Por Xavier Villar
Es una demostración pedagógica y contemporánea de la raza funcionando como una tecnología, en los términos teorizados por Alana Lentin. Este concepto, que trasciende la idea del racismo como mero prejuicio individual, nos permite analizar el caso como un proceso sistémico de gestión del poder: un mecanismo instrumental que, a través de procedimientos administrativos y marcos legales aparentemente neutrales, produce, clasifica y disciplina a un sujeto construido como una amenaza para el orden político establecido. El despido de Saidi ejecuta, con precisión burocrática, la definición de Lentin: la raza como “una tecnología para la gestión de la diferencia humana, cuyo objetivo principal es la producción, reproducción y mantenimiento de la supremacía blanca tanto a escala local como planetaria”.
Este marco repite un patrón más amplio: los académicos musulmanes y de Medio Oriente son sistemáticamente señalados por posturas percibidas como “demasiado políticas” cuando desafían las narrativas occidentales sobre el islam o Palestina. Lo que el caso Saidi revela con claridad excepcional es la arquitectura de ese señalamiento. No se la acusó principalmente con epítetos raciales clásicos; en cambio, se movilizó una maquinaria institucional que tradujo su discurso político, su apoyo a la República Islámica y su condena a Israel, en una serie de categorías administrativas y de riesgo: “uso indebido de recursos universitarios”, “compromiso con la integridad académica”, “comportamiento antisemita”. Esta es la tecnología racial en acción: operando a través de la racionalidad liberal y sus instituciones, transformando la diferencia política en una anomalía gobernable y, finalmente, en una causa legítima de exclusión.
La tecnología instrumental: Fabricando y disciplinando lo “ingobernable”
El núcleo del concepto de Lentin, siguiendo a Falguni Sheth, es entender la raza como un instrumento que “canaliza un elemento percibido como amenazante para el orden político hacia un conjunto de clasificaciones políticas”. A este elemento se le denomina “lo ingobernable”. En el caso Saidi, su “ingobernabilidad” no residía en su incompetencia académica—su trayectoria era intachable—, sino en la naturaleza y alineación geopolítica de su discurso público. Su defensa del liderazgo iraní y su caracterización de Israel como un “estado genocida” y “terrorista” constituyeron un desafío directo a dos pilares del orden político occidental contemporáneo: la narrativa hegemónica sobre el conflicto israelí-palestino y la representación de Irán como un “estado paria”.
La tecnología racial se activó para canalizar esta “ingobernabilidad” en categorías accionables. La investigación universitaria no se centró en el fondo de sus argumentos—su validez o falsedad en el debate político—, sino en la forma de su expresión: el uso del membrete institucional. Este desplazamiento es crucial. Reduce un desafío ideológico de gran alcance a una supuesta infracción procedimental, una transgresión administrativa. Como señala Lentin, al inspirarse en Sheth, la tecnología racial produce y disciplina lo ingobernable simultáneamente: lo identifica (la “profesora pro-Irán”) y dispone los mecanismos para su neutralización (la investigación y posterior destitución). La presión externa de grupos de activistas y legisladores, como el embajador de los Estados Unidos en Israel, Mike Huckabee, quien calificó sus comentarios de “veneno antisemita”, funcionó como el combustible que activó esta tecnología, pero el mecanismo mismo era interno al sistema de gobernanza universitaria.
La naturalización y la ocultación: El velo de la neutralidad y la producción de vulnerabilidad
La segunda función de esta tecnología es la naturalización. Según Sheth, transforma lo “ingobernable” en “un conjunto de criterios naturalizadores en los que se basa la raza”. En este caso, la presunta “naturalización” opera en dos niveles. Primero, esencializa la identidad y el discurso de Saidi. Las acusaciones de grupos como la AAIRIA, una organización de activismo proisraelí en Estados Unidos que se presenta como defensora de los derechos humanos en Irán, y que retrataron su erudición como una “fachada” para el “lavado de imagen” del régimen iraní, buscaron anclar sus opiniones no en un análisis político, sino en una supuesta lealtad orgánica e inherente a una entidad demonizada. Su crítica a Israel deja así de ser una postura intelectual debatible para convertirse en un síntoma de una afiliación identitaria esencializada, asociada a su condición de académica iraní y musulmana.
Segundo, y de manera más sutil, se naturaliza la propia respuesta institucional. El proceso de investigación y sanción se presenta no como una decisión política, sino como la aplicación inevitable y neutral de reglas universales: las normas sobre el uso del nombre de la universidad, los códigos de conducta profesional. Esta es la tercera función de la tecnología: la ocultación. Como explica Lentin al glosar a Sheth, la raza oculta nuestra “relación con la ley y el poder soberano como una de vulnerabilidad y violencia”. La destitución de Saidi se enmarca como el resultado de su propia acción incorrecta, enmascarando la violencia estructural a la que queda expuesta: la pérdida de su posición de liderazgo, la mancha en su reputación profesional, la exclusión efectiva de ciertos circuitos académicos legítimos.
Esta “vulnerabilidad producida” es, en palabras de la teórica Ruth Wilson Gilmore, la esencia misma del racismo: “la producción y explotación, sancionada por el estado o extralegal, de una vulnerabilidad diferenciada por grupo a una muerte prematura”. Aunque no se trate de una muerte física, la muerte profesional, académica y social es un riesgo real. La tecnología racial no necesita recurrir a un lenguaje de inferioridad biológica; le basta con movilizar categorías de amenaza a la seguridad, integridad o valores de la comunidad para justificar la exclusión y producir esa vulnerabilidad diferencial.
La producción del sujeto racializado: Más allá del fenotipo
El análisis de Lentin, influenciado por Alexander Weheliye, nos aleja de una visión reduccionista que sitúa la institución legal como el único agente. La raza, como “conjunto de relaciones políticas en curso”, se reproduce a través de “instituciones, discursos, prácticas, deseos, infraestructuras, lenguajes, tecnologías, ciencias, economías, sueños y artefactos culturales”. El caso Saidi es un catálogo de este ensamblaje multifacético.
- Discursos: El discurso geopolítico del “eje del mal”, la retórica del “antisemitismo” aplicada expansivamente, el lenguaje de la “integridad académica” y el “uso apropiado de recursos”.
- Prácticas: La práctica de presionar a las universidades mediante campañas de peticiones y declaraciones de legisladores; la práctica administrativa de investigar quejas.
- Infraestructuras: La infraestructura de las redes sociales donde se dio el discurso y se organizó la contra-movilización; la infraestructura burocrática de los comités de revisión universitaria.
- Artefactos culturales: El membrete universitario, un artefacto de autoridad institucional, se convierte en el objeto central de la disputa.
En este ensamblaje, el sujeto racializado—Saidi—es producido no primariamente por su fenotipo, sino por su posición política y su afiliación percibida. Ella es la “académica musulmana pro-Irán”, una categoría que, en el contexto geopolítico actual, carga con una significación racial específica dentro de la jerarquía global del poder. Su destitución envía un mensaje disciplinario no solo a ella, sino a todo un sector del mundo académico que podría contemplar cruzar líneas rojas similares. Es una pedagogía del poder que enseña los límites de lo decible y los costos de transgredirlos.
Conclusión: La tecnología y sus límites
El despido de Shirin Saidi es un caso de estudio en la operación de la raza como una tecnología de gobierno en la era liberal multicultural. Demuestra cómo el aparato institucional occidental puede absorber la crítica y convertirla en una cuestión de procedimiento, cómo puede movilizar valores aparentemente universales (libertad académica, integridad) para sancionar posiciones particulares que desafían el orden establecido. Este marco repite un patrón más amplio: los académicos musulmanes y de Medio Oriente son sistemáticamente señalados porque su misma presencia discursiva, cuando es crítica, es construida como una manifestación de “ingobernabilidad”.
Sin embargo, como sugiere Lentin al citar a Patrick Wolfe, la raza es una idea que necesita constante reafirmación y adaptación. Su misma necesidad de movilizar una maquinaria compleja, desde campañas en redes hasta comités de ética, para gestionar un discurso disidente revela una debilidad inherente. Expone las costuras del proyecto liberal y la ansiedad que subyace a su supuesta seguridad. Analizar estos casos a través de la lente de la “tecnología” no es concederle un poder omnipotente, sino desmontar su funcionamiento, hacer visible su lógica oculta y, por tanto, abrir espacios para contestarla. La vulnerabilidad que produce no es el final de la historia, sino el punto de partida para una crítica que, al desenmascarar la tecnología, persigue desactivar sus efectos. El caso Saidi, por lo tanto, no es solo un ejemplo de exclusión, sino también un mapa, una cartografía de las herramientas del poder contemporáneo que debe ser leída, comprendida y, en última instancia, resistida.
