Publicada: sábado, 27 de diciembre de 2025 23:31

Existe un momento, en la vida de las instituciones, en el que la gestión rutinaria choca contra el muro de un principio.

Por Xavier Villar

No es un momento de crisis abierta, sino de fricción administrativa, donde el lenguaje de los informes y los procedimientos choca con la realidad de un hecho consumado. Este martes, en el Consejo de Seguridad de la ONU, ese momento llegó disfrazado de un punto de la agenda: “No proliferación: Implementación de la Resolución 2231 (2015)”.

Pero detrás de esa fórmula burocrática se libraba una batalla existencial sobre la naturaleza del tiempo en el derecho internacional, sobre la autoridad para declarar qué ha terminado y qué perdura, y sobre si el poder puede, mediante el acto performativo de la convocatoria, resucitar lo que el texto mismo ha dejado morir.

La petición de sesión, impulsada por un bloque de estados occidentales encabezados por Estados Unidos, Reino Unido y Francia, y apoyada por Dinamarca, Grecia, Corea del Sur, Eslovenia y Panamá, era en sí misma un acto de afirmación política. Afirmaba, tácitamente, que la Resolución 2231, el instrumento del Consejo que avaló el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA) en 2015, seguía siendo un organismo vivo, capaz de generar obligaciones y de ser monitoreada. Sin embargo, al entrar en la sala, esta afirmación tropezó inmediatamente con una contradicción fáctica expuesta por Rusia y China: el propio texto de la resolución contenía una cláusula de “terminación” con una fecha de expiración clara: el 18 de octubre de 2025. Para Moscú y Pekín, la sesión no era una revisión, sino un anacronismo. El embajador ruso, Vasily Nebenzya, lo expresó sin ambages: “Todas las disposiciones de la Resolución 2231 expiraron el 18 de octubre de 2025... en el décimo aniversario de la adopción del JCPOA”. El objeto del debate, insistió, había dejado de existir. La crítica a la presidencia eslovena por permitir la reunión fue dura: se trataba de una “reducción del estatus de este Consejo”.

Este desacuerdo fundamental no era meramente técnico. Era la colisión entre dos filosofías del derecho internacional. Una, encarnada por Occidente en este caso, ve la ley como un instrumento dinámico, donde las preocupaciones de seguridad (la “no proliferación”) pueden mantener vivo el marco legal que las abarca, incluso más allá de sus fechas de caducidad textuales, especialmente si uno de los firmantes originales (Estados Unidos) ya ha roto el pacto subyacente.

La otra, defendida por Rusia, China e Irán, insiste en una lectura positivista estricta: el derecho es lo que está escrito. Si un acuerdo tiene una fecha de fin, termina. Si una resolución expira, sus efectos se extinguen. Cualquier intento de extender su vigencia mediante la reinterpretación o la inercia procedimental es, en palabras del embajador iraní Amir Said Iravani, “un abuso manifiesto de los procedimientos de este Consejo”.

En el centro de este choque se encuentra el mecanismo del snapback, activado en septiembre por la Troika europea (Francia, Alemania, Reino Unido). Este mecanismo, una creación del JCPOA, pretendía permitir la reinstauración automática de las sanciones de la ONU anteriores a 2015 si Irán incumplía el acuerdo. Para sus promotores, fue una respuesta legal y necesaria a las violaciones iraníes. Para sus detractores, es un fantasma jurídico.

China argumentó que el mecanismo tiene “lagunas legales” y que el Consejo nunca acordó que los tres países europeos tuvieran la autoridad unilateral para activarlo tras la retirada estadounidense. Rusia lo calificó de “carente de base y legitimidad legal”. La reactivación del Comité 1737, el órgano de supervisión de sanciones, anunciada por Estados Unidos, es vista desde este lado como la puesta en escena de una ficción: la aplicación de medidas derivadas de una resolución que ya no está en vigor.

La intervención de Irán, extensa y meticulosa, no se limitó a rechazar la legalidad del snapback. Ofreció una narrativa completa resistencia soberana. Iravani enumeró una genealogía de la ruptura: la retirada unilateral de Estados Unidos en 2018, el incumplimiento económico europeo y, de manera crucial, el “ataque militar deliberado” de 2025 contra instalaciones nucleares iraníes bajo salvaguardias, un acto que para Teherán invalida moral y políticamente cualquier alegato occidental sobre el compromiso con la no proliferación.

En esta narrativa, la coerción (económica mediante sanciones, militar mediante ataques) precede y envenena cualquier oferta de diálogo. La postura estadounidense de “enriquecimiento cero” como prerrequisito para negociar es presentada no como una posición de seguridad, sino como la negación del derecho inalienable de Irán bajo el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) al ciclo completo del combustible nuclear con fines pacíficos.

El discurso occidental, por su parte, operó en un registro de realpolitik normativa. El representante británico argumentó que, dado que el mecanismo snapback se activó antes del 18 de octubre, la resolución 2231 seguía vigente en el momento de la activación, y por lo tanto, sus efectos (la reinstauración de seis resoluciones de sanciones anteriores) persistían. Es un argumento legal circular que busca congelar el tiempo en un punto favorable. La representante estadounidense, Morgan Ortagus, aunque afirmó la preferencia por una “solución negociada”, reiteró la condición no negociable: “No puede haber enriquecimiento dentro de Irán”. Francia acusó a Irán de acumular uranio enriquecido suficiente para “diez armas nucleares”. Estas intervenciones construyeron una imagen de Irán como un transgresor serial, justificando así la arquitectura de presión.

La verdadera fractura, sin embargo, se reveló en la respuesta a una simple pregunta implícita: ¿Quién tiene la autoridad para interpretar el final? Para Occidente, la autoridad parece derivar de la persistencia de su preocupación y de su poder para movilizar procedimientos. Para el bloque Rusia-China-Irán, la autoridad reside exclusivamente en la letra clara del texto acordado.

La subsecretaria general de la ONU, Rosemary DiCarlo, encapsuló la paradoja al señalar que, a pesar de las “diferencias significativas” sobre la validez del snapback, “todos [los involucrados] continúan enfatizando la importancia de una solución diplomática”. Es la confesión de un impasse total: un desacuerdo irreconciliable sobre los fundamentos legales del presente, acompañado de un coro vacío sobre la preferencia por la diplomacia en el futuro.

¿Qué revela este episodio, más allá del estancamiento nuclear? En primer lugar, la profunda desconfianza en los instrumentos creados. El JCPOA, una vez aclamado como un triunfo de la diplomacia, ha muerto dos veces: primero en espíritu, con la retirada estadounidense; luego en letra, con su expiración programada. Su cadáver legal es ahora un campo de batalla.

En segundo lugar, muestra la creciente politización y el desprestigio del Consejo de Seguridad como árbitro neutral. La acusación rusa de que la sesión era un intento de “hacer que el Consejo viole sus propios procedimientos” y la advertencia china de que el snapback “daña la reputación del Consejo” apuntan a una erosión de su legitimidad como foro por encima de la contienda. Se percibe, cada vez más, como una arena donde las potencias ejercen sus disputas, no donde las resuelven.

Finalmente, y esto es lo más significativo desde una perspectiva filosófica del derecho, el debate expone la lucha entre el archivo y el acta. El archivo es el texto original, la Resolución 2231 con su fecha de caducidad. El acta es el procedimiento en curso, la sesión del Consejo, la reactivación de comités, la emisión de declaraciones.

Occidente, al convocar la sesión y activar el snapback, intentó utilizar el acta (el procedimiento en marcha) para reescribir el significado del archivo (la fecha de fin), para declarar que lo que expiró sigue vivo porque el procedimiento para matarlo no se ha detenido. Rusia, China e Irán se aferran al archivo: la fecha es la fecha, el fin es el fin, y ningún acto performativo posterior puede revertirla. Es la batalla entre el derecho como proceso de poder y el derecho como texto limitante.

La propuesta final del embajador Iravani, garantías verificables de carácter pacífico a cambio del reconocimiento pleno de los derechos de Irán en virtud del Tratado de No Proliferación y del levantamiento integral de las sanciones, sonó en este contexto menos como una concesión que como un recordatorio de un principio ya erosionado. El principio de reciprocidad y de negociación entre partes jurídicamente iguales, que durante décadas estructuró el régimen de no proliferación, aparece hoy como una referencia casi anacrónica. Al rechazar de plano la exigencia de “enriquecimiento cero”, Irán no defendía únicamente un programa nuclear, sino una noción más amplia de soberanía tecnológica y de igualdad jurídica dentro del propio marco del TNP.

La sesión concluyó sin resolución, como era previsible. Su importancia reside en otro plano. Lo que quedó expuesto fue la consolidación de una fase distinta del orden internacional, una en la que la coherencia jurídica ha cedido terreno y los marcos compartidos han perdido fuerza vinculante. Ya no existe acuerdo ni siquiera sobre el conjunto de reglas que debería ordenar el desacuerdo. La coerción y la resistencia se articulan ahora a través de narrativas legales incompatibles, cada una reclamando legitimidad desde premisas que la otra rechaza.

La Resolución 2231 seguirá siendo invocada y contestada en futuras reuniones, pero su sustancia normativa se ha ido diluyendo. Lo que permanece es una escena más reveladora que el propio texto: el esfuerzo del poder por gobernar el tiempo mediante el procedimiento, frente a la insistencia en la letra jurídica como último recurso contra la reescritura permanente de las reglas por parte de los más fuertes. En este escenario, la diplomacia no ha desaparecido, pero ha quedado reducida a la representación formal de sus propios límites.