• El presidente electo de Chile, José Antonio Kast, junto a su esposa, en el palacio presidencial de La Moneda en Santiago, 15 de diciembre de 2025.(Foto: AFP)
Publicada: martes, 16 de diciembre de 2025 19:08

El 58 % que consagró a José Antonio Kast no constituye meramente un voto de castigo a una gestión coyuntural; representa la implosión de una arquitectura política completa.

Por Jean Flores Quintana, Politólogo

La victoria de la ultraderecha en Chile es el síntoma terminal de una fractura que el liderazgo del Ejecutivo intentó disimular sistemáticamente bajo la alfombra de la retórica. La debacle del progresismo no se explica por deficiencias comunicacionales ni por tácticas electorales de última hora; el colapso se produjo porque la conducción del Estado convirtió la indefinición en su doctrina central, apostando al capital político individual a costa de desdibujar los principios rectores de su propio sector.

Para la audiencia internacional es imperativo comprender la genealogía de este desenlace: el proceso que llevó a Gabriel Boric a La Moneda no se inició con su figura. Su gobierno fue el resultado —y hoy el cierre abrupto— de un ciclo de movilizaciones sociales que se remonta a los años 90, cuando el pueblo mapuche y las primeras manifestaciones estudiantiles encendieron las chispas iniciales contra un modelo neoliberal administrado con fanatismo ideológico por los gobiernos de la ex Concertación. El 18 de octubre de 2019 marcó el parteaguas de la historia moderna de Chile; no fue un motín espontáneo, sino la saturación ante décadas de abuso. No existiría la administración actual sin esa acumulación histórica que culminó en el estallido. Sin embargo, el gobierno optó por una gestión desconectada de ese mandato fundacional, buscando validación en los mismos poderes fácticos impugnados por la revuelta.

Esta desconexión derivó en un doble estándar estructural. Se instaló una ambigüedad calculada, diseñada para buscar la validación de la socialdemocracia occidental aun a riesgo de perder la conexión material con la realidad chilena. Esta incoherencia se hizo patente en la política internacional: un liderazgo que condena retóricamente el genocidio en Gaza, pero que en la geopolítica dura se alinea disciplinadamente con la OTAN, blanqueando a los batallones ultranacionalistas de Ucrania.

No obstante, la contradicción alcanzó su punto crítico en el propio hemisferio. La administración no solo se sumó a la narrativa estadounidense contra Venezuela, utilizando epítetos contra el presidente Nicolás Maduro, sino que incurrió en una omisión de gravedad estratégica para la región: guardó un silencio sepulcral cuando Estados Unidos inició operaciones militares en el mar Caribe. Ante el despliegue de fuerza de una potencia extranjera, que atentaba directamente contra el derecho internacional y la soberanía latinoamericana, un gobierno autodefinido de izquierda optó por la mudez. Esa inacción no fue neutralidad; fue la validación tácita de la diplomacia de las cañoneras en la frontera regional.

Esta lógica tuvo su correlato en la política interna. En el intento de enviar señales de "gobernabilidad" al gran empresariado, el Ejecutivo desplegó la fuerza estatal contra los mismos actores que nutrieron su ascenso. Se reprimió a estudiantes secundarios en la Alameda, se desalojaron campamentos y tomas de terreno en contextos de crisis habitacional, y se persiguió policialmente al comercio ambulante, cortando las fuentes de subsistencia informal sin ofrecer alternativas estructurales. Estas medidas, lejos de garantizar el orden público, funcionaron como señales de ruptura con la base social popular.

El error de diagnóstico fue también antropológico. La administración, volcada hacia un "purismo discursivo" y agendas identitarias, renunció a articular un discurso que convocara a los trabajadores desde sus condiciones materiales de vida. Al abandonar la centralidad del conflicto capital/trabajo, el oficialismo dejó a la deriva al sujeto uberizado. Este trabajador contemporáneo, formateado por la economía de plataformas, ya no se reconoce en las lógicas sindicales del siglo XX, sino que se percibe como un emprendedor en potencia, un lobo voraz en busca de conquistas financieras. Este sujeto no encontró respuestas en el gobierno. Aquí reside la clave sociológica del ascenso de Franco Parisi y el posterior trasvasije de sus votos hacia la ultraderecha: el votante popular, ante la precariedad, prefirió la promesa de desregulación y liquidez del populismo de mercado antes que la tutela moral de una élite ilustrada.

El resultado es la entrega del poder a un bonapartismo criollo. José Antonio Kast no asume por una conversión ideológica masiva de la población, sino como la figura de autoridad contratada por el gran capital para blindar el modelo de las AFP e Isapres ante el vacío de la política tradicional.

Las implicancias transcienden las fronteras chilenas. La alarma debe encenderse en Caracas, La Paz, Brasilia y Ciudad de México. El triunfo de Kast representa la instalación de una cabeza de playa del "trumpismo" en el Pacífico Sur. Su hostilidad declarada hacia los BRICS y su rechazo al multipolarismo confirman su rol: anclar a Chile a la hegemonía occidental, saboteando la integración regional para actuar como gendarme geopolítico de Washington en la zona.

Finalmente, para quien dude sobre la naturaleza de este nuevo ciclo, la evidencia simbólica es irrefutable. Los festejos en el sector alto de la capital no fueron celebraciones de sana convivencia democrática, sino actos de reivindicación histórica. La presencia de iconografía alusiva al dictador Augusto Pinochet y al torturador Miguel Krassnoff envía un mensaje global: en Chile, el consenso del "Nunca Más" ha sido derogado por las urnas.

La conclusión es tajante: el 14 de diciembre de 2025 no solo se derrotó a un gobierno, se derogó un consenso civilizatorio. Se cierra el ciclo de la transición y se abre la compuerta a una revancha histórica. Ante una 'motosierra' afilada para desmembrar lo público, el desafío de las fuerzas democráticas deja de ser electoral para volverse existencial: la supervivencia física y moral de la comunidad. Queda demostrado, con la brutalidad de los hechos, que coquetear con la validación de la élite y olvidar el mandato popular es la forma más eficiente de pavimentar el camino hacia el abismo autoritario.