Publicada: domingo, 7 de diciembre de 2025 17:54
Actualizada: domingo, 7 de diciembre de 2025 18:27

En el léxico diplomático habitual, la “normalización” suele presentarse como un bien intrínseco: la aceptación pacífica de un Estado dentro de fronteras reconocidas, integrado en la arquitectura económica y de seguridad regional.

Por Xavier Villar

Es un término que evoca resolución y cierre. Pero aplicado al proyecto israelí en el Oriente Medio (Asia Occidental) contemporáneo, resulta profundamente equívoco. Israel no busca normalizarse como un Estado más, sujeto a los principios clásicos de soberanía territorial y no intervención. Aspira, más bien, a normalizar un orden de naturaleza distinta: el de una potencia expansionista que redefine de forma constante los contornos y el contenido de la soberanía de sus vecinos.

En este contexto, el giro político del Líbano hacia Israel, incluidos los recientes esfuerzos por criminalizar a la resistencia, no constituye un avance hacia una paz entre iguales. Representa, más bien, la incorporación paulatina a un proyecto que diluye la soberanía libanesa a cambio de una estabilidad gestionada externamente. La dinámica actual, marcada por una invasión reciente y una tregua precaria, revela el funcionamiento de un sistema cuya lógica última es la reconfiguración integral del entorno regional.

Este proceso no es una desviación puntual de la política israelí, sino la expresión contemporánea de una lógica fundacional adaptada a las condiciones geopolíticas del siglo XXI, donde la consolidación del poder no requiere siempre la anexión formal, sino la capacidad de subordinar la voluntad política del otro. Frente a ello, la posición iraní ,basada en la defensa de la soberanía regional y en la disuasión frente a las presiones externas, aparece, para muchos actores locales, no como una anomalía, sino como uno de los pocos frenos efectivos a esa normalización profundamente asimétrica.

La Distinción Esencial: Ocupación versus Colonialismo de Asentamiento

La distinción entre ocupación y colonialismo es crucial en este debate. La ocupación es, en teoría, un estado temporal de control militar sobre un territorio ajeno, regido por convenciones internacionales que presuponen su carácter provisional. El colonialismo, en cambio, y en particular el colonialismo de asentamiento (settler colonialism), es un sistema estructural y una lógica perdurable. No se limita a ejercer control; busca transformar de forma permanente el paisaje humano, político y físico. Opera mediante un proyecto de reemplazo en el que la población colonizadora llega no solo para explotar, sino para permanecer, estableciendo una nueva sociedad sobre los cimientos, o más exactamente sobre las ruinas, de la anterior. La soberanía nativa no se suspende; se niega en su origen.

El proyecto israelí encaja en este marco no solo por los asentamientos en Cisjordania, sino por su objetivo estratégico de reconfiguración profunda de su entorno geopolítico. Esta lógica se manifiesta en el esfuerzo constante por desmilitarizar a sus vecinos, alterar fronteras marítimas y terrestres a su favor mediante hechos consumados y presión asimétrica, y fragmentar la contigüidad política y territorial de los pueblos sometidos. El propósito es imponer una hegemonía regional en la que la autonomía política y económica de los Estados dependa de la aceptación de parámetros de seguridad definidos de manera unilateral. La soberanía deja así de ser un derecho inviolable derivado de la existencia de una comunidad política y se convierte en un privilegio funcional otorgado, cuya extensión y vigor dependen completamente de la conformidad con los intereses de la potencia dominante.

Esta lógica no es atribuible únicamente a un gobierno o liderazgo específico. Es la estructura de fondo de un proyecto nacional que concibe la vulnerabilidad permanente de sus vecinos como la condición necesaria para su propia seguridad y expansión.

Líbano: El Teatro de la Reconfiguración Colonial

El Líbano se ha convertido en el escenario más claro y dramático de esta dinámica. El país, ya fracturado por divisiones sectarias y gobernado por una clase política profundamente clientelista, enfrentaba una crisis económica considerada una de las peores de la historia moderna incluso antes del conflicto más reciente. Su ejército, símbolo de una soberanía frágil, estaba subequipado y desmoralizado, con soldados que ganaban alrededor de 60 dólares mensuales. Esta debilidad estructural crónica crea el terreno ideal para la injerencia externa y para la imposición de soluciones que, bajo la apariencia de estabilidad, consuman la pérdida de agencia nacional.

El punto de inflexión operacional llegó entre octubre y noviembre de 2024, cuando Israel lanzó una invasión terrestre de gran escala en el sur del Líbano. La operación fue presentada como respuesta a los ataques con cohetes de Hezbolá y como un intento de permitir el retorno de los israelíes desplazados en el norte. Sin embargo, la devastación resultante revela la verdadera naturaleza de la intervención. Según cifras del gobierno libanés, más de 2.720 personas, en su inmensa mayoría civiles, fueron asesinadas. Al menos 1,4 millones de civiles libaneses fueron desplazados de sus hogares, un éxodo masivo que vació pueblos enteros.

El acuerdo de alto el fuego, un alto el fuego que ha sido roto en innumerables ocasiones por Israel, del 27 de noviembre de 2024, negociado bajo intensa presión internacional, exigía la retirada completa de las fuerzas israelíes. Aun así, Israel rechazó cumplir con el plazo inicial y mantuvo cinco posiciones militares consideradas estratégicas dentro del territorio libanés, lo que constituye una violación sostenida y palpable de la soberanía del país. Esto no corresponde al comportamiento de un Estado que se repliega después de una incursión limitada, sino al de una potencia que busca consolidar sus beneficios territoriales y establecer nuevas realidades sobre el terreno.

La invasión fue seguida no por una retirada ordenada, sino por una campaña de destrucción masiva y sistemática que los informes de terreno describen como deliberada y gratuita. Investigaciones de Amnistía Internacional señalan que, entre octubre de 2024 y enero de 2025, el ejército israelí dañó o destruyó de forma metódica más de 10.000 estructuras civiles en el sur del Líbano. Esta devastación no se llevó a cabo con artillería de largo alcance, sino mediante explosivos colocados manualmente y el uso de bulldozers. Estos métodos implican un control completo y prolongado del territorio afectado. En municipios como Yarine, Dhayra y Boustane, más del 70 por ciento de los edificios fueron arrasados hasta los cimientos. La aniquilación abarcó hogares, mezquitas, cementerios y las tierras agrícolas que sostenían la economía local, con casos documentados de soldados israelíes filmándose mientras celebraban las explosiones. Un residente de Kfar Kila, que perdió 900 árboles centenarios pertenecientes a su familia, describió el impacto de manera reveladora: “Estos hogares y arboledas eran los últimos vestigios de mis abuelos... Perder una casa es como perder a un miembro de la familia otra vez”. Este patrón supera la lógica de una táctica militar o el concepto de daño colateral. Se acerca a la ejecución de un borrado colonial, un mecanismo clásico mediante el cual el poder colonizador destruye el patrimonio material, económico y cultural de la población sometida con el fin de romper los vínculos entre la comunidad y su tierra, entre el presente y la memoria que lo sostiene.

Este proceso de sometimiento tiene su reflejo en la esfera política interna del Líbano. Un momento simbólico decisivo ocurrió cuando las fuerzas de seguridad libanesas reprimieron con notable ímpetu una protesta en el sur del país en la que se quemaron banderas israelíes y estadounidenses. Este hecho no puede reducirse a un operativo rutinario de control del orden público. Constituyó la demostración visible de un Estado que internaliza y ejecuta el mandato central del orden colonial, que consiste en convertir la resistencia en un acto político prohibido. Al actuar con firmeza contra una expresión simbólica de desafío, el aparato estatal libanés estaba realizando desde dentro la labor más pesada de la normalización colonial. Transmitía de forma inequívoca que la soberanía emocional y política de su propio pueblo debía ajustarse a ciertos límites, y que esos límites estaban definidos por la sensibilidad y los intereses del poder hegemónico externo. Es la otra cara de las negociaciones técnicas sobre las fronteras marítimas. Mientras esas conversaciones normalizan la reconfiguración material y jurídica de los contornos de la nación, la represión interna normaliza la reconfiguración del espacio político permitido, del horizonte de lo que puede pensarse y expresarse sin consecuencias. El Estado libanés, en su búsqueda desesperada de supervivencia inmediata, se convierte así en el administrador local de un orden que, en su esencia, le niega la posibilidad de una soberanía plena y auténtica.

El Objetivo Profundo: Extinguir la Resistencia como Lógica Política y Social

En el núcleo de este proyecto colonial se encuentra un objetivo más profundo y ambicioso que la neutralización táctica de Hezbolá o Hamas. Lo que se busca extinguir es la resistencia misma como lógica política y social viable. En otras palabras, se pretende eliminar la capacidad orgánica de cualquier fuerza colectiva, ya sea estatal, subestatal o social, para imaginar, afirmar y defender una soberanía autónoma o contrahegemónica. No se trata de desarmar a una milicia concreta, sino de erradicar las condiciones estructurales, ideológicas, sociales, económicas y psicológicas bajo las cuales cualquier forma futura de resistencia podría nacer y prosperar. Es un esfuerzo por crear un entorno regional estéril para la autonomía política, un invernadero político donde las opciones de gobernanza y los debates públicos queden predeterminados y limitados por su compatibilidad última con la hegemonía israelí. En este marco, la paz deja de ser el resultado de un acuerdo entre voluntades libres y se convierte en sinónimo de una sumisión administrada que garantiza la ausencia de conflicto bajo vigilancia externa.

Este esfuerzo se percibe con crudeza en la presión internacional actual sobre el gobierno libanés. Con el apoyo explícito de Estados Unidos, se ha impulsado un plan de desarme de las milicias, empezando por el sur del río Litani. Aunque este proceso ha avanzado en los documentos oficiales, y las autoridades libanesas sostienen haber desmantelado más del 90 por ciento de la infraestructura militar vinculada a Hezbolá en esa zona, se desarrolla bajo una coerción extrema y abierta. El ministro de Defensa israelí, Israel Katz, afirmó en noviembre de 2025 que el ejército israelí intervendría “con fuerza” si Hezbolá no era desarmado antes de fin de año. Esto no es una recomendación diplomática. Es un ultimátum que coloca al Estado libanés frente a una encrucijada imposible: ejecutar una política de seguridad interior dictada desde fuera, convirtiéndose en el ejecutor local de una agenda ajena, o enfrentar otra ronda de devastación y ocupación. La frágil soberanía libanesa queda así subordinada a los fines hegemónicos.

La comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos y Francia en el comité encargado de supervisar el alto el fuego, ejerce presión con eficacia selectiva. A menudo prioriza el desarme de la resistencia sobre la rectificación de las violaciones israelíes. Potencias regionales como Arabia Saudí y Catar condicionan su ayuda económica, vital para la reconstrucción del país, a avances verificables en el proceso de desarme. El resultado es un Estado atrapado en una pinza perfecta, con una soberanía negociada en mesas ajenas y recortada bajo amenazas existenciales. El presidente libanés, Joseph Aoun, encarna esta posición insostenible. Está obligado a denunciar las violaciones israelíes mientras reconoce la incapacidad material del Estado para detenerlas, y se ve forzado a equilibrar un sistema interno cada vez más frágil.

Irán: El Contrapunto Dialéctico Inevitable y la Espiral de Confrontación

En este contexto, la República Islámica de Irán emerge no como un actor perturbador convencional, sino como el contrapunto estructural lógico a este proyecto hegemónico. Si el objetivo israelí es convertir la resistencia en una anomalía criminalizada, Irán se ha constituido de manera deliberada en el patrocinador estatal principal de la resistencia como principio alternativo de orden regional. Su apoyo material, doctrinal y estratégico a Hezbolá, y su red de aliados y grupos afiliados en Irak, Siria y Yemen, no responde únicamente a un cálculo geopolítico. Es la expresión orgánica de un contraorden que rechaza las reglas impuestas por el marco colonial y se apoya en la legitimidad de la confrontación asimétrica como mecanismo defensivo. Teherán no actúa simplemente como un rival de Tel Aviv en una competencia regional. Se presenta como su antítesis filosófica y operativa. Mientras el proyecto israelí busca vaciar la soberanía de sus vecinos y subordinarla, Irán se posiciona, con todas sus contradicciones, como garante externo de una soberanía resistente y defensiva, sostenida por actores no estatales y alimentada por una narrativa de desafío antihegemónico.

Esta dinámica convierte el conflicto en algo imposible de reducir a una disputa por territorios o esferas de influencia. Es una batalla sobre la naturaleza de la soberanía y la legitimidad política en la región. El intento israelí de extinguir la resistencia como principio político genera, de forma dialéctica, la emergencia inevitable de Irán como su polo opuesto. Esta lógica otorga a Teherán un rol estructural que, en un contexto regional menos coercitivo, quizá no tendría. Irán es, en este sentido preciso, una creación dialéctica de la estrategia colonial israelí. Cuanto más se intenta imponer un modelo de soberanía limitada y administrada, más contundente y consolidado se vuelve el principio iraní de soberanía resistente. Es una espiral que se retroalimenta. Cada movimiento de normalización colonial en un frente, como el intento de pacificar el Líbano mediante la destrucción y el desarme, produce una reacción más firme y legitimada en el otro, profundizando la fractura regional.

Conclusión: Una Encrucijada Existencial y la Falsa Elección

Para el Líbano, atrapado en el centro de esta tormenta geopolítica, la encrucijada es existencial. No se elige entre políticas, sino entre modelos radicalmente distintos de futuro para la propia idea de Líbano como comunidad política. El camino de la normalización técnica y la cooperación en seguridad impuesta conduce a un futuro donde la estatalidad se convierte en una cáscara vacía. Sería un protectorado de facto, con su economía, su política exterior y su estabilidad interna subordinadas a un poder hegemónico externo. La soberanía se reduciría a un ritual administrativo destinado a gestionar de manera eficiente la dominación colonial.

La alternativa, basada en la disuasión asimétrica y en la negativa a normalizar la ocupación, es dolorosa y costosa. Implica riesgos constantes, destrucción periódica y una presión económica insoportable. Pero preserva, aunque sea de forma precaria y vulnerable, la posibilidad de una agencia política autónoma. Mantiene viva la capacidad de decisión colectiva, incluso en condiciones extremas. Por ello, la elección que se presenta al Líbano no es entre guerra y paz en abstracto, sino entre dos tipos de paz radicalmente diferentes. Una es la paz de la subordinación, que promete estabilidad a cambio de renunciar a la soberanía. La otra es una paz basada en un equilibrio de disuasión inestable, que preserva la posibilidad de la resistencia y, con ella, un concepto más profundo, exigente y doloroso de independencia.

La lección para la región es inequívoca. La normalización ofrecida desde los centros de poder no es el cierre maduro de un conflicto, sino la institucionalización de una relación jerárquica y neocolonial. Convierte la soberanía en un privilegio condicionado, revocable en función del comportamiento político. Y, al intentar erradicar completamente la lógica de la resistencia, no hace sino asegurar que esta encuentre un patrocinador estatal, se radicalice y se consolide como principio organizador de un orden regional profundamente dividido. El Líbano, con su tímido avance hacia negociaciones técnicas y su represión de la disidencia simbólica, no está encontrando un lugar estable en una región pacificada. Está siendo inducido a aceptar, pieza a pieza, la normalización de su propia subordinación.

El futuro regional se debate así entre la sumisión administrada y una resistencia que, aunque catastrófica y dolorosa, mantiene abierta la posibilidad de una soberanía genuina. Es una dialéctica envenenada que el propio proyecto colonial, en su búsqueda de una seguridad imposible mediante el dominio absoluto, continúa alimentando hasta el límite.