Publicada: viernes, 12 de diciembre de 2025 12:31

Lo que se presenció este 10 de diciembre en Oslo no fue una ceremonia, fue una farsa geopolítica. La entrega del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado constituye la culminación de una opereta mediática diseñada meticulosamente en los laboratorios de guerra psicológica de la OTAN.

Por Jean Flores Quintana

La imagen de la “silla vacía”, custodiada por sus hijos y amplificada por la prensa corporativa global como la BBC, no es un símbolo de persecución política como pretenden vender, sino la marca registrada de la impunidad. El Comité Noruego, degradado en la práctica a una oficina de relaciones públicas del Departamento de Estado, ha decidido condecorar no a una pacificadora, sino a la arquitecta más persistente de la violencia en Venezuela, convirtiendo su estatus jurídico de prófuga en un activo de marketing para el consumo europeo.

Pero el montaje se desmorona ante el peso de la verdad histórica. Mientras las élites del Norte Global aplauden este teatro, la reserva moral de América Latina alza la voz. Adolfo Pérez Esquivel, verdadero Nobel de la Paz (1980) y sobreviviente de los vuelos de la muerte, ha desnudado la infamia en una carta abierta que debería sonrojar a Oslo. Esquivel recuerda una verdad lapidaria: es éticamente incompatible dar el Nobel a quien solicita invasiones militares contra su propio país. Y la propia Machado, en un acto de obscenidad política, confirmó su alineación al dedicar el premio al “Presidente Trump”, calificándolo como el artífice de su lucha. No ofrendó el galardón al pueblo venezolano; lo entregó en bandeja de plata al capataz imperial responsable del bloqueo. Es la confesión de parte definitiva: no es un premio por la paz, es un bono por sumisión.

Para el análisis riguroso, es imperativo sacudir la amnesia y revisar el prontuario político de la premiada con calendario en mano. ¿De qué paz se habla? Se trata de la misma figura que firmó el decreto del dictador Carmona Estanga el 12 de abril de 2002, avalando la disolución de todos los poderes públicos. La misma que orquestó “La Salida” en febrero de 2014, una insurrección que sembró de cadáveres las calles de Caracas. La misma que en 2019 invocó el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) para exigir una intervención militar extranjera. Premiar esta hoja de vida es un insulto a la memoria histórica de la región.

Sin embargo, detrás de la retórica humanitaria, no hay ética, hay voracidad. La “Operación Machado” obedece a un objetivo material tangible. Estados Unidos, un imperio en decadencia agónica, necesita asegurar su suministro energético y clavar sus garras sobre dos siglas sagradas para la soberanía venezolana: PDVSA y CITGO.

¿Por qué el odio visceral de Washington contra el chavismo? Porque el proceso bolivariano cometió el “crimen” de demostrar que la riqueza petrolera podía ser redistribuida. La aritmética de la Revolución Bolivariana, iniciada en 1999, es el muro contra el que se estrella el dogma neoliberal: en más de dos décadas, el Estado venezolano destinó más del 70 % de su presupuesto a la inversión social.

No es propaganda, son datos verificables que explican la saña del bloqueo. Mientras la llamada Cuarta República (1958-1998), gobernada por un empresariado voraz y las cúpulas de Fedecámaras, dejó un país con más del 50 % de pobreza estructural, la Revolución logró una hazaña humanitaria durante la “década ganada”: más de 4 millones de personas salieron de la miseria absoluta y otros millones fueron incorporados a una clase media emergente. El Coeficiente de Gini alcanzó mínimos históricos, siendo reconocido por la CEPAL como el país menos desigual de la región.

A esto se suma la infraestructura para la vida: se construyeron 5 millones de viviendas dignas a través de la GMVV (Gran Misión Vivienda Venezuela) desde 2011, un hito que supera la capacidad per cápita de cualquier país de la OCDE. En educación, se erradicó el analfabetismo en 2005 (certificado por la UNESCO) y se elevó la matrícula universitaria de 700 mil a más de 2,6 millones de estudiantes. En salud, la Misión Barrio Adentro (2003) llevó la medicina gratuita a donde el mercado nunca llegó. Ese es el “mal ejemplo” que Machado, en su rol de liquidadora designada, pretende desmantelar para regresar a la noche neoliberal.

Es en este contexto donde debe leerse el doloroso capítulo de la diáspora. La narrativa hegemónica explota cínicamente la imagen del migrante venezolano para atacar al gobierno, pero oculta la causa raíz: la migración inducida mediante la asfixia económica programada. Los millones que partieron no lo hicieron huyendo de un modelo político que les otorgó vivienda y educación, sino escapando de la devastación del poder adquisitivo provocada por el bloqueo criminal que la propia Machado exigió en los pasillos de Washington. Es una paradoja macabra: Oslo premia a la mujer que cabildeó por las sanciones que pulverizaron el salario venezolano y forzaron la separación de las familias. La diáspora no es un trofeo de la oposición; es una víctima colateral de la guerra económica.

La evidencia del plan de saqueo es empírica: el caso Monómeros. Cuando la oposición, amparada en la ficción del “interinato” (2019-2022), tomó el control de esta petroquímica estatal en Colombia, la quebraron y desvalijaron. Si tal despojo ocurrió con una empresa de fertilizantes, el analista debe preguntarse: ¿qué festín no se darán con CITGO (CITGO Petroleum Corporation), el gigante refinador en EE.UU. valorado en 12 000 millones de dólares? El Nobel opera aquí como licencia de corso para legitimar este robo a gran escala.

Aquí emerge la esquizofrenia imperial descrita por el canciller ruso, Serguéi Lavrov: Estados Unidos odia la soberanía bolivariana, pero es adicto a su petróleo. Sus refinerías no operan eficientemente sin el crudo pesado venezolano. El Nobel a Machado busca resolver esa ecuación con la ayuda de la USAID, agencia que actúa no como caridad, sino como cajero automático de la injerencia.

Y es precisamente en el terreno judicial donde el cinismo norteamericano alcanza su clímax, exhibiendo un doble rasero vergonzoso. Mientras Washington fabrica la narrativa del “narcoestado” contra Venezuela —que no produce cocaína y derriba las avionetas del crimen—, su sistema judicial actúa como una puerta giratoria para los amigos de la casa. Estados Unidos libera, protege o reduce condenas a exmandatarios y capos latinoamericanos convictos por narcotráfico, siempre que hayan servido a sus intereses. Si eres un aliado que inunda de droga las calles de Nueva York pero obedeces a la CIA, eres perdonado; si eres un líder soberano, eres perseguido.

Además, hay que definir a Machado por sus amistades, porque dime con quién andas y te diré qué “paz” promueves. Ella no es un verso suelto; es la franquicia local de la Internacional del Odio”. Sus aliados carnales son Benjamín Netanyahu, ejecutor del genocidio en Gaza, y Javier Milei, quien desmantela el Estado argentino con una motosierra. ¿Cómo puede el Comité Noruego hablar de paz mientras premia a la socia de quienes bombardean hospitales en Palestina y hambrean a jubilados en el Río de la Plata? El Nobel a Machado es, por extensión, un guiño cómplice a la ultraderecha global.

No obstante, en Oslo y Washington subestiman la realidad geopolítica. Creen aislar a Caracas, pero la estrategia de asfixia ha fracasado al chocar con el mundo multipolar. No es solo el reciente contacto de alto nivel entre Vladimir Putin y Nicolás Maduro; es una arquitectura de alianzas mucho más compleja que aterra a Occidente. Venezuela ha tejido lazos inquebrantables con China, el gigante económico que garantiza inversiones; ha consolidado una hermandad operativa con Irán, clave para la reactivación tecnológica petrolera; y ha abierto rutas estratégicas con India, potencia sedienta de energía.

Mientras Europa premia fantasmas del pasado, Venezuela se integra con los motores reales de la economía global en los BRICS. Lo que está en juego no es un diploma escandinavo, es la soberanía de un pueblo que decidió ser libre. El Nobel a Machado es el intento desesperado de castigar la rebeldía histórica de Venezuela. Pero el cálculo falla. Venezuela no necesita premios de quienes financian genocidios; cuenta con la dignidad de sus logros sociales y su posición en la vanguardia del nuevo orden mundial. Que el Norte se quede con su medalla; el Sur se queda con la dignidad.