Por Xavier Villar
No una doctrina en el sentido clásico —un conjunto de principios aplicables a un mundo externo y objetivo—, sino una pseudo fe en la que el orden y el caos dependen de la voluntad singular del presidente.
La narrativa que construye es tan simple como reveladora. Según su visión, Oriente Próximo estuvo dominado durante años por dos “matones”: Irak e Irán. La caída de Bagdad en 2003, en su lógica, no generó un vacío de poder, sino que eliminó a uno de los polos de equilibrio, dejando a Teherán como el “único agresor”. Esa simplificación es fundamental, porque traduce un entramado de conflictos, aspiraciones nacionales y memorias coloniales en una ecuación binaria: la paz pasa por debilitar a Irán. Todo lo demás —el conflicto palestino-israelí, las rivalidades internas del mundo árabe, la irrupción de actores no estatales o las ambiciones de potencias medianas como Turquía o Arabia Saudí— queda subordinado a esa premisa.
El momento definitorio de esta teología, su prueba de fuego, fue el ataque con drones que en enero de 2020 acabó con la vida del general Qasem Soleimani, comandante de la Fuerza Quds del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica (CGRI) de Irán. Trump no lo presenta como un episodio más en una larga historia de fricciones, sino como un punto de inflexión que “remodeló” la región. En su descripción, la acción no fue solo táctica, sino simbólica: el gesto de un poder que se erige en juez de la estabilidad regional. “Les devolvimos el golpe”, afirma, convencido de que un solo acto de fuerza extrema bastó para restablecer el equilibrio. La operación se eleva así a la categoría de correctivo providencial: una intervención secular con pretensión moral, donde la violencia estadounidense se reviste de legitimidad redentora.
Sin embargo, esa visión omite una realidad que en Teherán se percibe con nitidez: la de un país que, rodeado de bases militares estadounidenses, de rivales armados con tecnología occidental y de décadas de sanciones, ha construido su política exterior sobre la lógica de la supervivencia. La influencia iraní no nace del expansionismo, sino del cálculo defensivo. Su red de aliados —desde Hizbulá en el Líbano hasta los hutíes en Yemen— no constituye un imperio informal, sino un cinturón de contención frente a amenazas percibidas como existenciales. En ese contexto, la “profundidad estratégica” que busca Irán es una respuesta racional a un entorno que desde hace décadas lo considera una anomalía a corregir.
La retirada de Estados Unidos del acuerdo nuclear (JCPOA) en 2018, impulsada por Trump, reforzó esa percepción de asedio. Al romper un compromiso que Teherán había cumplido con supervisión internacional, Washington envió el mensaje de que ningún pacto con Occidente garantiza seguridad. La consecuencia fue inmediata: la cristalización de una ideología de resistencia que, integrada en el pensamiento político iraní contemporáneo, asume la autosuficiencia tecnológica, energética y militar como expresión de soberanía y como respuesta estructural a las dinámicas de presión internacional.
La narrativa trumpiana, por tanto, se sostiene sobre un círculo vicioso: se castiga a Irán bajo el pretexto de que representa una amenaza, pero son precisamente las sanciones, los asesinatos selectivos y las designaciones unilaterales como “terroristas” los que refuerzan en Teherán la percepción —fundada— de una amenaza existencial. El resultado es lógico: un país que refuerza su defensa, que mira con cautela una diplomacia usada como instrumento de presión y que comprende que la disuasión —más que la negociación asimétrica— constituye la única garantía real de su soberanía. Es un bucle que Washington perpetúa con su propia retórica y su incomprensión del sentido profundo de la seguridad iraní.
La entrevista con Time revela también cómo esta teología del poder se proyecta sobre el conflicto palestino-israelí. Al reivindicar su papel en los Acuerdos de Abraham, que normalizaron relaciones entre Israel y varias monarquías del Golfo Pérsico, Trump los presenta como una muestra de su eficacia: aislar a Irán habría permitido la alineación árabe con Tel Aviv bajo tutela estadounidense. Pero ese éxito diplomático tuvo un costo: la marginación de la causa palestina. La paz se redujo a un pacto entre élites, sostenido por intereses económicos y un enemigo común.
Al despolitizar el conflicto y subordinarlo a la lógica antiraní, Washington contribuyó a enterrar —aunque solo de manera temporal— la posibilidad de una solución justa. La guerra de Gaza, desatada después, es un recordatorio de que los conflictos no desaparecen por decreto, sino que se transforman cuando se les niega salida.
La lógica subyacente es profundamente problemática. En la visión de Trump, la paz no se construye entre iguales, sino que se impone desde arriba. La presidencia estadounidense se erige en árbitro moral que decide quién es “racional” y quién “peligroso”. Ese paternalismo imperial ignora que las naciones de Oriente Próximo —Irán entre ellas— no son piezas de un tablero, sino actores con historias, agravios y aspiraciones propias. La caracterización de Irán como “matón” revela más sobre la psicología del poder estadounidense que sobre la realidad regional. Ningún orden duradero puede basarse en la obediencia; solo en el reconocimiento mutuo.
La ironía final es que la estrategia de Trump, al intentar aislar a Irán, terminó reforzando su centralidad. Teherán se ha convertido en el eje inevitable de cualquier conversación sobre seguridad en la región, el punto de convergencia de una resistencia difusa pero persistente frente a la hegemonía estadounidense. La confrontación lo ha transformado en un referente para quienes buscan una autonomía política y estratégica frente al orden impuesto desde fuera.
El orden regional no emana del decreto de una superpotencia, sino de un equilibrio siempre inestable entre actores locales, cada uno movido por sus propios miedos, memorias y ambiciones. La visión expuesta por Trump en Time, seductora en su simplicidad y útil para un imaginario de poder sin matices, es en realidad una negación de esa complejidad. Al reducir la región a un escenario donde un presidente estadounidense reparte castigos y recompensas, no solo malinterpreta la dinámica del conflicto, sino que allana el terreno para su próxima erupción. La teología del poder, al no comprender la lógica de la resistencia, está condenada a enfrentarse una y otra vez con ella.
