Publicada: miércoles, 13 de agosto de 2025 17:32

El “Gran Israel” no es un proyecto político, es un delirio imperial. Benjamín Netanyahu lo presenta como una misión “histórica y espiritual”, pero en realidad es el mismo viejo sueño colonial disfrazado con retórica bíblica.

Por Alberto García Watson

En su versión, este “Gran Israel” absorbería territorios palestinos y zonas de territorios árabes colindantes, borrando fronteras y de paso, borrando pueblos enteros.

Es el equivalente moderno del Lebensraum o “espacio vital” que prometía Adolf Hitler en sus mil años de nazismo, expansión por la fuerza, supremacismo étnico y la ilusión de un destino manifiesto grabado en piedra… o mejor dicho, en bombas.

 Y aquí reside la cruda y aterradora verdad, no hay un líder mundial más cercano al pensamiento hitleriano en el siglo XXI que Benyamin Netanyahu, un individuo que no duda en equiparar el clamor por la libertad del pueblo palestino ("Free Palestine") con el genocida lema nazi "Heil Hitler".

Es una bofetada a la historia, un acto de absoluta perversión moral que revela la mentalidad supremacista detrás de su proyecto.

Netanyahu, al igual que los líderes más oscuros de la historia, necesita un enemigo perpetuo. Y en este guion, los palestinos son el perfecto chivo expiatorio. No importa cuántos acuerdos internacionales se rompan, cuántos niños mueran, cuántas hogares se reduzcan a polvo, todo es “legítima defensa” cuando el objetivo final es agrandar el mapa y achicar la existencia del otro a través de una abierta política de exterminio propia de la solución final de Adolf Eichmann.

Pero aquí hay un giro digno de una novela política, mientras dibuja su “Gran Israel” sobre ruinas y cadáveres, Netanyahu también dibuja la ruta para su propia supervivencia política. Con causas judiciales abiertas por corrupción, fraude y abuso de poder, sabe que la paz sería su peor enemigo.

Porque en tiempos de calma, el sistema judicial podría hacer su trabajo, en tiempos de guerra, la “seguridad nacional” actúa como un escudo que lo mantiene lejos del calabozo que, en cualquier democracia funcional, ya estaría esperando por él.
Este es un liderazgo que no se mide en obras o logros, sino en la cantidad de tierra arrebatada y sangre derramada para sostener una narrativa mesiánica. Netanyahu no protege a su pueblo, lo toma como rehén en un conflicto perpetuo para garantizar que su poltrona siga ocupada y sus manos, aunque manchadas, sigan libres.
 Al final, el “Gran Israel” y el “Reich de mil años” comparten la misma fórmula: una ambición territorial sin límites, un nacionalismo fanático y el desprecio absoluto por la vida humana. La única diferencia es el decorado, ayer eran desfiles con estandartes y antorchas, hoy son conferencias de prensa y gráficos de mapas.

Pero el resultado es el mismo, destrucción, muerte y la arrogancia de creer que el mundo entero debe adaptarse a la visión de un solo hombre y una deleznable ideología el sionismo que la misma ONU condenara en 1975 en la Resolución 3379 como una forma de racismo, equiparándolo al apartheid sudafricano.

Netanyahu no es un estadista, es un parásito político que se alimenta del conflicto y cuya “misión espiritual” no es más que un contrato de alquiler indefinido sobre la tragedia de un pueblo.