Por: Hussein Mousavi *
Cuando Tom Barrack, enviado especial de EE. UU. para Siria y embajador en Turquía, calificó a Líbano de “estado fallido” dirigido por una “organización terrorista extranjera”, sus palabras no solo reflejaban condescendencia, sino también una amnesia histórica.
Barrack, un millonario amigo del presidente estadounidense Donald Trump, afirmó que EE.UU. “no se involucrará más profundamente en una situación en la que un estado fallido marque el ritmo”, añadiendo que Washington “apoyaría al régimen israelí si se volviera más agresivo hacia Líbano”.
Tales comentarios encajan perfectamente en la narrativa de largo plazo de Washington: la disfunción de Líbano es autoimpuesta y el resultado inevitable de la corrupción y los grupos armados.
Sin embargo, una mirada más cercana a las últimas seis décadas cuenta una historia diferente. Gran parte de la vulnerabilidad de Líbano no fue auto-infligida, sino creada, directa o indirectamente, por EE.UU. y otras potencias hegemónicas occidentales.
El abortado programa espacial de Líbano
A principios de la década de 1960, Líbano estaba lejos de ser un estado frágil o dependiente. Sus científicos estaban construyendo cohetes y logrando avances notables en varios campos.
Entre 1960 y 1967, la Sociedad Libanesa de Cohetes, en colaboración con el ejército nacional, desarrolló el “Proyecto Cedro”, produciendo una serie de misiles experimentales, desde el Cedro 3 hasta el Cedro 8.
Para un país tan pequeño, esto representaba un símbolo de ambición, innovación y autoconfianza: un Líbano que aspiraba a liderar, no a seguir. Y luego, de manera abrupta, todo se detuvo.
La presión occidental, especialmente de EE.UU. y Francia, puso fin discretamente al programa. La razón era simple: un Líbano tecnológicamente avanzado junto al régimen israelí era considerado “incómodo”.
Ese apagón silencioso marcó una de las primeras intervenciones diseñadas para mantener a Líbano estratégicamente débil y dependiente.
Quince años después, fue la resistencia libanesa, no la ayuda extranjera, la que comenzó a restaurar ese sentido de poder y dignidad perdidos.
Una política de dependencia permanente
A partir de ese momento, Washington se negó de manera constante a equipar a las Fuerzas Armadas Libanesas con los medios para defender las fronteras del país. La justificación nunca cambió: Ningún estado árabe debía poseer un poder militar significativo para garantizar la “seguridad” del régimen israelí.
Cada vez que Beirut solicitaba sistemas de defensa modernos —defensa aérea, artillería pesada o vigilancia avanzada— Washington retrasaba, negaba o desviaba discretamente los acuerdos.
El resultado fue predecible: un ejército dependiente y una nación dividida.
¿Quién defendería a Líbano si fuera atacado de nuevo? La invasión israelí de 1982 proporcionó la respuesta. No fue el ejército, sino la resistencia quien defendió el país.
Hoy, la crítica de Barrack a las armas del Movimiento de Resistencia Islámica de El Líbano (Hezbolá) ignora esta contradicción básica. EE.UU. nunca quiso que Líbano poseyera un disuasivo, ni uno estatal ni uno popular.
Crisis fabricada en las salas de juntas de Washington
Avancemos rápidamente hasta 2019, cuando el sistema financiero de Líbano colapsó. Miles de millones desaparecieron del Banco Central y de las instituciones privadas.
En el centro del colapso estaba Riyad Salameh, el gobernador del Banco Central, que ahora está siendo investigado en Europa por malversación, lavado de dinero y falsificación.
Durante décadas, Salameh gozó de la plena confianza de Washington. Se le presentaba como el “garante de la estabilidad”, el modelo de banquero central perfectamente alineado con las doctrinas económicas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de EE.UU.
Pero su caída expuso una incómoda verdad: las mismas redes que Washington promovió —Salameh y la Asociación de Bancos— fueron las arquitectas del colapso económico de Líbano.
Así que cuando Barrack califica hoy a Líbano como un estado fallido, está condenando las ruinas de una casa que Washington mismo ayudó a diseñar.
Cuando las sanciones de EEUU apagaron las luces
Tras el colapso de 2019, Líbano se sumió en la oscuridad literal.
A medida que la escasez de combustible empeoraba, Irán ofreció enviar cargamentos, y la resistencia libanesa se comprometió a distribuirlos de manera justa, sin sesgo político ni sectario.
Los halcones en EE.UU. respondieron con amenazas, no con soluciones.
Funcionarios estadounidenses, incluida la entonces embajadora Dorothy Shea, advirtieron a Beirut que aceptar la ayuda iraní violaría las sanciones de EE.UU. El enviado Amos Hochstein no ofreció alternativas claras, mientras que el Departamento del Tesoro se negó a conceder excepciones.
La administración Biden bloqueó los envíos de combustible iraní y luego no cumplió con la entrega del combustible alternativo prometido.
Este episodio dejó al descubierto el doble rasero de Washington: Líbano no podía comprar energía asequible a sus vecinos o aliados, ni podía confiar en sus “socios” occidentales.
El sufrimiento que siguió no fue daño colateral, sino una política deliberada.
* Hussein Mousavi es periodista y comentarista libanés.
Texto recogido de un artículo publicado en Press TV.
