La masacre a sangre fría reveló la verdadera naturaleza del régimen respaldado por Occidente y aceleró su caída, así como la inevitable victoria de la Revolución Islámica meses después.
Conocido como el Viernes Negro, este hecho marcó un punto de inflexión: el movimiento pacífico del pueblo por la justicia fue recibido con violencia desmedida, destrozando cualquier ilusión de reforma dentro del sistema monárquico y demostrando que el único camino hacia la libertad era su derrocamiento total.
La brutalidad del régimen Pahlavi sirvió para unir aún más a la nación bajo el liderazgo visionario del Imam Jomeini (P), transformando un movimiento popular y generalizado en una fuerza revolucionaria imparable que alteraría para siempre el destino de Irán.
Camino hacia la tiranía
Los acontecimientos que condujeron a la masacre del 17 de Shahrivar estuvieron marcados por los intentos desesperados del régimen de Pahlavi de mantener su poder ilegítimo mediante el engaño y las falsas promesas, estrategias que solo fortalecieron la determinación del pueblo.

Tras las amplias revueltas populares inspiradas en el liderazgo del Imam Jomeini, un Mohamad Reza Pahlavi en pánico destituyó al gobierno de Yamshid Amuzegar y nombró a Yafar Sharif-Emami como primer ministro bajo el engañoso lema de un supuesto “Gobierno de Reconciliación Nacional.”
Este régimen, que el Imam Jomeini calificó de basado en la “mentira y el engaño”, intentó crear una apariencia superficial de cambio prometiendo diálogo con el clero y lucha contra la corrupción, pero en realidad buscaba apaciguar a los manifestantes sin atender a ninguna de sus demandas fundamentales.
Los planes siniestros del régimen coincidieron con el sagrado mes de Ramadán, período durante el cual los clérigos y predicadores revolucionarios expusieron con fuerza la opresión del régimen y transmitieron fielmente los mensajes del Imam Jomeini y de las autoridades religiosas al pueblo.
La multitudinaria oración del Eid al-Fitr el 13 de Shahrivar de 1357, dirigida por el mártir Ayatolá Mohamad Mofateh en las colinas de Qeytariye en Teherán, culminó en una gran manifestación pacífica que se convirtió en una poderosa demostración de fuerza y en un claro rechazo a la dictadura Pahlavi, demostrando que el pueblo ya no podía ser engañado con palabras vacías ni gestos teatrales.
Al comprender que su estrategia de engaño había fracasado por completo, el régimen recurrió a su herramienta final de represión, planeando en secreto una violenta represión al estilo de la sangrienta sofocación del levantamiento del 5 de junio de 1963 (15 de Jordad de 1342 del calendario hégira solar), preparando así el escenario para una confrontación espantosa.
En una maniobra traicionera, se declaró la ley marcial en Teherán y otras once ciudades en plena noche del 7 de septiembre (16 de Shahrivar), una medida de la que muchos ciudadanos no tenían conocimiento cuando acudieron a la manifestación planificada, caminando sin saberlo hacia una trampa cuidadosamente preparada.
La masacre en la plaza Yale
La mañana del 8 de septiembre de 1978 fue testigo de un crimen atroz que manchó para siempre al régimen Pahlavi con la sangre de mártires inocentes y expuso ante el mundo su naturaleza salvaje.
Una gran multitud pacífica de hombres, mujeres y jóvenes, llena de espíritu revolucionario, se reunió en la plaza Yala en respuesta a los llamados a la protesta, completamente ajena a que el régimen había declarado la ley marcial y rodeado el área con fuerzas militares preparadas para la masacre.

Los agentes del régimen Pahlavi anunciaron repetidamente por altavoces que la gente debía abandonar la plaza, mientras los oficiales militares tomaban posiciones en la parte noreste y helicópteros sobrevolaban de manera amenazante, creando un ambiente de intimidación y miedo.
Cuando las fuerzas del régimen vieron que la plaza estaba colmada de personas decididas a no dispersarse, abrieron fuego directamente contra la multitud desarmada, cometiendo un acto de violencia indescriptible contra sus propios ciudadanos.
En una sobrecogedora muestra de valor y sacrificio, las mujeres revolucionarias utilizaron sus propios cuerpos como escudos para proteger a los hombres de la lluvia de balas, encarnando los más altos valores de martirio y resistencia que más tarde definirían la Revolución Islámica.
Sin embargo, los disparos continuaron sin piedad, dejando un gran número de mártires y heridos. Muchos de los heridos fueron sacados a escondidas por sus compañeros para evitar su arresto y tortura a manos de la SAVAK, el temido aparato secreto del régimen.
El número exacto de mártires sigue siendo desconocido, ya que las fuerzas del régimen confiscaron los cuerpos de las víctimas para ocultar la magnitud real de su crimen. No obstante, diversas fuentes estiman que ese día fueron asesinadas cientos de personas, una cifra que contrasta drásticamente con los reportes falsificados y minimizados del régimen.
Este acto de brutalidad, ordenado desde los más altos niveles del régimen Pahlavi y con el pleno respaldo de sus amos estadounidenses, buscaba sembrar el terror en la población para forzar su sumisión. Pero, en lugar de ello, encendió un fuego incontenible de resistencia que finalmente devoraría a la monarquía.

Avivar la llama revolucionaria
Las consecuencias inmediatas y a largo plazo de la masacre del Viernes Negro fueron profundas: significaron el comienzo del fin del régimen Pahlavi y movilizaron a la nación hacia su victoria final bajo la bandera del Islam.
Los sangrientos acontecimientos expusieron por completo la verdadera naturaleza del llamado “Gobierno de Reconciliación Nacional” de Sharif-Emami, revelándolo como una mera fachada cruel del mismo régimen opresor y destruyendo cualquier confianza pública en reformas políticas desde dentro del sistema.
Las reacciones internacionales, en particular de gobiernos y medios occidentales, resultaron reveladoras. Algunos, como The Guardian, predijeron que las sangrientas acciones del régimen conducirían a su aislamiento y caída, mientras que otros continuaron expresando su apoyo al Shah, poniendo en evidencia su complicidad en estos crímenes.
El Imam Jomeini, desde su exilio, reconoció de inmediato el carácter transformador del acontecimiento, emitiendo un poderoso mensaje en el que elogió a los mártires y aseguró a la nación que la victoria era segura. Este mensaje elevó enormemente la moral de los revolucionarios y unificó el movimiento.
La masacre marcó el inicio de una nueva fase de lucha, que condujo al traslado del Imam Jomeiní de Irak a París, donde pudo utilizar de manera más eficaz los medios de comunicación internacionales para exponer los crímenes del régimen y guiar la revolución hasta su culminación.
Dentro de Irán, el movimiento se intensificó dramáticamente: los meses posteriores de Muharam y Safar presenciaron manifestaciones aún más grandes y ceremonias de duelo que movilizaron más a las masas y debilitaron el control del régimen, culminando en las históricas marchas de Tasua y Ashura.
El fracaso de los posteriores gobiernos militares y de las conspiraciones respaldadas por Estados Unidos —incluyendo intentos de golpe y planes de asesinato contra el Imam Jomeini— demostró que la fe y la unidad del pueblo se habían convertido en una fuerza imparable, imposible de sofocar con violencia extranjera o represión interna.
La victoria definitiva de la Revolución Islámica el 22 de Bahman de 1357 (11 de febrero de 1979) permanece como un testimonio eterno de los sacrificios del Viernes Negro, probando que la sangre de los mártires es más poderosa que la tiranía de los opresores y estableciendo un sistema divino que hasta hoy continúa desafiando a la arrogancia global.
Por Yousef Ramazan