Presentado como una solución definitiva para poner fin a al conflicto, a la destrucción y al sufrimiento, el proyecto revela en sus entrañas una lógica colonial que perpetúa la ocupación israelí y subordina la soberanía palestina. Mientras la propaganda oficial lo vende como un paso hacia la paz y prosperidad, su contenido y dinámica evidencian una estrategia diseñada para consolidar el control imperial sobre la región con la complicidad de ciertos países regionales.
Estados regionales: intermediarios cómplices y simuladores de legitimidad
Una de las piedras angulares del plan reside en el papel activo de países árabes y musulmanes como Emiratos Árabes Unidos, Catar, Jordania y otros. Estos actores —que se presentan ante la opinión pública como mediadores neutrales— operan, en realidad, como intermediarios que refuerzan de manera dinámica la soberanía israelí y estadounidense sobre los territorios palestinos. Su aceptación y promoción del acuerdo consolidan un régimen de consentimiento ritualizado que, bajo el disfraz de gestos diplomáticos, oculta su verdadera función en la administración del statu quo colonial.
Lejos de ser guardianes independientes de la justicia regional, estos estados operan bajo una soberanía limitada, actuando como traductores y ejecutores locales de mandatos externos. Este fenómeno es una caracterización clásica del imperialismo contemporáneo: países nominalmente soberanos que establecen políticas según las directrices de potencias globales, en un proceso que transforma la mediación en cómplice encubierto de la opresión.
Su respaldo público no es una expresión genuina de voluntad regional, sino un acto performativo dirigido a legitimarse ante audiencias tanto locales como internacionales, mientras mantienen en pausa indefinidamente la posibilidad de autodeterminación palestina. Bajo esta fachada, la población palestina queda marginada y despojada de su agencia política, transformada en objeto pasivo del entramado geopolítico en lugar de sujetos activos de sus destinos.
Una violencia soberana disfrazada de “paz”
El plan de Trump establece un régimen de violencia soberana normalizada, en el que el monopolio de la fuerza lo ejerce el Estado israelí y sus aliados, pero bajo un velo de aceptación consensuada. Su exigencia central —la desmilitarización total de la Franja y la exclusión absoluta de HAMAS de cualquier gobierno o proceso de negociación— se presenta como una concesión política, cuando en realidad constituye un dictado soberano encubierto.
Esta imposición crea un espacio de excepcionalidad en el que la violencia estructural, el despojo territorial y la negación política se naturalizan en nombre de la estabilidad y la seguridad regional. El mensaje implícito es que el derecho palestino a resistir, defenderse y gobernarse es ilegítimo, subordinado a un orden hegemónico que convierte la “paz” en un instrumento de control poblacional y político.
El plan contempla la creación de un gobierno temporal tecnocrático —liderado por actores internacionales, incluido el británico Tony Blair— destinado a gestionar la “reconstrucción” mientras Israel mantiene una presencia militar efectiva y el control sobre fronteras estratégicas y espacio aéreo. Esta administración desvincula por completo la gobernanza local de la voluntad popular palestina, excluyendo a sus líderes electos y restringiendo cualquier manifestación de soberanía.
El espejismo de la “desradicalización” y pacificación
Como ha señalado la politóloga Amal Saad, la redacción del plan, que comienza con la demanda de hacer de Gaza una “zona desradicalizada y libre de terrorismo,” revela no solo la continuidad del enfoque colonial, sino una escalada en la política de control social y político. Esta “desradicalización” no se refiere solamente a la eliminación de amenazas armadas, sino a la total anulación del sujeto palestino como actor político.
El plan no busca la mera disciplina o neutralización militar, sino una pacificación absoluta que deshumanice a la población palestina, reduciéndola a ciudadanos sin identidad política ni derechos reales, cuya supervivencia depende de su sumisión permanente. Esta lógica sectaria y colonial pretende transformar a los palestinos en una masa gestionable, subordinada completamente a la tutela extranjera y sin capacidad efectiva de resistencia ni reclamación.
Es esta negación del derecho a la resistencia legítima —considerada herejía o terrorismo por las potencias dominantes— lo que diferencia la propuesta de un verdadero proceso de paz y justicia. En su lugar, se establece una maquinaria destinada a borrar al Estado y al sujeto palestinos bajo un régimen controlado y estrechamente vigilado.
La paradoja y rendición de los Estados regionales
Es esencial comprender la abismal diferencia entre las posturas de la mayoría de los países regionales que avalan el plan y la posición iraní, que defiende incondicionalmente la soberanía palestina y el derecho a la resistencia. Mientras Estados como Emiratos Árabes y Catar priorizan sus propios intereses geopolíticos, estabilidad interna y relaciones con Occidente —a menudo a costa de los derechos palestinos—, Irán sitúa la autodeterminación como principio no negociable.
Este contraste refleja no solo divergencias políticas, sino una diferencia profunda en visiones sobre soberanía, justicia y legitimidad histórica. La apuesta iraní por la resistencia y la integridad territorial no solo desafía la agenda colonial, sino que constituye el único contrapeso real frente a la resignación impuesta.
El respaldo de estos gobiernos al plan —presentado como un acto pragmático o realista— puede asociarse con su rol como intermediarios nativos en el juego imperial, quienes desempeñan una función crucial en la perpetuación de una hegemonía que no solo despoja a Palestina, sino que marginaliza y fragmenta la alianza regional anticolonial.
Un futuro en pausa: la mecánica del consentimiento y la suspensión de la esperanza
Este plan fortalece un régimen donde la “misericordia gestionada” se convierte en el modo predominante de control. Al limitar la autonomía palestina y dirigir desde afuera la gobernanza, se administra la crisis, pero sin ofrecer una salida verdadera a la ocupación ni el reconocimiento integral de derechos.
Las promesas de desarrollo económico, apertura de corredores y reformas administrativas son, así, instrumentos para institucionalizar una subordinación bajo apariencia funcional, mientras se mantiene el control militar y político israelí. El gobierno palestino independiente queda suspendido hasta “futuras condiciones” prometidas, nunca precisamente definidas ni inmediatas.
El resultado es una parálisis política y social que condena a las próximas generaciones palestinas a vivir bajo tutela indirecta o directa, en un estado permanente de excepción. La legitimidad queda reservada a actores extranjeros y locales subalternos, anulando cualquier posibilidad de construcción estatal propia y de una paz basada en justicia.
Conclusión: una oportunidad para repensar la autonomía palestina
El plan Trump-Netanyahu para Gaza confirma que, bajo el disfraz de la diplomacia y la pacificación, persiste un orden colonial que niega la soberanía palestina y su derecho a la resistencia política.
La complicidad de ciertos estados regionales, aunque explícita en su retórica oficial, expone la profunda crisis política regional, en la que la prioridad es la estabilidad y los intereses propios, y no la emancipación de Palestina.
Solo un compromiso firme con la legitimidad histórica y política palestina —como el que sostiene Irán— puede ofrecer un camino auténtico hacia una solución justa. Resulta urgente desmontar las mascaradas coloniales y reivindicar el derecho fundamental a la autodeterminación y a la construcción de un Estado soberano.