Publicada: sábado, 22 de noviembre de 2025 23:31

Se ha afirmado, como recoge Observer Diplomat Magazine, que Benjamín Netanyahu presentó públicamente el concepto de “terrorismo islámico” por primera vez en una conferencia en Washington en 1984.

Por Alberto García Watson

Independientemente de las variaciones y matices que los especialistas puedan debatir sobre esta atribución, lo cierto es que Netanyahu ha sido el líder político que más ha contribuido a institucionalizar este término, transformándolo en una lente a través de la cual Occidente ha aprendido a interpretar, de forma casi automática, cualquier fenómeno político o social que involucre a pueblos árabes o musulmanes.

Y ese marco conceptual no fue gratuito ni inocente. Por el contrario, constituyó y constituye una herramienta ideológica de enorme utilidad para el proyecto sionista más radical, el de la expansión territorial indefinida, el control militar permanente y la deshumanización sistemática del pueblo palestino.

Una etiqueta diseñada para borrar la historia

El concepto de “terrorismo islámico”, que Netanyahu contribuyó a popularizar, opera como una especie de cortina de humo. Con una sola frase se ocultan décadas de historia, expulsiones, colonización, ocupación militar, confiscación de tierras, encierro sistemático de civiles, y una arquitectura jurídica diseñada para garantizar privilegios para unos y desposesión para otros.

La genialidad y perversidad, de la etiqueta radica en su capacidad para convertir una lucha por derechos, tierra y dignidad en un problema religioso global. Palestina deja de ser Palestina, se transforma en un “frente” de una supuesta guerra civilizatoria. El colonizador pasa a ser un guardián del “mundo libre”. Y la víctima, en cambio, queda reducida a estereotipo, sospechosa por defecto, culpable incluso antes de abrir la boca.

Netanyahu: el arquitecto de un discurso que contagió al mundo

Netanyahu no solo exportó ese marco discursivo, lo institucionalizó. Cada discurso ante el Congreso estadounidense, cada intervención mediática, cada aparición pública estaba diseñada para reforzar la idea de que Israel no estaba ocupando territorios ajenos, sino defendiendo la civilización occidental de una amenaza homogénea y atemporal llamada “Islam”.

Pero esta narrativa ha tenido consecuencias devastadoras. Ha legitimado guerras, ha justificado inversiones multimillonarias en seguridad a costa de derechos civiles, ha convertido a millones de personas en sospechosos automáticos, y ha permitido que el sufrimiento palestino se perciba, en el mejor de los casos, como un daño colateral inevitable.

El “terrorismo” como excusa para sostener un sistema de apartheid

Mientras el discurso se repetía, el mapa de Palestina se desdibujaba. Asentamientos ilegales crecían cada año; carreteras segregadas, muros, controles, detenciones sin juicio, castigos colectivos. Nada de esto habría sido sostenible sin una narrativa que presentara a los palestinos como una amenaza esencial, casi biológica, incapaz de convivir, siempre al borde de la violencia.

Netanyahu sabía perfectamente lo que hacía, dotó a Israel, particularmente al sionismo más radical, de un relato que invisibiliza no solo la resistencia palestina, sino la humanidad palestina.

La contradicción central: demonizar un “enemigo” mientras se lo financia

La narrativa del “terrorismo islámico” se derrumba aún más cuando se observan las acusaciones documentadas en la propia prensa israelí. Diversos analistas, ex primeros ministros y filtraciones periodísticas han documentado durante años lo que era un secreto a voces, que Netanyahu personalmente diseñó la entrega en metálico a través de Qatar de sumas millonarias en dólares hacia HAMAS. Algunos investigadores israelíes han afirmado que esta política buscaba dividir al liderazgo palestino, debilitar a la Autoridad Palestina y perpetuar el argumento de que “Israel no tiene con quién negociar” por lo que se tornaba inviable una posibilidad cada vez más remota de una solución de dos estados.

En otras palabras, mientras Netanyahu proclamaba ante el mundo la amenaza existencial del “terrorismo islámico”, su propio gobierno habría contribuido a fortalecer actores armados, palestinos o sirios, cuando ello reforzaba su estrategia regional o facilitaba justificar la militarización permanente y la ausencia de un proceso de paz. Este patrón de debilitamiento de actores palestinos rivales y de sostenimiento de la narrativa de que "no existe un interlocutor válido" para un proceso político se ha confirmado plenamente. El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, reconoció públicamente que el Estado de Israel está armando y brindando apoyo a clanes delincuenciales palestinos en Gaza opuestos a Hamás, confirmando así los informes procedentes de medios y fuentes regionales.

Estos informes identifican a la milicia en cuestión como las llamadas "Fuerzas Populares", un grupo palestino activo en Rafah dirigido por Yasser Abu Shabab, al que se señala por sus vínculos con redes delincuenciales y por su abierta vinculación al Estado Islámico. Netanyahu defendió esta estrategia argumentando que "solo salva la vida de soldados israelíes".

La nueva Siria y la incomodidad israelí

El derrocamiento violento de Bashar al-Assad y la llegada al poder de Ahmed al-Sharaa, otrora Abu Mohamed al-Golani, antiguo líder terrorista de Jabhat al-Nusra (Al-Qaeda en Siria), ha añadido un nuevo factor incómodo para la narrativa israelí. Al-Sharaa se ha jactado públicamente de que las operaciones de su gobierno contra la presencia iraní y contra Hezbolá en Siria benefician directamente a Israel.

Su afirmación, viniendo de un líder que Occidente ha etiquetado durante años como peligroso terrorista yihadista, expone un hecho que socava profundamente el relato de Netanyahu, la política regional israelí no está guiada por la lucha contra “el terrorismo islámico”, sino por cálculos estratégicos mucho más fríos, donde grupos yihadistas pueden ser adversarios o herramientas según convenga.

Es decir, el “terrorismo” no es para Netanyahu un fenómeno a combatir, sino un recurso a manipular.

El problema no es la seguridad: es el proyecto político

Los defensores de Netanyahu repiten que su obsesión es la seguridad. Pero esta justificación cae por su propio peso cuando se observa que cada ciclo de violencia ha sido precedido por nuevas políticas de expansión, anexión o provocación. La seguridad no es el fin, es el pretexto.

Lo que está en juego no es proteger ciudadanos, sino proteger un proyecto político basado en la supremacía étnica y en la negación del derecho de un pueblo entero a existir con libertad y soberanía.

Netanyahu no inventó el colonialismo, pero sí perfeccionó la maquinaria discursiva para hacerlo presentable, exportable, incluso deseable. Y lo hizo creando un enemigo monolítico, “el terrorismo islámico”, que él mismo ha alimentado cuando le convino.

Ese es el verdadero legado de Netanyahu, no la seguridad de Israel, sino la normalización global de una narrativa que deshumaniza a millones para justificar lo injustificable.