantándose desde que sus fuerzas, encabezando a las de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), invadieran este país asiático.

Teniendo en cuenta que para EE.UU. es de suma importancia tener un control absoluto sobre la mayor parte del territorio afgano que por su privilegiada situación geoestratégica a nivel regional, le otorga a Washington el poder de monitorear a sus rivales, es decir, Rusia, China e Irán, ya que, Afganistán comparte línea fronteriza con Irán, desde el oeste y con China, desde el noreste, y las fronteras rusas se quedan a unos miles de kilómetros al norte de la línea divisoria afgana.

Desde que los norteamericanos fueran expulsados de Irán, con el triunfo de la Revolución Islámica de 1979, que supuso el fin del régimen monárquico pro estadounidense del shah de Irán, Mohamad Reza Pahlavi, y perdieran el control sobre esta estratégica nación en el oeste de Asia, ha estado buscando un pretexto para poder establecerse en la zona y poder seguir proyectando de cerca sus planes imperialistas.

Por ello, la Casa Blanca no desaprovechó la oportunidad que le brindó los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra objetivos dentro de su propio territorio, en concreto, las torres gemelas de Nueva York y la sede del Departamento de Defensa (el Pentágono), ubicada en Virginia, y los cuales fueron perpetrados por varios miembros de Al-Qaeda, para poner en marcha el 7 de octubre del mismo año la gran campaña militar sobre Afganistán, denominada “Operación Libertad Duradera”.

El entonces presidente de EE.UU., el republicano George W. Bush, prometió a los estadounidenses que pronto serían testigos de grandes logros militares que cosecharían las fuerzas norteamericanas desplegadas en Afganistán al dar con los responsables intelectuales y patrocinadores económicos de los ataques terroristas del 11-S, es decir, Ben Laden sus subordinados, y acabar con cualquier foco extremista que hubiera en el mundo.

En otras palabras, EE.UU. ya venía avisando entre líneas que su “lucha contra el terrorismo extremista” a nivel internacional iba a prolongarse en el tiempo y no se limitaba solo a Afganistán sino que podría extenderse a otras naciones del mundo, tal y como quedó demostrado dos años después con la invasión de Irak en marzo de 2003 por las fuerzas del Pentágono, y esta vez con la escusa de “llevar la democracia” a este país, derrocaron al régimen del dictador Saddam Husein, aliado de Washington durante la guerra impuesta a Iran entre 1980 y 1988. 

Desde entonces que ya van 19 años, los estadounidenses han visto como miles de soldados han caído en combate en Afganistán e Irak regresando en ataúdes a sus casas, y sin que estas “operaciones antiterroristas” les aportaran algún éxito o beneficio que tanto los posteriores mandatarios han venido prometiéndoles desde 2001. 

Después de que Bin Laden fuera asesinado en Paquistán en mayo de 2011, y con Al-Qaeda como una amenaza mermada, la clase política de Washington ha intentado convencer, en vano, a la opinión pública de su país de lo significativo que es la presencia de las tropas estadounidenses en Afganistán para la lucha contra el grupo armado Talibán, combatientes afganos que han presentado resistencia contra la presencia de las fuerzas invasoras de la OTAN y EE.UU. en esta nación asiática.

 

De hecho, el sucesor de Bush en la Casa Blanca, el demócrata Barack Obama para eludir el clamor generalizado del pueblo norteamericano de que ya era hora de que sus soldados regresaran al país, se escondió en muchas ocasiones detrás del pedido de las autoridades afganas de que no sacara a las fuerzas estadounidenses desplegadas en su territorio, ya que su presencia, según Kabúl, era esencial para la lucha contra los talibanes.

Durante su mandato, Obama no quiso escuchar a la demanda popular que urgía la retirada de las fuerzas estadounidenses de Afganistán y, este esquivo, le sirvió al entonces candidato republicano a las elecciones presidenciales de 2016, Donald Trump para recoger y usarlo en su campaña electoral prometiendo que si llegara a la Casa Blanca devolvería a los soldados norteamericanos a sus casas.

Ya en el poder, el líder republicano se olvido de poner en práctica muchas de sus promesas electorales y, entre ellas, dejó apartado lo de retirar las fuerzas del Pentágono de Afganistán, y en su lugar, se centró en otras temas más mediáticos para sus intereses electorales de cara a los comicios presidenciales de 2020.

En este sentido, puso en marcha su maquinaria diplomática para sellar un acuerdo con el líder de Corea del Norte, Kim Jung-un, que diera lugar al desarme nuclear de este país, una pretensión que cayó en saco roto por la falta de entendiendo de ambos dirigentes.

Trump, por otro lado, decidió salir de forma unilateral de un gran acuerdo nuclear sellado entre Irán y el Grupo 5+1 (entonces integrado por EE.UU., el Reino Unido, Francia, Rusia y China, más Alemania) y reactivar varias rondas de sanciones contra la nación persa, solo porque según sus cálculos podría obligar a los iraníes a sentarse a renegociar este pacto —un deseo que no ha podido materializar hasta el momento—, y simplemente porque al dirigente republicano no le gustaba la idea de que un presidente demócrata hubiera logrado acercarse a los iraníes desde la victoria de la Revolución Islámica.

Con estos sonados fracasos en su política exterior que podrían perjudicar su reelección del próximo 3 de noviembre, al magnate neoyorquino no le quedó más remedio que retomar su idea de devolver a los efectivos estadounidenses desplegados en Afganistán, razón por la que inició los contactos con los altos cargos del grupo armado Talibán.

Ahora bien, por mucho que el documento de Doha detalle que las fuerzas de la OTAN se irán reduciendo proporcionalmente durante un periodo equivalente, de forma que en 14 meses todas las fuerzas extranjeras habrán abandonado el país asiático, tal repliegue está sujeto al cumplimiento por parte de los talibanes de sus compromisos en virtud del “acuerdo de paz”.

En realidad, el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien ha cerrado el pacto con los talibanes, se ha comprometido a que Washington va a reducir el número de fuerzas militares en Afganistán a 8600 de los aproximadamente 12 000 desplegadas allí. Esa cifra es casi exactamente similar a la misma cantidad de efectivos que estaban en este país asiático al término del mandato de Obama en enero de 2017.

De hecho, ese es el número mínimo de fuerzas de Operaciones Especiales, oficiales de inteligencia y personal de apoyo y seguridad que el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) creen que son necesarios para dar apoyo al Gobierno afgano, presidido por Ashraf Qani, para “combatir” a los grupos terroristas del EIIL (Daesh, en árabe), que los mismos estadounidenses los han ido trasladando desde Siria a Afganistán, después de observar, a su pesar, como la imparable lucha contra el terrorismo emprendida por el Gobierno sirio les ha ido quitando espacio a los extremistas en esta nación árabe.

Era revelador que en la ceremonia de firma en Doha, no estaban presentes ninguna autoridad del Ejecutivo de Afganistán, y en cambio, a miles de kilómetros de allí en Kabul, la capital afgana, se había trasladado el secretario de Defensa de EE.UU., Mark T. Esper, y el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, para concretar con Qani los pormenores del referido acuerdo arriba mencionado.

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg (izda.), habla en presencia del presidente de Afganistán, Ashraf Qani (centro) y el secretario de Defensa de EE.UU., Mark Esper, en el palacio presidencial en Kabul, la capital afgana, 29 de febrero de 2020. (Foto: AFP)

 

Nuevamente, los estadounidenses instrumentalizan la presencia terrorista, exportadas en esta ocasión desde suelo sirio, para justificar la permanencia de sus fuerzas en Afganistán. De allí que, es muy probable que Trump solo haya querido sacar tajada electoral del mediático “acuerdo de paz” con los talibanes y, una vez que haya logrado su objetivo de ganar las elecciones, cambie de postura y destine más tropas a este territorio, tal y como mandan los canones preestablecidos del establishment estadounidense, para poder seguir monitoreando de cerca a sus adversarios, que ya se sabe que es Rusia, China e Irán los países que impiden a Washington llevar a cabo sus planes imperialistas en la región de Asia Occidental.

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