Sirenas de ambulancias mostraban el pánico en el corazón turístico de Estambul (noroeste). Una explosión ha estremecido la plaza de Sultán Ahmed, zona histórica que alberga la basílica de Santa Sofía y la Mezquita Azul.
Un atacante suicida se acercó a un grupo de turistas y se inmoló. Al menos 10 personas han muerto y otras 15 han resultado heridas, la mayoría, turistas alemanes. Los testigos informan de que el estallido fue tan fuerte que hizo temblar el suelo.
Las autoridades turcas y los medios de comunicación locales daban informaciones contradictorias sobre el atacante. Primero, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, afirmó que el atentado suicida había sido cometido por una persona de origen sirio.
La agencia turca DHA aseguró que el terrorista se llamaba Nabil Fadl, nacido en 1988 en Arabia Saudí. Al final, el primer ministro de Turquía, Ahmet Davutoglu, acabó con las dudas. Confirmó que el autor suicida de la explosión mortal en Estambul era miembro del grupo terrorista EIIL (Daesh, en árabe).
No todos comparten esta opinión. Rusia, por ejemplo, acusa a Turquía de complicidad con Daesh y de comprarle petróleo barato. Incluso, hay voces que hablan del efecto bumerán, todo lo que va, tiene que volver.
En octubre pasado, un atentado perpetrado por Daesh dejó más de un centenar de muertos en la capital turca, Ankara. Hoy Turquía ha vuelto a vivir el terror que, de hecho, puede pasar una gran factura a su sector turístico.
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