En la madrugada del 13 de junio de 2025, misiles de precisión israelíes alcanzaron varios apartamentos en Teherán. Los objetivos, según una investigación conjunta de The Washington Post y PBS Frontline publicada el pasado 17 de diciembre, eran figuras clave del programa nuclear iraní. Lo que el extenso reportaje presenta como periodismo de alto nivel, una reconstrucción detallada de la denominada “Operación Narnia”, funciona en realidad como algo distinto. No se trata de un análisis de seguridad, sino de un ejercicio inquietante de teología política. Más que explicar el uso de la fuerza, la narrativa contribuye a su normalización, articulando un lenguaje que racionaliza y depura moralmente la violencia estatal en sus formas más extremas: el asesinato selectivo extrajudicial, la ocupación militar y el bombardeo de civiles.
El artículo, titulado “Killing the ‘brain trust’: How Israel targeted Iran’s nuclear scientists”, ofrece un caso de estudio revelador de cómo el lenguaje técnico de la seguridad funciona como un velo, convirtiendo actos de dominación política en operaciones quirúrgicas investidas de una lógica superior. La narrativa no debate, consagra. No somete los hechos a examen crítico, los ritualiza. Cada término está cuidadosamente seleccionado no solo para describir, sino para transformar el significado mismo de la violencia que presenta.
I. El ritual léxico: “precisión”, “oportunidad operacional” y la maquinaria de la razón
La operación comienza con el lenguaje. A lo largo del texto se construye un repertorio de términos cuya autoridad proviene de registros técnicos e impersonales: “oportunidad operacional”, “ataques de precisión”, “coordinación de inteligencia”, “armamento nuevo y sofisticado”, “diezmar el núcleo intelectual”. La reiteración de este vocabulario no es neutra. Funciona de forma ritual, generando una sensación de inevitabilidad y racionalidad incontestable. La política se disuelve en una lógica que se presenta como puramente técnica, como si la decisión misma emanara de una necesidad objetiva más que de una elección estratégica.
El gesto fundacional de este ritual es la eliminación del sujeto político. Israel deja de aparecer como un Estado con intereses específicos, trayectorias históricas y una agenda ideológica reconocible, para convertirse en un agente abstracto de la “seguridad global”, ejecutor de un principio trascendente asociado a la no proliferación. Sus acciones, descritas como pasos que “reforzaron” su capacidad para “diezmar a los aliados iraníes”, no se leen como escaladas en una disputa regional por hegemonía, sino como movimientos lógicos dentro de una secuencia predeterminada. La decisión de atacar no emerge de cálculos contingentes, sino que se presenta como la consecuencia casi automática de una cadena de “acontecimientos” que “impulsaron la planificación israelí”: la caída de Al-Asad, el debilitamiento de Hezbolá. La agencia se diluye en el flujo de los acontecimientos y queda así depurada de voluntad política.
Este lenguaje alcanza su punto culminante en la representación de las víctimas. Los científicos iraníes mencionados no aparecen como sujetos con biografías, vínculos familiares o pertenencias nacionales, sino como funciones dentro de un sistema: “físico teórico y experto en explosivos”, “físico nuclear”. Son reducidos a capacidades técnicas que pueden ser “diezmadas”, un verbo que sugiere una operación cuantitativa sobre un conjunto abstracto, nunca el asesinato deliberado de individuos en espacios civiles. Las muertes colaterales, cuando se mencionan, quedan rápidamente subsumidas bajo la fórmula de la “minimización de daños colaterales”.
En boca de un alto oficial de inteligencia israelí, esta expresión opera como una forma de absolución preventiva. Los cráteres donde antes había viviendas dejan de ser escenas de pérdida humana y pasan a funcionar como datos verificables mediante herramientas de investigación de fuentes abiertas, entradas más en el inventario técnico del conflicto.
II. La Teología del “Monopolio de la Violencia Legítima” y el Espectro Iraní
Toda liturgia necesita un demonio frente al cual definir la santidad del poder. En este relato, Irán cumple esa función esencial como encarnación del caos amenazante, la alteridad absoluta. Su programa nuclear aparece definido, por construcción narrativa, como dedicado a las “artes oscuras” de la bomba. Aunque el propio texto reconoce que ni la CIA ni el Mossad creían que Irán hubiera iniciado la fabricación de un arma nuclear, y que el Líder Supremo mantiene una fatua en su contra, la sospecha se convierte en certeza. La posibilidad técnica se transmuta en intención demoníaca. La “desafiante” reacción iraní tras los ataques no se interpreta como la respuesta previsible de un Estado soberano bombardeado, sino como una confirmación de su supuesta irracionalidad inherente.
Mientras la violencia israelí es depurada mediante un lenguaje técnico y procedimental, la violencia iraní, real o potencial, queda confinada al terreno de lo puramente político, lo vengativo, lo terrorista. Las represalias iraníes “alcanzaron escuelas, hospitales y otros objetivos civiles”. No aparecen aquí calificativos como “precisión” ni referencias a “oportunidades operacionales”. Se trata de violencia desnuda, no purificada. Esta asimetría narrativa es central: consolida un monopolio occidental-israelí sobre la legitimidad del uso de la fuerza, incluso cuando su escala y letalidad resultan muy superiores. La “seguridad” deja así de ser un concepto relacional o recíproco para convertirse en un atributo exclusivo de un campo geopolítico determinado.
La participación estadounidense funciona como el deus ex machina de esta liturgia. Trump no aparece como un actor errático o imprevisible, sino como un árbitro que “quería dar una oportunidad a la diplomacia nuclear”, cuyo ultimátum de 60 días otorga una apariencia de legalidad procesal a una operación militar ya en marcha. La “diplomacia y la desinformación” se presentan como expresiones legítimas de astucia estratégica. La “propuesta final” transmitida a Irán a través de Qatar, con exigencias cercanas a la capitulación total, se ofrece como prueba de la paciencia y buena fe de Washington, no como el ejercicio cínico que cualquier analista de relaciones internacionales reconocería. El hecho de que Estados Unidos participara plenamente en la planificación mientras escenificaba una supuesta “ruptura” con Israel no se problematiza como una traición a la diplomacia, sino que se celebra como una maniobra inteligente. El engaño al público global y a Irán queda así justificado como parte inherente de las “operaciones secretas”.
III. Los Cuerpos que la Narrativa No Puede Absorber Completamente: Las Fisuras del Relato
Sin embargo, incluso dentro de este ritual cuidadosamente construido, aparecen fisuras. El propio trabajo de The Washington Post y de Bellingcat, al documentar de forma minuciosa 71 víctimas civiles en apenas cinco ataques, introduce una evidencia que la liturgia no logra purificar por completo. La imagen del hijo adolescente de Mohamad Reza Sediqi Saber, muerto en lugar de su padre, o la del bebé asesinado en el llamado “Complejo de los Profesores”, persiste como un residuo irreductible. Estos cuerpos no se disuelven del todo en la categoría de “daños colaterales”. Funcionan como recordatorios silenciosos e incómodos de que la “precisión” es siempre una metáfora espacial, nunca ética: puede alcanzar un apartamento concreto, pero no contener la metralla histórica de odio, duelo y violencia que desata.
La cita de Amir Tehranchi, hermano de una de las víctimas, introduce una verdad que desestabiliza la lógica misma de la “decapitación” del programa: “Con el asesinato de estos profesores, ellos pueden haber desaparecido, pero su conocimiento no se pierde”. Aún más contundente resulta la declaración de Ali Lariyani: “Porque una vez que se ha descubierto una tecnología, no pueden arrebatarte ese descubrimiento”. Estas voces iraníes, marginales dentro de la arquitectura del artículo, apuntan al fallo estructural de la teología de la seguridad: la creencia de que la violencia puede borrar el conocimiento, neutralizar la resistencia o anular la soberanía. Lo que produce, de manera sistemática, es lo contrario: la consolidación del resentimiento nacional, la aceleración de la búsqueda de autosuficiencia, como muestra la reconstrucción de capacidades misilísticas con apoyo chino, y una erosión irreversible de las normas que, con mayor o menor hipocresía, alguna vez pretendieron sostener el orden internacional.
IV. La Purificación del Poder y el Futuro de la Guerra
“Operación Narnia” no es solo el nombre de una campaña de asesinatos. Es, casi sin proponérselo, una metáfora precisa. Narnia es un mundo al que se accede a través de un armario, un reino con reglas propias, separado de la realidad cotidiana. Así funciona la narrativa del Washington Post: invita al lector a entrar en un armario poblado de fuentes anónimas de inteligencia, armamento especializado y oportunidades operacionales, un espacio donde la violencia ha sido despojada de su peso político y moral y donde solo existen problemas técnicos y soluciones técnicas.
Al adoptar sin distancia crítica el léxico y la perspectiva de los planificadores de seguridad israelíes y estadounidenses, el reportaje pasa a formar parte de la operación. No de la operación militar, sino de una operación discursiva más decisiva: la que establece, una y otra vez, quién tiene el poder de definir la realidad, de nombrar las amenazas y de ejercer la violencia legítima. La “investigación” se convierte así en un instrumento de poder, en un mecanismo para consolidar una ortodoxia en la que el imperialismo no se reconoce como tal, sino que se reviste con el lenguaje sacralizado de la “seguridad nacional” y la “racionalidad estratégica”.
El resultado final de esta liturgia no es una comprensión más profunda del conflicto entre Irán e Israel ni de las dinámicas destructivas de la proliferación en Oriente Medio (Asia Occidental). Es la normalización de un estado de excepción permanente, en el que el asesinato extrajudicial y la guerra preventiva dejan de ser recursos extremos para convertirse en herramientas de primera instancia. Un orden en el que la soberanía de algunos Estados es inviolable, mientras que la de otros es condicional, supeditada a la “oportunidad operacional” de quienes se han arrogado el papel de guardianes del orden.
Al final, el artículo del Post plantea una pregunta incómoda que va más allá de los detalles de la Operación Narnia: ¿qué ocurre cuando el periodismo, en su búsqueda de acceso a los corredores del poder, acaba repitiendo el lenguaje de esos mismos corredores? Lo que queda no es análisis, sino un misal para una fe antigua y profundamente terrenal: la creencia de que el poder, si se ejerce con el vocabulario adecuado y la convicción suficiente, puede lavarse las manos ante la historia. Pero la historia, como los cráteres en Guilán o el conocimiento que no puede ser asesinado, tiene una persistencia incómoda. Se niega, una y otra vez, a ser purificada.
