Publicada: miércoles, 15 de octubre de 2025 14:46

El reciente encuentro en Sharm el-Sheikh, auspiciado por Donald Trump y el gobierno egipcio, puso de manifiesto las profundas grietas que aún atraviesan la diplomacia internacional en Asia Occidental, así como la precariedad de una estrategia cuyo objetivo real parece ser, en la práctica, consolidar la ocupación israelí y limitar la capacidad de respuesta de los palestinos.

La reunión, que congregó a una veintena de líderes regionales y globales, se convirtió en un escenario dominado por promesas vacías, gestos protocolarios e intereses estratégicos que eclipsaron la realidad: una región cargada de tensiones no resueltas y heridas abiertas. La ausencia de Irán, lejos de ser un factor de desestabilización, se revela como un gesto estratégico de resistencia frente a un plan que, bajo la apariencia de paz, busca reforzar un orden colonial, perpetuar la ocupación y reducir la autodeterminación palestina a una ilusión.

La farsa diplomática de una paz sin sustancia

La cumbre de Sharm el-Sheikh no fue más que un acto de teatro, con un guion escrito por los mismos actores de siempre: Estados Unidos, Israel y sus aliados regionales. La firma del acuerdo de alto el fuego entre Israel y HAMAS, tras más de dos años de genocidio, parecía, en el mejor de los casos, una pausa momentánea en un conflicto cuyas raíces estructurales permanecen intactas. La realidad, sin embargo, es mucho más dura. Medios internacionales como Al Jazeera han informado que Israel ya ha violado el cese al fuego, aumentando la tensión y evidenciando la fragilidad del acuerdo. La narrativa oficial sobre un supuesto regreso a la "estabilidad" no puede ocultar la realidad: una estrategia de desplazamiento y militarización que, lejos de resolver la crisis, la profundiza.

El discurso de Trump en Sharm el-Sheikh buscó enmarcarse como un logro diplomático, pero en realidad fue un monólogo lleno de retórica grandilocuente, sin contenido sustancial. La proclamación de una «paz duradera» en Asia Occidental carece de fundamentos reales cuando el acuerdo no establece mecanismos vinculantes, plazos claros ni garantías territoriales o políticas para Palestina. La apuesta por una «solución de dos Estados», repetida machaconamente, se presenta vacía cuando, en la práctica, el acuerdo favorece a Israel y sus intereses militares y económicos, mientras las demandas palestinas quedan relegadas a una serie de promesas incumplidas y a la protección de una ocupación en curso.

Es fundamental subrayar que Irán decidió no participar en la cumbre, una decisión que no solo refleja su rechazo a una diplomacia de facto que privilegia a Israel y Estados Unidos, sino también una estrategia calculada para preservar su autonomía frente a la narrativa occidental. La exclusión iraní debe interpretarse, más que como una debilidad, como un acto de resistencia política: una declaración de que la ocupación y el uso de la fuerza no pueden —ni deben— ser aceptados pasivamente por los actores regionales conscientes de su papel en la seguridad y soberanía de sus pueblos.

Mientras la comunidad internacional intenta presentar un acuerdo que margina a Irán, su ausencia pone de relieve, en realidad, la fragmentación del orden regional y el rechazo a un proceso que, en el fondo, busca consolidar la ocupación israelí. La estrategia iraní no pretende obstaculizar la paz, sino promover un equilibrio político y la autodeterminación frente a un relato que reduce la resistencia a la simple etiqueta de amenaza terrorista. Esta decisión también deja claro que la paz en Asia Occidental no puede imponerse desde fuera sin reconocer la voz de quienes, dentro de la región, cuentan con la autonomía y la autoridad legítima para negociar en nombre de sus pueblos.

La humillación de los líderes presentes y el fracaso de un diseño unilateral

En un escenario claramente desequilibrado, los líderes presentes en Sharm el-Sheikh parecen víctimas de una humillación simbólica. Israel, bajo la tutela de Netanyahu y con el respaldo de EE. UU., aparece como un actor con plena impunidad para continuar sus políticas expansionistas, mientras la comunidad internacional, en un acto de sumisión, actúa más como espectadora que como mediadora. La presencia de numerosos mandatarios árabes no puede esconder la desconexión entre las palabras y la realidad: muchos de ellos, en realidad, han sido sometidos a la presión de Washington para legitimar un proceso que no resuelve los problemas fundamentales ni presenta garantías de justicia.

Algunos países de la región reflejan una ambivalencia que, en ciertos momentos, parece apoyar un proceso de estabilización, pero carecen de la autoridad suficiente para exigir cambios sustantivos en la política israelí o en la protección de los derechos palestinos. La evidencia de que Netanyahu y su gobierno no están dispuestos a ceder en cuestiones fundamentales, e incluso han mencionado la posibilidad de continuar las operaciones militares, pone de manifiesto la inconsistencia de una estrategia que, más allá de las buenas intenciones, no contempla una solución duradera ni garantiza la protección plena de los derechos palestinos.

La estrategia de Washington: reforzar la ocupación y limitar la resistencia

El plan promovido por Donald Trump, más que un camino hacia la paz, parece una estrategia diseñada para consolidar la ocupación israelí y reducir la capacidad de respuesta palestina. La creación de una fuerza internacional de vigilancia en Gaza, controlada en su mayoría por actores externos, particularmente Estados Unidos, y la imposición de una suerte de administración transitoria dirigida por tecnócratas controlados desde Washington y Londres, no son sino una segunda fase de una ocupación encubierta que busca asegurarse de que ninguna resistencia armada o política pueda alterar la situación de dominio y control.

Este enfoque, que además excluye a las autoridades palestinas, viola principios básicos del derecho internacional y perpetúa la lógica colonial, en la que las potencias imperiales fomentan nuevas formas de ocupación y administración indirecta que dejan en un segundo plano las aspiraciones legítimas del pueblo palestino. La narrativa colonial de la modernidad, que aún persiste en las decisiones de Washington y Tel Aviv, se basa en la idea de que los pueblos que no se ajustan a los intereses imperiales deben ser gestionados, controlados y, en el mejor de los casos, sus derechos reducidos a un estatus residual.

La derrota de la diplomacia clásica y el fracaso de un orden basado en la imposición

El escenario de Sharm el-Sheikh revela la degeneración de la diplomacia multilateral, convertida en un teatro donde los intereses nacionales de las potencias regionales y globales prevalecen por encima de la participación de las sociedades afectadas. El acuerdo firmado, que pretende legitimar la prolongación de la ocupación, no logra ocultar la profunda crisis de legitimidad internacional que atraviesa el proceso de paz en la región. La comunidad internacional, y en particular los países que se autoproclaman democráticos, ha mostrado su incapacidad para proteger los derechos de los pueblos o enfrentar los desafíos de la autodeterminación, relegando a los actores locales a un papel secundario y permitiendo que la ocupación mantenga un estado de excepción permanente.

Queda así patente que la lógica del poder y la imposición sigue siendo la fuerza motriz de la política internacional en Asia Occidental, y que los discursos sobre paz y justicia se reducen, en gran medida, a gestos de apariencia destinados a legitimar un orden que beneficia a quienes sostienen el statu quo, en este caso Estados Unidos e Israel. La verdadera paz, si alguna vez llega, tendrá que construirse desde abajo, respetando de manera genuina la soberanía y los derechos humanos, y dejando de lado la lógica de dominación impuesta desde Washington y Tel Aviv.

Conclusión: una oportunidad para redimensionar las fuerzas regionales

En suma, la reunión de Sharm el-Sheikh no ha sido sino la expresión de un orden internacional en crisis, donde las élites políticas y militares buscan, a través del espectáculo diplomático, validar un sistema que ya no responde a las necesidades legítimas de los pueblos de la región. La ausencia de Irán, lejos de ser un inconveniente, es una señal clara de que la resistencia regional a una política de ocupación y control externalizado sigue vigente y que los actores que rechazan el colonialismo israelí y la imposición estadounidense continúan siendo una fuerza de peso en el escenario.

La visita en esa dirección, que respalde una paz fundada en la justicia, en la autodeterminación y en el respeto a los derechos humanos, requiere romper con los esquemas de imposición y hegemonía, siendo Irán uno de los actores principales en esa tarea. La comunidad internacional, en su conjunto, debe repensar sus prioridades y abandonar la ilusión de que la paz puede imponerse desde arriba, sin una participación genuina y sin cambios profundos en la estructura de poder.

En definitiva, la verdadera oportunidad que deja esta cumbre es la de reconocer que los sistemas de dominación son frágiles y que las fuerzas de la resistencia, aunque silenciadas por momentos, no se doblegan. La historia, una vez más, demuestra que las soluciones impositivas solo prolongan el sufrimiento y que la paz duradera solo puede nacer del reconocimiento mutuo, la justicia y la soberanía de los pueblos.