Por: Hamid Javadi *
Los recientes comentarios de Tom Barrack, estrecho asesor del presidente estadounidense Donald Trump y su enviado especial para Siria, reconociendo dos intentos fallidos de “cambio de régimen” en Irán, no constituyen ni la primera admisión de este tipo por parte de un funcionario estadounidense ni, probablemente, la última.
Estados Unidos ha perseguido una política de “cambio de régimen” en Irán desde que la Revolución Islámica de 1979 derrocó a la monarquía Pahlavi, respaldada por Washington, y la reemplazó con una República Islámica abiertamente opuesta a la hegemonía estadounidense —no solo en Irán, sino en toda la región.
A lo largo de las décadas, esta política ha adoptado múltiples formas: sanciones económicas paralizantes, aislamiento diplomático, apoyo a grupos armados considerados terroristas, actos de sabotaje, operaciones de espionaje, intentos de fomentar guerras civiles y desórdenes sociales y, más recientemente, agresiones militares directas contra instalaciones nucleares iraníes.
Sin embargo, a pesar —y quizá a causa— de esta campaña de presión incesante, caracterizada por Trump como una política de “máxima presión” durante su primer mandato, Irán no solo ha resistido, sino prosperado, especialmente en el sector de defensa, que mantiene inquietos a Washington y Tel Aviv.
En una reciente entrevista televisiva, Barrack —un inversor inmobiliario convertido en diplomático— insistió en que Washington no buscaba derrocar al estamento gobernante iraní, y afirmó, en cambio, que la administración Trump apostaba por “conversaciones genuinas” sobre el programa nuclear de Teherán.
Barrack señaló que sus superiores, Trump y el secretario de Estado Marco Rubio, consideraban que correspondía a “la propia región” hallar una solución regional.
In his latest interview, US Special Envoy Tom Barrack admits that the United States had carried out two unsuccessful 'Regime Change' operations in Iran.
— PressTV Extra (@PresstvExtra) December 6, 2025
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Pero se contradijo al elogiar la decisión de Trump de sumarse al ataque militar de Israel contra Irán en junio, un acto de agresión que proviene directamente del manual estadounidense de “cambio de régimen”.
“Fue increíble”, afirmó. “Nuestro presidente ha sido claro. Está abierto a conversaciones reales. No está dispuesto a seguir aplazando las cosas indefinidamente, y conoce bien el programa”.
Lo que el expresidente de Colony Capital, de 78 años, omitió, sin embargo, es que el propio Trump fue el arquitecto del actual estancamiento, comenzando por su temeraria decisión de “romper” el histórico acuerdo nuclear de 2015, conocido oficialmente como el Plan Integral de Acción Conjunta (PAIC o JCPOA).
Ese acuerdo había impuesto ciertas restricciones a las actividades nucleares de Irán a cambio del levantamiento parcial de sanciones. Los funcionarios iraníes han afirmado reiteradamente que, si Washington realmente tuviera preocupaciones sobre el programa nuclear iraní, el JCPOA era el mejor marco para abordarlas.
Desde el principio, no obstante, estaba claro que la cuestión nuclear era más un pretexto que una preocupación genuina: un mecanismo para intensificar la presión económica y militar sobre la República Islámica con el objetivo último de lograr un “cambio de régimen”.
De hecho, las raíces de la hostilidad entre Estados Unidos e Irán se remontan a la política estadounidense de “cambio de régimen” en Teherán, que se remonta al 19 de agosto de 1953, cuando la CIA (Agencia Central de Inteligencia de EE.UU.) y el MI6 (Servicio de Inteligencia Secreto) británico orquestaron un golpe de Estado contra el gobierno del primer ministro Mohamad Mosadeq tras la nacionalización de la industria petrolera.
El infame golpe ayudó a que Mohamad Reza Pahlavi consolidara su poder autocrático y asegurara los intereses petroleros occidentales, pero dejó a los iraníes profundamente traicionados.
Desde la Revolución de 1979, las tensiones han fluctuado según quién ocupara el poder en Washington y Teherán. Alcanzaron un punto de ebullición durante el primer mandato de Trump, cuando Estados Unidos se retiró del JCPOA en mayo de 2018, reimpuso sanciones y, dos años después, asesinó al general Qasem Soleimani, el principal comandante militar antiterrorista.
En ese momento, la guerra parecía más inminente que nunca.
Con la llegada de Joe Biden a la presidencia, se anunció la intención de reincorporarse al JCPOA. Pero, en lugar de abordar décadas de desconfianza y reparar los errores de su predecesor, su administración osciló entre amenazas militares, escaladas diplomáticas y tímidos intentos de acercamiento.
La supuesta pausa en la política de “cambio de régimen” parecía más un gesto dirigido a un público estadounidense cansado de la guerra que un cambio real de estrategia hacia Irán y la región en general.
El regreso de Trump a la Casa Blanca en 2024 trajo de vuelta la campaña de “máxima presión”, con formas y matices distintos, aun cuando afirmaba buscar un nuevo acuerdo nuclear con Irán.
Diplomáticos iraníes y estadounidenses celebraron cinco rondas de conversaciones indirectas mediadas por Omán y se preparaban para una sexta cuando Israel lanzó una agresión sorpresa contra Irán a mediados de junio.
Una semana después, los estadounidenses se sumaron, con Trump ordenando personalmente ataques contra tres instalaciones nucleares en diferentes regiones del país.
El objetivo, según lo propagado por el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, era incitar al pueblo iraní contra su gobierno y desencadenar protestas callejeras para lograr un “cambio de régimen”. Sin embargo, esta vil agresión resultó contraproducente.
Fue un error desastroso. En lugar de volverse contra su gobierno, los iraníes de todo el espectro político se unieron para defender su patria.
La guerra generó un nivel de unidad nacional que no se veía en décadas. También reveló cuán profundamente habían malinterpretado Washington y Tel Aviv el sistema político iraní, que ha construido extensas redes defensivas, ofensivas y de inteligencia precisamente para resistir este tipo de escenarios.
Contrariamente a las fantasías de Netanyahu y Trump, los iraníes rechazaron tajantemente la intervención extranjera. Estados Unidos debería haber aprendido de Irak, Afganistán y Libia que el “cambio de régimen” impuesto desde arriba, incluso cuando logra derrocar a un gobierno, rara vez produce los resultados deseados.
Además, Irán no es Irak ni Libia. Como demostró la guerra de 12 días, las fuerzas armadas iraníes son capaces de obligar a sus adversarios a retroceder, como hicieron con Israel cuando las capacidades misilísticas iraníes convirtieron ciudades israelíes en pueblos fantasma en junio, forzándolo a solicitar un alto el fuego.
La persistencia en recurrir a la coerción, las sanciones y la acción militar no solo ha fracasado en su intento de provocar un cambio de régimen en Irán, sino que también ha alimentado una mayor inestabilidad en toda la región.
Si Trump realmente busca una paz duradera en la región, como afirma, primero debe reconocer los fracasos de las políticas estadounidenses anteriores y aceptar que Irán no puede ser forzado a someterse.
El presidente estadounidense ha planteado condiciones imposibles para que Irán acepte iniciar cualquier negociación con Washington: enriquecimiento de uranio en cero y severas limitaciones en su programa de misiles.
Para Teherán, estas exigencias equivalen a una rendición total. Implican renunciar a la sangre de los mártires y a los logros arduamente conquistados desde la Revolución Islámica de 1979.
Al establecer condiciones que atacan el corazón de las líneas rojas estratégicas de Irán y su disuasión vital, Washington ha cerrado, de hecho, la puerta a un diálogo significativo.
Para que Estados Unidos logre la paz en Asia Occidental, debe enfrentar la realidad de que Irán no es un país que responda al lenguaje de la fuerza. Las pruebas son abrumadoras: la disuasión, el cerco y la escalada militar han fracasado.
* Hamid Javadi es un destacado periodista y analista iraní radicado en Teherán.
Texto recogido de un artículo publicado en Press TV
