Por: Zainab Zakariyah *
En 2007, el general Wesley Clark, excomandante supremo aliado de la OTAN, reveló que poco después de los atentados del 11 de septiembre, se le mostró un memorando secreto del Pentágono que detallaba un plan para “eliminar siete países en cinco años”: Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia, Sudán e Irán.
Casi dos décadas después, esa estrategia en las sombras aún resuena. Y es a través de esta lente que debemos ver la tragedia de Sudán.
Lo que ocurre en Sudán no es una guerra civil. Es una lucha por el poder global disfrazada de conflicto interno, un campo de batalla de proxy donde imperios, viejos y nuevos, luchan por tierras, recursos y rutas.
Como siempre, son los africanos comunes quienes pagan el precio de la ambición imperial. Sudán no se desgarra por casualidad; ha sido elegido, una vez más, como un peón en la larga guerra por el control: control del oro, los puertos, las tierras agrícolas y los corredores comerciales que conectan África con el mundo.
Bajo el humo y la sangre yace un guion familiar: potencias extranjeras librando sus rivalidades en suelo africano, mientras Sudán sangra por el imperio de otro.
El plano colonial: ¿cómo el Reino Unido dividió una nación?
Para entender la crisis actual de Sudán, debemos retroceder a su plano colonial.
Cuando el Reino Unido gobernaba Sudán, dividió al país en dos partes. El norte se gobernaba indirectamente a través de Egipto, promoviendo el árabe como lengua y el islam como religión dominante, mientras que el sur era gobernado directamente por oficiales británicos que prohibían el árabe, promovían el cristianismo y la educación occidental, y restringían fuertemente el movimiento entre ambas regiones.
Esta clásica política británica de “divide y vencerás” creó dos naciones dentro de una. Un norte árabe y musulmán y un sur cristiano y africano, divididos por la cultura, la fe e incluso el tono de piel.
El legado fue devastador y duradero. La gente aprendió a verse no como sudaneses, sino como tribus, sectas o grupos étnicos. Tu acento, la textura de tu cabello o tu nombre se convirtieron en factores divisivos, no en un signo de una nación multiétnica.
Estas fracturas perduraron mucho después de la independencia en 1956, con el país sumido inmediatamente en varias décadas de guerra civil. Hasta que finalmente, en 2011, Sudán del Sur se convirtió en el quincuagésimo cuarto país africano.
Respaldado por intereses occidentales y estadounidenses, el joven país africano se llevó consigo el principal activo de Sudán: el petróleo. Demostrando una vez más que Occidente nunca apoya la liberación, sino que fomenta la partición. Un diseño imperial centenario había logrado mantener a Sudán débil, dividido y fácil de explotar.
Y una continuación del plan de EE.UU. de destruir 7 países de mayoría musulmana en defensa de Israel y su plan expansionista.
De la caída de Al-Bashir a la revolución secuestrada
Durante treinta años, Omar al-Bashir gobernó Sudán con represión y astucia. Jugó a todos los lados, cortejando a Occidente cuando necesitaba ayuda, recurriendo a China cuando era sancionado, y confiando en aliados del Golfo para financiar sus guerras.
Pero para 2019, su utilidad se agotó. La ira popular estalló y las protestas se extendieron por todo el país. El movimiento popular exigía justicia, empleo y un gobierno civil. Sin embargo, como suele ocurrir, la revolución fue secuestrada.
Cuando Al-Bashir cayó, el poder no pasó a los civiles. Pasó a los generales militares y a las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), un grupo paramilitar nacido de las notorias milicias Janjaweed que aterrorizaban Darfur.
La toma militar fue aclamada en el extranjero como “estabilidad”, pero no era más que un reajuste para preservar el acceso extranjero, los activos y la influencia. La revolución de Sudán, como tantas otras en África y Asia Occidental, fue coloreada, redirigida y diseñada para asegurarse de que ningún movimiento verdaderamente independiente y de base pudiera prosperar.
FAR: De la máquina de matar Janjaweed a mercenarios globales
El ascenso de la FAR es una de las historias más reveladoras en la historia moderna de Sudán. Originalmente una milicia tribal utilizada para sofocar la disidencia en Darfur, el grupo fue formalizado por Al-Bashir como parte de la maquinaria de seguridad del estado, aunque siempre se mantuvo separado del ejército regular.
Luego vino Yemen. Bajo el mando de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), la FAR fue desplegada para luchar en la guerra contra el movimiento de Resistencia Ansarolá y la nación yemení.
Allí, adquirieron experiencia en combate, armas, dinero e influencia, convirtiéndose en una fuerza mercenaria profesional. Cuando estalló la guerra entre la FAR y el ejército de Sudán en 2023, no fue sorprendente que la FAR apareciera inusualmente bien financiada y bien equipada.
Funcionarios sudaneses acusaron a los EAU de financiar y armar al grupo. El embajador de Sudán ante las Naciones Unidas declaró públicamente que “la agresión de la FAR es apoyada directamente con armas y fondos de los Emiratos”.
El Ministerio de Defensa de Sudán fue más allá, describiendo a los EAU como un “estado agresor” empeñado en desmantelar la soberanía de Sudán mediante la guerra por poder. Investigadores independientes de la ONU también han confirmado “indicaciones creíbles” de transferencias de armas que llegan a la FAR a través de redes vinculadas a los EAU.
Otra información de fuentes abiertas muestra un alto flujo de aviones de carga militares de los EAU aterrizando en Libia. Esta evidencia sugiere que la fuerza de la FAR no es autogenerada, sino importada, financiada y alimentada desde el extranjero.
Oro de sangre: la economía oculta de la guerra
Aunque Sudán perdió el acceso a sus ingresos generados por el petróleo cuando se creó Sudán del Sur, el país sigue siendo rico en otros recursos, uno de los cuales es el oro.
Y eso añade un factor extra al campo de batalla en que el país se ha convertido. Ese oro es tanto un tesoro como una maldición. Sudán posee algunos de los depósitos más ricos de África, otra rica nación africana con una población empobrecida.
La razón es sencilla: el oro se va, pero las ganancias nunca regresan. Según un informe reciente de Chatham House, casi el 97 por ciento de las exportaciones oficiales de oro de Sudán van a los EAU.
Otras investigaciones muestran que más del 80 por ciento de la producción total de oro de Sudán es contrabandeada desde minas ilegales, que cada vez más están bajo el control de la FAR a través de Chad, Sudán del Sur o Egipto antes de aterrizar en Dubái. Este oro financia a la FAR, enriquece a los intermediarios y respalda economías extranjeras.
Un informe de la ONU sobre el oro de conflicto confirmó que gran parte del oro extraído en Darfur termina en los mercados de Dubái, lavado de sus orígenes violentos. Los EAU, un país sin minas de oro propias, se ha convertido en uno de los mayores exportadores de oro del mundo.
La contradicción es asombrosa: Sudán sangra su riqueza mientras Dubái la banca. Por eso muchos sudaneses y observadores independientes afirman que el oro, no la ideología, alimenta esta guerra. Cada envío de metal no rastreable significa más armas, más poder para las milicias y más razones para que los patrocinadores extranjeros mantengan el conflicto vivo.
Puertos, rutas y el nuevo gran juego
Pero quizás más allá de sus minerales, la geografía de Sudán lo convierte en el corazón de una competencia global. Se encuentra en el punto de convergencia del Sahel, el mar Rojo y el Cuerno de África, un cruce vital para el comercio y la energía. Quien controla Sudán, controla el acceso al mar Rojo y las rutas que enlazan África con Asia y Europa.
Las potencias globales lo entienden. China ve la costa de Sudán como un nodo potencial en su Iniciativa de la Franja y la Ruta, una ruta que podría conectar África Oriental con el comercio global sin intermediarios occidentales. Rusia busca una base naval en Puerto Sudán para anclar su creciente influencia en África.
Mientras tanto, los EAU y sus socios occidentales compiten por asegurar el control de los mismos puertos e islas. Algunos de los puertos e islas bajo la red de puertos en expansión de Abu Dabi son Perim, Socotra y otros a lo largo del corredor del mar Rojo.
Los oficiales militares sudaneses han responsabilizado a los Emiratos por usar la FAR para desestabilizar el país y apoderarse de su costa.
A principios de este año, un portavoz sudanés advirtió: “La agresión apoyada por los Emiratos y sus milicias no decidirá nuestro futuro”. Tal vez tenga razón, pero ¿cuántas almas inocentes deben morir antes de entonces?
La batalla por los puertos de Sudán es la versión del siglo XXI de la “Carrera por África”, esta vez librada con contratos, mercenarios y drones en lugar de cañoneras.
La línea de falla multipolar
La ubicación geográfica de Sudán, en el punto donde las potencias globales chocan y se deciden los futuros, lo ha convertido en un objetivo.
Un Sudán estable podría convertirse en la bisagra de un mundo multipolar fuera del control occidental. Esa posibilidad aterroriza a las viejas potencias.
Un Sudán fuerte e independiente debilitaría los centros comerciales del Golfo Pérsico, como Jebel Ali y Yida, amenazaría la influencia occidental sobre los sistemas de deuda de África y ofrecería una alternativa a la red del petrodólar.
Destruir Sudán mata varios pájaros de un solo tiro, impidiendo que África escriba su propio destino. Omar al-Bashir intentó en su momento equilibrar esas presiones. Rompió relaciones con Irán y apoyó la guerra en Yemen para apaciguar a sus patrocinadores del Golfo Pérsico.
A cambio, le prometieron riqueza y estabilidad. En cambio, fue derrocado, se formó un gobierno de transición militar y Estados Unidos exigió la normalización con el régimen israelí a cambio de aliviar las sanciones. Su caída demostró que, a los ojos del imperio, el cumplimiento no garantiza nada, solo dependencia.
La guerra como negocio y distracción
Toda guerra es una economía. La guerra impuesta a Sudán no es diferente. Las armas, la logística, los minerales y la reconstrucción son fuentes de ganancias para aquellos que mantienen el fuego encendido.
Las redes que financian la FAR se superponen con aquellas que se benefician de las guerras en Libia, Yemen e incluso Gaza. Las mismas empresas que venden armas también compran oro. Los mismos bancos que congelan los activos sudaneses facilitan transferencias para acuerdos de armas extranjeras. Los mismos países que dicen que África no puede gobernarse a sí misma, desvían miles de millones del continente cada año.
Mientras las cámaras del mundo se enfocan en el genocidio israelí en Gaza o en la guerra en Ucrania, el sufrimiento de Sudán se convierte en un espectáculo secundario. El hecho de que los muertos sean africanos y musulmanes añade una capa adicional a la invisibilidad del genocidio en Sudán, al igual que el de la República Democrática del Congo o la República Centroafricana.
La destrucción de Sudán sirve tanto como beneficio como distracción. Drena el potencial africano mientras protege los intereses de aquellos que ganan con el caos. Un Sudán inestable asegura que no haya unidad regional, ni comercio independiente, ni desafío al orden global, y especialmente, garantiza protección para Israel. Asegura que África siga siendo un mercado, no un jugador.
El precio del Imperio
La crisis de Sudán no es un fracaso de su gente, sino el producto de un sistema global basado en la explotación.
Los británicos trazaron sus divisiones. La Guerra Fría las profundizó. El Imperio moderno, vestido con trajes de negocios y acuerdos comerciales, las mantiene. El genocidio llevado a cabo por la FAR, respaldado por los Emiratos Árabes Unidos, es el síntoma de una enfermedad en la que los recursos se extraen de los pobres para enriquecer a los poderosos.
El oro de Sudán llena los cofres extranjeros, sus puertos son subastados, sus granjas arrendadas a forasteros, y su gente dispersa por el hambre y la guerra.
Una reciente declaración de Unicef afirma que la crisis humanitaria en Sudán sigue escalando, con millones de personas en necesidad desesperada de ayuda. La guerra ha desplazado a más de 11 millones de personas, mientras empuja a millones más a una vulnerabilidad extrema.
Y así, el viejo proverbio africano cobra vida una vez más: Cuando dos elefantes pelean, es la hierba la que sufre. En Sudán, la hierba es una nación de millones que han sido arrancados de su tierra, hambrientos y silenciados, mientras los imperios, viejos y nuevos, pisan el suelo en busca de poder.
Esto no es una guerra civil. Es una guerra de imperios. Y Sudán es su campo de batalla.
* Zainab Zakariyah es una escritora y periodista radicada en Teherán, originaria de Nigeria.
Texto recogido de un artículo publicado en Press TV.
