• El canciller iraní, Abás Araqchi (1.ª izq.), y sus homólogos de Turquía, Rusia, Azerbaiyán y Armenia, durante la tercera reunión de la plataforma de cooperación regional 3+3 en Estambul, Turquía, 18 de octubre de 2024.
Publicada: viernes, 12 de diciembre de 2025 13:08

La llamada Ruta Trump para la Paz y la Prosperidad Internacional (TRIPP, en sus siglas en inglés), no es solo un proyecto de infraestructura; es un desafío significativo para la visión que Teherán tiene de su entorno estratégico.

Por Xavier Villar

Para Irán, esta ruta, que conectaría a Turquía con Azerbaiyán y Asia Central a través del sur de Armenia, supera con mucho el ámbito del tránsito comercial. En los círculos estratégicos iraníes se interpreta como una iniciativa que podría consolidar una arquitectura regional diseñada por Ankara y Bakú y avalada por actores occidentales. Desde esta óptica, el corredor pondría en riesgo la capacidad de Irán para mantener un acceso directo a Eurasia y generaría vulnerabilidades adicionales en su frontera norte.

Esta preocupación refleja un cambio real en el equilibrio regional tras la guerra de Karabaj de 2020. Durante décadas, Teherán operó en el Cáucaso Sur con un enfoque centrado en preservar el statu quo. Este marco, garantizado en buena medida por la influencia predominante de Rusia, permitía a Irán desempeñar un papel moderado, actuar como mediador cuando era oportuno y evitar que potencias extrarregionales consolidaran una presencia prolongada. La victoria rápida de Azerbaiyán, apoyada por Turquía, alteró de manera decisiva este equilibrio y dejó a Irán frente a un escenario más incierto.

Aun así, la nueva situación no implica necesariamente una pérdida estructural para Irán. El país mantiene vínculos históricos y culturales profundos en la región y dispone de un margen de maniobra que le permite adaptarse a un entorno más competitivo. Si en ocasiones parece adoptar una postura revisionista, es principalmente porque intenta ajustar una arquitectura de seguridad que otros actores están redefiniendo sin tener en cuenta sus intereses. Más que tratar de restaurar el orden anterior, Teherán explora vías para preservar su acceso a corredores estratégicos y asegurarse una presencia constante en la ecuación regional.

Esta dinámica revela una tensión entre la aspiración iraní de actuar como un actor autónomo y la necesidad de gestionar las limitaciones impuestas por su geografía y su historia. Sin embargo, esta tensión no anula la capacidad de acción del país. La política exterior iraní en el Cáucaso combina elementos de prudencia y adaptación, y no responde únicamente a impulsos ideológicos. Teherán busca mantener su capacidad de influencia y evitar que la reconfiguración del Cáucaso Sur desemboque en un alineamiento regional que lo coloque en posición desventajosa.

La construcción de una narrativa: Irán la presión y la profundidad estratégica

Para comprender la cautela de Irán en el Cáucaso es necesario atender a la historia que el propio país utiliza para interpretar su posición. Esta narrativa no se basa en una visión romántica del pasado, sino en una memoria colectiva marcada por una geopolítica competitiva y, con frecuencia, implacable. Durante siglos el Cáucaso fue escenario de enfrentamientos entre imperios y el recuerdo de la pérdida de amplios territorios ante la expansión rusa en el siglo XIX sigue presente en el imaginario estratégico iraní. La posterior hegemonía soviética consolidó una barrera entre Irán y su vecindario septentrional, transformando a las repúblicas caucásicas y centroasiáticas en espacios percibidos como fuentes de vulnerabilidad política y militar.

El colapso de la Unión Soviética en 1991 pareció abrir una ventana de oportunidad. Teherán identificó la posibilidad de reconstruir una cierta profundidad estratégica en el Cáucaso y Asia Central mediante el fortalecimiento de vínculos culturales, comerciales y religiosos. Sin embargo, esa apertura coincidió con la emergencia de dos actores dispuestos a disputarle ese espacio. Turquía inició una política más activa hacia las regiones de mayoría túrquica y Azerbaiyán buscó distanciarse de cualquier asociación con modelos políticos islámicos.

A lo largo de los años Irán ha oscilado entre consideraciones pragmáticas e impulsos ideológicos, pero siempre ha mantenido un enfoque destinado a evitar que un solo actor pueda dominar el Cáucaso Sur. Apoyó discretamente a Armenia durante la primera guerra de Karabaj, no como apuesta estratégica a largo plazo, sino para equilibrar el peso de Azerbaiyán y mantener una capacidad de presión en un contexto donde Turquía empezaba a desempeñar un papel creciente.

Al mismo tiempo se ofreció como mediador en varias ocasiones con el objetivo de proyectar una imagen de interlocutor constructivo y de actor responsable. Esta aproximación, basada en la preservación de un statu quo imperfecto pero manejable, pretendía impedir que se consolidaran dinámicas irreversibles que limitaran la influencia iraní en su frontera septentrional.

El resultado fue un equilibrio frágil pero funcional que permitía a Irán mantenerse presente en el panorama regional sin verse forzado a una confrontación directa con ninguno de los actores principales. Ese margen de maniobra se ha reducido en la última década por la consolidación de la cooperación entre Turquía y Azerbaiyán, el declive relativo de Rusia en el Cáucaso y la creciente atención de actores externos.

Teherán ha visto cómo las condiciones que sustentaban su política tradicional en la región se han ido erosionando, aunque conserva la capacidad de influir en la configuración final del nuevo orden. Su desafío consiste en adaptarse a una arquitectura en transformación sin ver comprometidos sus intereses fundamentales en conectividad, seguridad fronteriza y acceso a Asia Central.

El nuevo teatro

La guerra de 2020 alteró profundamente el equilibrio regional que Irán había intentado preservar. Turquía, bajo el liderazgo del presidente Recep Tayyip Erdogan, dejó de lado cualquier papel secundario e intervino de manera decisiva. Proporcionó a Azerbaiyán tecnología militar avanzada, asesoramiento operativo y un respaldo político sostenido que modificaron el curso del conflicto. El resultado fue algo más que una victoria militar de Bakú. Marcó el nacimiento de una alianza estratégica que analistas turcos describen como dos estados, un ejército. A partir de ese momento, Turquía dejó de ser un actor periférico en el Cáucaso para convertirse en uno de los arquitectos del nuevo orden regional.

Para Irán, este ascenso turco tiene varias dimensiones y ninguna es menor. Se manifiesta en tres niveles interrelacionados que reconfiguran el tablero estratégico del Cáucaso Sur.

El desafío militar y político. La alianza entre Ankara y Bakú se ha convertido en el eje de poder más dinámico de la región. Su consolidación se formalizó en la Declaración de Shushá de 2021 y se ha reforzado mediante ejercicios militares anuales que incluyen a Turquía, Azerbaiyán y Georgia. Esta red de cooperación deja a Irán en una posición de creciente aislamiento militar, con Armenia como único socio regional significativo. Sin embargo, Armenia se encuentra debilitada, traumatizada por la derrota militar y cada vez más alejada del paraguas de seguridad ruso.

El proyecto pan-turco. Más allá de las implicaciones estrictamente militares, Teherán observa con inquietud el marco ideológico que acompaña la expansión turca. La revitalización de la Organización de Estados Turcos, que busca promover la integración cultural y económica del mundo túrquico desde Anatolia hasta Asia Central, es percibida en Irán como un desafío directo a su cohesión e integridad territorial.

La preocupación es que este discurso pueda alimentar el nacionalismo entre la comunidad azerí iraní. La recitación por parte de Erdogan de un poema en 2020 que parecía lamentar la división del pueblo azerí a ambos lados de la frontera iraní fue interpretada en Teherán como una señal de advertencia sobre la posible instrumentalización de estas identidades.

La amenaza geoeconómica del TRIPP.  Este proyecto es el núcleo de las preocupaciones estratégicas iraníes. El corredor, previsto en el acuerdo de alto el fuego de 2020, crearía una ruta terrestre directa a través del sur de Armenia que conectaría a Turquía con Najicheván y posteriormente con el resto de Azerbaiyán y el litoral del Caspio. En términos prácticos, desplazaría a Irán de un eje tradicional de tránsito y limitaría su papel en la conectividad euroasiática. Para Turquía y Azerbaiyán, el corredor representa una pieza fundamental en su estrategia de integración regional. El presidente azerbaiyano Ilham Aliyev ha afirmado que este proyecto contribuirá a unir al mundo túrquico.

Para Irán, el mensaje implícito es inquietante, sugiere un futuro en el que los principales corredores comerciales entre Europa y Asia podrían desarrollarse al margen de su territorio. La economía iraní, ya sometida a un régimen de sanciones, perdería ingresos de tránsito y su único acceso terrestre a Armenia quedaría vulnerado por una infraestructura controlada por actores que en Teherán se consideran rivales estratégicos.

La respuesta de Irán: Recalibrando el lenguaje de su poder

Ante un panorama profundamente transformado, Irán se ha visto obligado a ajustar su estrategia en el Cáucaso. Su respuesta combina pragmatismo táctico, reafirmación de prioridades estratégicas y una búsqueda activa de nuevas fórmulas de influencia en un escenario que evoluciona con rapidez.

Uno de los giros tácticos más visibles se produjo durante la guerra de 2020. Después de décadas de mantener un equilibrio cuidadosamente gestionado, figuras de alto nivel en Teherán, incluido el Líder de la Revolución Islámica, expresaron públicamente su apoyo a la recuperación de los territorios azeríes, presentados como tierras musulmanas bajo ocupación. La decisión reflejó una apuesta calculada. Al prever una victoria de Azerbaiyán, Irán buscó asegurarse un papel en la fase posterior al conflicto y evitar un incremento descontrolado de la influencia turca e israelí en su frontera norte. Se trató de un ejercicio de realismo político que dejó de lado el marco ideológico que suele orientar su política exterior en Oriente Medio (Asia Occidental).

Sin embargo, este giro no generó los beneficios esperados. Teherán quedó al margen de los principales proyectos de reconstrucción impulsados por Bakú y observó con creciente preocupación la consolidación de la cooperación militar y de inteligencia entre Azerbaiyán e Israel. Estas dinámicas han llevado a Irán a ajustar nuevamente su postura. El aumento de contactos diplomáticos de alto nivel con Armenia y la apertura de un consulado en Syunik, indican un retorno parcial a una política más cercana a Ereván. El objetivo es crear un contrapeso regional y asegurar que Irán mantenga un acceso estable a Armenia, un corredor crucial para su conectividad euroasiática.

Paralelamente, Irán ha promovido marcos diplomáticos más amplios con la esperanza de institucionalizar su papel en la región. La iniciativa conocida como formato 3+3, que reúne a Rusia, Turquía e Irán con las tres repúblicas del Cáucaso, busca replicar un modelo de negociación multilateral similar al empleado en Siria. Aunque el mecanismo ofrece un canal para la gestión política de tensiones, su efectividad ha sido limitada en un entorno donde la alianza entre Turquía y Azerbaiyán marca el ritmo y define las prioridades.

Conclusión: ¿Un nuevo guion o un viejo dilema?

Irán se aproxima hoy al Cáucaso Sur no como un actor revolucionario en busca de expansión, sino como una potencia regional que intenta preservar su margen de maniobra en un entorno profundamente alterado. Su estrategia está impulsada menos por una agenda ideológica que por la necesidad de evitar una erosión de su influencia y un aislamiento que podría limitar su acceso a los circuitos económicos y políticos de Eurasia.

Más que la expansión de modelos ajenos, lo que inquieta a Teherán es la configuración de un orden regional marcado por la creciente centralidad turca y la participación activa de Israel, en un momento en que Rusia, tradicional árbitro del equilibrio en el Cáucaso, presta menos atención a su periferia sur.

No obstante, este esfuerzo se ve condicionado por limitaciones persistentes. La retórica de confrontación con Occidente no encaja con las prioridades de los estados del Cáucaso, que buscan integrarse en cadenas de valor globales. Las sanciones económicas dificultan que Irán compita con las inversiones turcas o europeas, y su necesidad de equilibrar el avance de Ankara lo empuja hacia una cooperación más estrecha con Moscú, un socio cuyo margen de actuación en la región es cada vez más estrecho.

El Cáucaso Sur se convierte así en un reflejo del dilema estratégico más amplio al que se enfrenta Irán. Se trata de un país con aspiraciones a desempeñar un papel autónomo en el orden internacional, pero condicionado por una geografía exigente y un entorno político que limita las oportunidades de proyectar su influencia más allá de su vecindario inmediato. El reto consiste en transformar una política centrada en mantener espacios tradicionales de influencia en una estrategia que ofrezca propuestas creíbles para el futuro regional. Lograrlo exigirá no solo capacidad diplomática, sino también ajustes internos que permitan a Irán participar en las dinámicas económicas emergentes con mayor seguridad y previsibilidad.