• Humo se eleva desde el Centro Médico Soroka tras un ataque con misiles iraníes contra Israel, Beersheba, Israel, 19 de junio de 2025. (Foto: Reuters)
Publicada: miércoles, 12 de noviembre de 2025 18:54

En Asia occidental, la ilusión del control sigue siendo más poderosa que el control mismo. La política hacia Irán, marcada por la presión externa y la obsesión con el cambio de régimen, ha demostrado una y otra vez que las soluciones simples son, en realidad, espejismos peligrosos.

Por Xavier Villar

La reciente filtración a la cadena pública israelí KAN —en la que un alto funcionario aboga por “derrocar al régimen iraní” antes de que concluya la administración Trump, en enero de 2029— añade un nuevo capítulo a un manual estratégico cuya ineficacia ha quedado repetidamente demostrada. Detrás de la retórica belicosa, sin embargo, se perfila un argumento más sobrio: la estrategia israelí, fundada en la coerción y la desestabilización, no solo está fallando, sino que está reforzando aquello que pretendía destruir. Lo que queda es una apuesta a la desesperada, una demostración de fuerza después de haber agotado la capacidad de sorpresa en la guerra de junio y sin haber provocado una sola deserción significativa.

La narrativa dominante en Washington y Tel Aviv presenta a la República Islámica como un coloso con pies de barro, siempre al borde del colapso interno. Es una lectura peligrosamente simplista.

El sistema político iraní ha demostrado una capacidad de resistencia que con frecuencia se pasa por alto. Creer que una combinación de amenazas, sanciones y ataques puntuales puede precipitar su caída es ignorar cuatro décadas de adaptación y consolidación frente a una presión externa casi ininterrumpida. La República Islámica, lejos de desmoronarse, ha aprendido a transformar la agresión exterior en una fuente de legitimidad interna, enmarcando cada desafío no como un ataque a su poder, sino como un asalto a la soberanía revolucionaria de la nación.

La guerra de junio de 2025 marcó un punto de inflexión, un evento que merece un examen desapasionado más allá de los titulares. Los ataques, sin duda significativos, fueron presentados como un golpe devastador a las capacidades iraníes. Pero lo que sucedió a continuación resulta más revelador que el impacto de las bombas: no hubo levantamientos populares, ni protestas exigiendo el desmantelamiento del programa de defensa, ni señales de fractura en la lealtad institucional.

La respuesta del Estado fue, por el contrario, metódica: reconstrucción de instalaciones, traslado de infraestructuras críticas y aceleración de los programas subterráneos. Las imágenes de satélite de los cráteres en Natanz, cubiertos de tierra, no simbolizan derrota, sino una voluntad de resistencia y recuperación que los adversarios de Irán parecen incapaces de calibrar.

Este episodio puso de relieve un fracaso estratégico de primer orden para Israel. Durante décadas, la doctrina de seguridad israelí se ha sustentado en la disuasión creíble a través de una superioridad militar abrumadora.

El ataque a gran escala de junio, sin embargo, expuso los límites de ese enfoque: no logró disuadir a Irán de continuar con sus actividades nucleares dentro del marco de su programa civil, ni alteró la determinación estratégica de Teherán. Peor aún, pudo haber producido el efecto contrario al buscado: acelerar y reforzar el programa de defensa iraní, ahora más disperso, protegido y resuelto que nunca.

Más reveladora aún fue la campaña de intimidación que siguió, notable tanto por su alcance como por su ineficacia. Según informes ampliamente difundidos, la agencia de espionaje israelí Mossad recurrió a llamadas en frío a funcionarios iraníes, con amenazas directas incluso hacia sus familias.

Este nivel de presión, más propio de una película de espionaje que de operaciones de seguridad realistas, no logró su objetivo: no provocó deserciones, grabaciones filtradas ni signos visibles de pánico. Por el contrario, probablemente reforzó la determinación de sus destinatarios y proporcionó al aparato de seguridad iraní un argumento tangible para su propaganda interna.

Cuando la coerción alcanza tal extremo y aun así fracasa, indica que se ha topado con un muro de resistencia mucho más sólido de lo previsto. Este episodio pone de relieve una verdad incómoda: la lealtad del establishment de seguridad iraní al sistema es más fuerte que cualquier amenaza externa.

La estrategia israelí parece basarse en un error de diagnóstico fundamental: confunde la existencia de tensiones internas con deslealtad nacional. Es cierto que hay fricciones dentro de la sociedad iraní, vinculadas a la economía y a la gestión gubernamental. Pero la experiencia reciente en la región, de Irak a Libia, ofrece una advertencia clara: la intervención externa, especialmente por parte de actores percibidos como hostiles, tiende a consolidar un sentimiento de unidad frente a la presión extranjera. La mayoría de los iraníes no desean que su futuro sea decidido desde Tel Aviv o Washington. La soberanía sigue siendo un pilar central de la identidad nacional iraní moderna.

La cuestión nuclear es un ejemplo paradigmático de este choque de narrativas. Desde la perspectiva de Teherán, su programa de enriquecimiento de uranio y el desarrollo de misiles constituyen elementos esenciales de su doctrina de autonomía y disuasión respectivamente.

Esta postura se fundamenta en lecciones extraídas de la guerra Irán-Irak en los años 80, cuando el mundo permaneció casi indiferente ante el uso de armas químicas contra su país, y de las posteriores invasiones a Afganistán e Irak, que lo rodearon de fuerzas estadounidenses.

Cuando el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, afirma que “buscamos la paz, pero no seremos coaccionados para abandonar nuestra ciencia nuclear o nuestro derecho a defendernos”, no se trata de una bravata vacía. Está articulando una postura de seguridad nacional profundamente arraigada en una experiencia histórica traumática.

La negativa de Irán a permitir el acceso sin restricciones a instalaciones como Fordo por parte de los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) debe entenderse en este contexto. No se trata únicamente de un acto de opacidad, sino de una respuesta calculada a lo que se percibe como una campaña de espionaje encubierto bajo la bandera de la verificación. Cada dato de localización, cada plano estructural, podría, en esa lógica, emplearse para planificar un eventual ataque.

En un entorno percibido como una amenaza existencial, la transparencia absoluta se considera un suicidio estratégico.

Mientras tanto, la máquina de presión económica sigue en funcionamiento. Las sanciones estadounidenses, cuyo levantamiento Irán ha buscado persistentemente, han tenido un impacto significativo en la economía y en la vida cotidiana de su población. Pero, una vez más, los resultados estratégicos son ambiguos. Si el objetivo era doblegar la política exterior de la República Islámica o provocar un levantamiento interno, ha fracasado.

En cambio, las sanciones han incentivado una economía de resistencia y han llevado a Irán a profundizar sus vínculos con actores extrarregionales como Rusia y China, contribuyendo a consolidar un orden mundial multipolar menos susceptible a la presión occidental. El resultado neto es un Irán más autosuficiente y menos integrado en el sistema occidental, pero no necesariamente más débil ni más complaciente.

La idea de que Israel, quizás con un último impulso de la administración Trump, pueda intentar asestar un golpe definitivo a la República Islámica es, en realidad, una quimera peligrosa. No existe una varita mágica capaz de provocar un cambio de régimen en un país con profundas raíces históricas y políticas.

Lo que sí existe es un riesgo tangible de escalada descontrolada. Un ataque a gran escala contra instalaciones nucleares iraníes no derrocaría al gobierno en Teherán; podría desencadenar una guerra regional de proporciones catastróficas, mucho mayores que las de la guerra impuesta de 12 días en pasado junio. Los misiles de precisión de Irán, aunque no infalibles, proporcionan una capacidad defensiva significativa, suficiente para disuadir agresiones directas.

Para cualquier observador racional, el cálculo costo-beneficio evidencia la resiliencia de Irán frente a la presión externa y la improbabilidad de un cambio de régimen impuesto desde fuera.

La obsesión israelí con el cambio de régimen es un espejismo que dificulta una comprensión realista del panorama. Irán no es un “régimen tambaleante” a punto de colapsar, sino una estructura política con profunda memoria histórica y notable capacidad de resistencia.

La guerra de junio y sus secuelas no revelaron la debilidad iraní, sino los límites del poder coercitivo israelí. Las amenazas de Mossad, lejos de intimidar a la élite iraní, se perciben como gestos simbólicos que evidencian la bancarrota estratégica y moral de este enfoque. Persistir en esta línea no constituye una política sensata, sino una fantasía peligrosa que solo puede generar más conflicto, mayor inestabilidad y sufrimiento para los pueblos de la región.

El primer paso hacia una seguridad duradera no consiste en derrocar un régimen, sino en abandonar la ilusión de que eso es posible y asumir la compleja realidad de una región donde la coerción ha agotado gran parte de su eficacia.