Por Alberto García Watson
Las filtraciones desde ese centro de detención, en el desierto del Néguev, muestran a soldados israelíes golpeando y abusando sexualmente de prisioneros palestinos.
Las autoridades militares confirmaron la autenticidad de los videos, y el escándalo provocó la renuncia de Yifat Tomer-Yerushalmi, fiscal jefe del ejército, quien reconoció haber filtrado uno de los videos en un intento de justificar a los agresores.
Organizaciones como el Palestinian Centre for Human Rights (PCHR), B’Tselem y HaMoked documentan desde hace años un patrón sistemático de abusos: tortura, violencia sexual, celdas de hacinamiento extremo y detenciones prolongadas sin cargos.
En el caso de Sde Teiman, los soldados acusados enfrentan cargos reducidos “abuso agravado” y “conducta inapropiada”, lejos de lo que el Derecho Internacional Humanitario calificaría como crímenes de guerra.
Los niños detenidos: la infancia como objetivo de la represión
Las víctimas de este sistema no son solo adultos. Cada año, según Defence for Children International–Palestine (DCIP), entre 500 y 700 menores palestinos son arrestados por las fuerzas israelíes, la mayoría en redadas nocturnas en Cisjordania.
Muchos son interrogados sin abogado ni familiares, obligados a firmar confesiones en hebreo, un idioma que no comprenden.
Diversas ONG, incluidas B’Tselem y Human Rights Watch, han documentado palizas, amenazas, aislamiento prolongado y, en algunos casos, abusos sexuales o humillaciones de carácter sexual durante la detención e interrogatorio.
Cuando la justicia es selectiva
Aquí empieza la ironía.
En Ucrania, cualquier violación de derechos humanos es, con razón, objeto de condena, sanciones y llamados a la Corte Penal Internacional.
En Palestina, la violación sistemática de derechos humanos se enfrenta con silencios diplomáticos y renovaciones de acuerdos de cooperación.
La Unión Europea, tan rigurosa a la hora de sancionar a Moscú, mantiene con Israel un estatus de socio preferencial en comercio, investigación y defensa.
Estados Unidos, que multiplica sanciones en nombre de la democracia, destina cada año más de 3800 millones de dólares en ayuda militar a Israel, incluso en los periodos de mayor violencia contra la población civil palestina.
La coherencia moral occidental parece seguir una fórmula simple: Los crímenes son intolerables cuando los cometen los enemigos, pero justificables cuando los cometen los aliados.
Los héroes de la vergüenza
Dentro de Israel, el fenómeno es aún más inquietante. Soldados acusados de abusos y torturas reciben apoyo público, aplausos, bendiciones religiosas y defensa política.
Lo que debería ser una vergüenza nacional se convierte en símbolo de patriotismo.
El tribunal no sanciona; absuelve.
El público no condena; aplaude.
Y los mismos líderes que prometen ética y justicia convierten la impunidad en una forma de identidad colectiva.
La hipocresía como política exterior
Cuando los líderes europeos visitan Kiev, posan entre ruinas y proclaman que “la libertad está en juego”.
Pero cuando se trata de Gaza, la libertad ni siquiera se menciona. Los discursos se llenan de tecnicismos, las cifras se relativizan y los derechos humanos se vuelven una cuestión “compleja”.
El resultado es una obscena asimetría:
- En Ucrania, la defensa de la soberanía es un deber moral.
- En Palestina, la ocupación perpetua es un “asunto geopolítico sensible”.
Las palabras “nunca más” se repiten como mantra, mientras las imágenes de cuerpos palestinos amontonados son clasificadas como “material sensible” para no incomodar a los aliados.
Epílogo: la civilización según conveniencia
La medida real de una civilización no está en sus discursos, sino en las vidas que decide proteger. Y Occidente, con toda su retórica de libertad y legalidad, ha decidido que algunas vidas, las palestinas, pueden ser suspendidas en el limbo de la impunidad.
No es ignorancia: es una elección política. Una elección que convierte la palabra “derechos humanos” en un eufemismo para “privilegios occidentales”.
Al final, todo se resume en una amarga certeza: La vida humana vale distinto según el lado del muro donde se haya nacido.
