Por Alberto García Watson
Los números, dicen los tecnócratas, son fríos, objetivos, imparciales. Pero a veces los números arden. Según nuevos datos, la magnitud de la matanza en Gaza ha escalado a un nivel que ya no cabe en las fórmulas habituales de la “defensa propia”, más de 680 000 palestinos muertos, de los cuales 479 000 son niños. Sí, casi medio millón de infantes y menores. Una franja de tierra transformada en un cementerio infantil.
Para dimensionar el horror, esa cifra representa el 28 % de la población de Gaza antes del holocausto actual, que era de 2,4 millones de personas, y equivale a once veces la estimación subregistrada que los grandes medios repiten, 62 000 muertes. Un desfase que no es casual, es el producto de la contabilidad política del horror, donde cada cadáver puede cotizar distinto según quién lo produzca y a qué narrativa sirva.
La ironía más cruel es que todavía hay quien insiste en que esto es un “conflicto” equilibrado, una “guerra” entre dos ejércitos. Nada como un vocabulario aséptico para disimular lo indecoroso. Después de todo, ¿qué es un genocidio cuando se puede describir como una operación militar quirúrgica? Si un hospital se pulveriza, es un “error”, si mueren 380 000 bebés, es “daño colateral”. El eufemismo se convierte en arma de precisión más eficaz que cualquier misil.
Israel afirma estar defendiéndose. Uno casi puede admirar la audacia retórica, si la defensa consiste en aniquilar sistemáticamente a la población civil de un territorio sitiado, cabe preguntarse qué significará entonces la agresión. Quizá, desde cierta lógica invertida, el mero hecho de que un palestino respire constituya ya un ataque intolerable.
Y mientras tanto, en la otra trinchera, la de la propaganda, el espectáculo resulta tan obsceno como en el frente militar. Israel ha pagado más de 40 millones de dólares a Google para limpiar su imagen en medio de este genocidio. Se trata, literalmente, de un esfuerzo por ajustar el algoritmo al servicio de la masacre, invisibilizar la sangre, relegar las cifras, desplazar el horror a la página dos del buscador. Los muertos son reales, el relato, cuidadosamente maquillado.
Los datos son tan brutales que exceden lo imaginable. No hablamos de un margen de error estadístico, ni de cifras infladas por la propaganda, hablamos de números que, de confirmarse, ponen a Gaza en la misma categoría histórica que Ruanda o Camboya, con la diferencia de que aquí los verdugos se presentan como los campeones de la democracia y los derechos humanos en Oriente Medio (Asia Occidental), con la bendición de las potencias occidentales. Es un genocidio televisado en tiempo real, y aun así se debate si la palabra “genocidio” no es demasiado dura.
La complicidad internacional es otro espectáculo de cinismo. Gobiernos que se escandalizan por la destrucción de estatuas en Palmira guardan un silencio elocuente frente a la aniquilación de casi medio millón de niños. Las mismas cancillerías que publican comunicados solemnes sobre la importancia de la “paz” parecen haber decidido que la paz se logra más rápido si no queda nadie vivo para reclamarla.
La aritmética macabra de Gaza es también una lección sobre los límites de la empatía global. ¿Qué significa realmente “479 000 niños muertos”? El dato se desliza en titulares, informes, posts de redes sociales, y a fuerza de repetición se convierte en ruido. La cifra se deshumaniza y el horror se normaliza. Tal vez esa sea la victoria final: no solo borrar la vida, sino anestesiar la conciencia.
En el fondo, la pregunta que queda flotando no es si esto es “defensa” o “genocidio”. La pregunta es mucho más incómoda: ¿qué clase de mundo seguimos habitando si semejante carnicería puede presentarse con seriedad burocrática como una política de seguridad legítima?
La historia, esa que suele tomarse su tiempo, será implacable. Y cuando se vuelva la mirada atrás, no se preguntará cómo fue posible que Israel cometiera semejante masacre, sino cómo fue posible que tantos, sabiendo lo que sabían, decidieran mirar hacia otro lado.