Publicada: domingo, 14 de diciembre de 2025 16:30

Pocas revelaciones en Oriente Medio (Asia Occidental) resultan tan significativas como una admisión de error en materia de inteligencia, especialmente cuando procede de un aparato que ha construido su reputación sobre una cuidada aura de omnisciencia.

Por Xavier Villar

La información, filtrada esta semana y posteriormente amplificada por la prensa internacional, según la cual Israel ha revisado sustancialmente a la baja el impacto real de sus ataques sobre el programa de misiles balísticos iraní durante la denominada “Guerra de los 12 Días” del pasado junio, trasciende con mucho la categoría de ajuste técnico.

Se trata, más bien, de un momento de claridad estratégica. La rectificación expone, quizá de manera involuntaria, que el objetivo último de aquella campaña no fue tanto la degradación material de capacidades militares concretas como la imposición de un daño más difuso y duradero, la erosión progresiva de la soberanía nacional iraní y la impugnación de su derecho efectivo a la autodefensa. En ese desplazamiento del énfasis, de lo cinético a lo estructural, reside la verdadera dimensión del episodio.

Según diversos informes, el jefe de la inteligencia militar israelí, el mayor general Shlomi Binder, comunicó al enviado estadounidense Mike Waltz que Irán conserva aproximadamente 2000 misiles balísticos pesados, una cifra prácticamente idéntica a la existente antes del conflicto. Este reconocimiento ha venido acompañado, de forma previsible, de un renovado llamamiento a Washington para que actúe contra Teherán.

La narrativa se reactiva con rapidez. El peligro persiste, la amenaza se presenta como inminente y la acción, preferiblemente delegada, se describe como inevitable. Sin embargo, esta rectificación difícilmente puede leerse como un ejercicio de honestidad analítica. Más bien constituye el último movimiento de una estrategia de largo recorrido orientada a deslegitimar y, en última instancia, neutralizar cualquier arquitectura de disuasión que los Estados situados en la periferia estratégica de Israel desarrollen para preservar su integridad territorial y su autonomía política. El objetivo último no son los silos ni los talleres de ensamblaje, sino el principio mismo de soberanía efectiva.

La Guerra de los 12 Días: Un Espejismo Estratégico y un Error de Cálculo

El conflicto de junio de 2025, breve pero de alta intensidad, fue presentado por Tel Aviv y por sus principales aliados occidentales como una operación defensiva y quirúrgica destinada a degradar de manera significativa la capacidad militar iraní, una respuesta necesaria frente a una supuesta agresión. Los comunicados iniciales, de tono marcadamente triunfalista y hoy corregidos por sus propios emisores, afirmaban daños sustanciales y un retroceso de varios años en el programa de misiles balísticos de Irán.

La revisión posterior apunta a una realidad menos favorable para ese relato. O bien las evaluaciones de inteligencia previas eran profundamente erróneas, o bien la eficacia operativa de los ataques fue limitada, o ambas cosas a la vez. En cualquiera de los casos, el episodio evidencia las limitaciones de una doctrina que presupone que la superioridad tecnológica y la acción preventiva bastan para producir resultados estratégicos duraderos sobre Estados cuya experiencia histórica ha estado marcada, precisamente, por la necesidad de resistir y adaptarse a la coerción externa.

Más allá del balance inmediato de daños, la Guerra de los 12 Días revela los límites estructurales de las campañas de bombardeos selectivos como instrumento para modificar la voluntad política y la capacidad material de un Estado-nación con una base industrial, científica y estratégica profundamente consolidada. La dificultad no reside únicamente en la resiliencia técnica del programa iraní, sino en la persistencia de un marco estratégico que tiende a reducir a actores no occidentales a problemas tácticos, subestimando su densidad histórica, institucional y civilizacional.

Irán no es una milicia fragmentada ni una infraestructura improvisada. Es un Estado con profundidad histórica, capacidades institucionales consolidadas y una trayectoria prolongada de adaptación frente a invasiones, aislamiento económico y presiones estratégicas sostenidas. Su programa de misiles balísticos, desarrollado en el contexto de la guerra con Irak en los años ochenta, surgió de una necesidad percibida como existencial: garantizar una capacidad mínima de disuasión frente a adversarios con acceso muy superior a tecnologías militares avanzadas.

Desde esta perspectiva, los misiles constituyen el núcleo de una doctrina de defensa asimétrica diseñada para compensar décadas de sanciones económicas y limitaciones externas. Atacar ese componente no equivale a una acción neutral de control de armamentos o de no proliferación. Implica, en términos estratégicos, un intento de debilitar la capacidad iraní de autodefensa y restringir su margen de autonomía, un derecho reconocido en el marco normativo internacional vigente.

La propia rectificación israelí confirma la solidez de esa resiliencia estructural. Sin embargo, lejos de propiciar una reflexión sobre los límites de la escalada militar y la eficacia real de la coerción, la respuesta dominante ha sido intensificar la presión diplomática para una implicación estadounidense más profunda. Ese desplazamiento del problema, de lo estratégico a lo delegativo, sugiere una persistente dificultad para reconocer que ciertos equilibrios regionales no pueden reconfigurarse únicamente mediante la reiterada aplicación de la fuerza.

La soberanía integral: el verdadero “objetivo Irán”

Para comprender la persistente fijación israelí con los misiles iraníes y, por extensión, con su programa nuclear civil, sistemáticamente insinuado como militar, es necesario ir más allá del lenguaje convencional de la “amenaza existencial”. Lo que realmente preocupa a los estrategas en Tel Aviv y, en buena medida, en Washington no es tanto la posibilidad, siempre especulativa y reiteradamente descartada por las propias agencias de inteligencia estadounidenses hasta 2025, de un arma nuclear iraní. Lo que inquieta es la perspectiva de una soberanía iraní plena, autónoma y resistente a la coerción externa.

La soberanía, en el vocabulario operativo de la política de poder, no se reduce a una categoría jurídica formal. Es la capacidad efectiva de un Estado para tomar decisiones independientes sobre su seguridad, su modelo económico y su alineación internacional, sin quedar subordinado a presiones externas. Irán, pese a décadas de sanciones y aislamiento, ha logrado construir un ecosistema de disuasión que le otorga precisamente ese margen de autonomía. Sus misiles balísticos y de crucero, sus sistemas no tripulados, sus capacidades navales asimétricas en el Golfo Pérsico y su dominio del ciclo nuclear civil, independientemente de su eventual uso militar, constituyen los pilares de una soberanía integral. En conjunto, configuran un dilema estratégico para cualquier agresor potencial, en el que los costes de una acción militar serían prohibitivos no solo en términos militares, sino también políticos y económicos.

Desde su fundación, Israel ha estructurado su doctrina de seguridad en torno al mantenimiento de una superioridad militar cualitativa incontestable y a la negación sistemática de capacidades de disuasión creíbles a sus vecinos. Esta lógica se ha aplicado con notable coherencia histórica. Los ataques contra el reactor nuclear de Osirak en Irak en 1981 y contra el presunto reactor sirio en 2007 no fueron meras operaciones de no proliferación, sino intervenciones directas contra la soberanía energética y defensiva de ambos Estados. De manera similar, las campañas sostenidas de ataques contra infraestructuras y convoyes en Siria durante el gobierno de Bashar al-Asad, habitualmente atribuidas a Israel, no perseguían únicamente interrumpir el flujo de armas hacia Hezbolá, sino perpetuar una condición de vulnerabilidad estructural que impidiese a Damasco restablecer un control soberano pleno sobre su territorio.

El caso del sur del Líbano ilustra este patrón con especial claridad. Durante décadas, Israel ha vulnerado de forma recurrente la soberanía libanesa mediante incursiones aéreas, terrestres y marítimas. Aunque el objetivo declarado es Hezbolá, el efecto acumulativo ha sido vaciar de contenido la soberanía del Estado libanés, evidenciando la incapacidad de su gobierno para controlar su espacio aéreo, sus fronteras o sus decisiones fundamentales de seguridad. Se trata de una soberanía formalmente reconocida, pero materialmente erosionada.

Aplicado a Irán, el objetivo parece ser una versión ampliada de ese mismo modelo. No se busca una ocupación territorial, inviable en la práctica, sino una erosión sostenida de los atributos que hacen posible una soberanía efectiva. Desmantelar su capacidad de disuasión constituye el primer paso. Sin misiles creíbles, la amenaza de represalia pierde peso; sin un programa nuclear civil avanzado y la ambigüedad estratégica que conlleva, desaparece el riesgo de una escalada incontrolable. El resultado sería un Irán estructuralmente vulnerable, expuesto a presión permanente y obligado a subordinar su política exterior y de seguridad a los límites impuestos desde Washington y Tel Aviv. La reciente rectificación sobre el alcance real de los daños infligidos a su arsenal misilístico sugiere que ese objetivo central no se ha alcanzado, lo que ayuda a explicar la renovada urgencia por implicar más directamente a Estados Unidos en la tarea, en un momento en que Washington está calibrando su estrategia regional, como se refleja en el nuevo documento de Seguridad Nacional publicado hace unos días.

El papel de Estados Unidos: del garante al subcontratista de la desestabilización

El informe subraya que la rectificación se comunicó a un alto funcionario estadounidense con un mensaje explícito: “Israel no podrá aceptar esta amenaza por mucho tiempo” y que es necesario “coordinar con los estadounidenses las líneas rojas y las acciones”. Se trata de un guion familiar. Israel actúa con frecuencia de manera unilateral y precipitada, creando hechos sobre el terreno. Luego, cuando se topa con las limitaciones de su propio poder o con la resiliencia del adversario, recurre a su patrocinador global para que complete la tarea, transfiriendo a Washington los riesgos y costos políticos y económicos que Tel Aviv no puede o no desea asumir por sí mismo.

Washington, atrapado en su propia narrativa de “compromiso inquebrantable” y en la influencia de un lobby pro-israelí de considerable poder, se ha convertido en el subcontratista de una estrategia de desestabilización regional. Aplaude los ataques preventivos israelíes, impone sanciones económicas que equivalen a actos de guerra no cinética y proporciona cobertura diplomática en foros internacionales. De este modo, Estados Unidos no solo erosiona su propia credibilidad y se enreda en conflictos prolongados, sino que se transforma en el brazo ejecutor de una visión estratégica que prioriza la hegemonía de un solo aliado por encima de la estabilidad regional y del respeto al derecho internacional.

Las sanciones, presentadas como una herramienta para inducir a Irán a la mesa de negociaciones, persiguen en realidad un objetivo más profundo: estrangular la economía iraní, generar malestar social y crear condiciones para un cambio de régimen, o al menos para un gobierno tan debilitado que negocie desde la rendición. Se trata de un ataque directo a la soberanía económica, otro pilar fundamental de la independencia nacional. La presión actual sobre la administración estadounidense para que “actúe” tras la rectificación israelí constituye, en este marco, una extensión previsible de ese guion: si los misiles sobrevivieron, la lógica dicta intensificar la presión en todos los frentes.

Conclusión: más allá de los misiles, la batalla por la autodeterminación

La revelación de que el programa de misiles iraní sigue prácticamente intacto debería invitar a un replanteamiento profundo. Debería llevar a preguntarse por qué, a pesar de décadas de aislamiento, sabotaje y ataques directos, Irán ha logrado mantener e incluso avanzar en sus capacidades defensivas. La respuesta incómoda es que estas capacidades cuentan con un respaldo nacional amplio, que trasciende las divisiones internas, precisamente porque se perciben como una garantía de supervivencia frente a amenazas externas tangibles y explícitas.

En lugar de ello, el establishment de seguridad israelí y sus portavoces en Washington interpretan la noticia como un llamado a la acción. Esto confirma que el verdadero problema nunca fue el “peligro” de un ataque iraní no provocado—una narrativa que carece de credibilidad dado el abrumador poder de represalia conjunto de Israel y Estados Unidos—sino la mera existencia de una capacidad iraní para determinar los términos de cualquier confrontación futura.

La disputa, por tanto, no se centra en misiles o centrifugadoras. Se trata de si un país como Irán, o cualquier Estado del Sur Global que busque autonomía, tiene derecho a construir su propio escudo defensivo y a definir su rumbo político sin injerencia externa. El modelo aplicado en el Líbano—la negación sistemática de la soberanía mediante coerción y violencia—es el patrón que se pretende reproducir en Irán. La rectificación israelí evidencia que ese proyecto ha encontrado unos cimientos más sólidos de lo esperado.

Pero también funciona como advertencia: quienes buscan subordinar a otros rara vez se detienen ante un revés en los cálculos de inteligencia. Ajustan objetivos, incrementan la presión y reclaman más recursos. El ciclo de violencia y desestabilización, por desgracia, continúa. La responsabilidad de interrumpirlo recae en quienes comprenden que la disuasión no es una amenaza, sino la base de un equilibrio de poder más estable, y que la soberanía no es un privilegio exclusivo de ciertos actores occidentales, sino un derecho universal.