Kirk, pese a ser una figura extremista y altamente polarizadora —cuyo discurso y acciones han estado marcados por ataques directos a inmigrantes, mujeres y minorías— ha hallado en su fallecimiento un reconocimiento público significativo, incluso en medios liberales que no comparten su ideología. Este fenómeno ofrece un punto de partida para comprender cómo se construyen jerarquías simbólicas y políticas en torno a qué cuerpos merecen ser llorados y cuáles son sistemáticamente despojados de ese derecho.
La cuestión esencial radica en que Kirk, por su pertenencia a determinados grupos sociales y políticos y por la visibilidad que ocupa dentro del sistema político occidental, se le otorga legitimidad para ser conmemorado. Su muerte se inserta en narrativas que, aunque reconocen sus contradicciones y extremismos, defienden su humanidad, su derecho a la memoria y la protesta pública contra su asesinato. Esta legitimación pública se extiende incluso a actores críticos con su ideología, quienes entienden que la condena de su asesinato constituye una defensa de valores democráticos y de la libertad de expresión.
Sin embargo, esta lógica inclusiva y legitimadora del duelo no se aplica de manera equitativa a otras poblaciones. En particular, las víctimas iraníes de los ataques israelíes durante la guerra de los doce días, así como los palestinos asesinados en el genocidio en Gaza, se enfrentan a un reconocimiento mediático y político sistemáticamente limitado o negado. Aunque estas vidas han sido atravesadas por violencia sistemática y masiva, su derecho al duelo público y a la conmemoración política es negado. En el caso de los palestinos, la visibilidad mediática se consolida únicamente cuando la magnitud de la violencia y el número de víctimas hace imposible mantenerlas en el silencio total.
Esta presencia forzada, no obstante, no garantiza una humanización plena ni un reconocimiento igualitario; más bien refleja una excepción impuesta por la brutalidad del hecho, pues en circunstancias normales estas vidas permanecen invisibilizadas y despojadas del estatus de sujetos dignos de duelo internacional.
Por su parte, las víctimas iraníes de la reciente guerra, permanecen en un limbo político y mediático. Sus nombres rara vez aparecen en narrativas públicas, y el dolor que acompaña sus muertes es borrado o desplazado de la memoria colectiva global. Esta exclusión convierte sus muertes en muertes “no llorables”: no ocupan un espacio simbólico de humanidad compartida, no son objeto de políticas de duelo legítimas ni de demandas universales de justicia o reparación.
La jerarquización del duelo tiene, por tanto, un sentido político profundo. El reconocimiento o la exclusión del derecho a ser llorado funciona como un dispositivo de poder a través del cual se regula la humanidad de ciertos cuerpos y se deshumaniza a otros. La muerte deja de ser un hecho biológico para convertirse en un problema político que enseña cómo operan las relaciones de poder y exclusión a escala global.
En este marco, Kirk puede ser asesinado, pero no descartado como ser humano digno de duelo. Su figura extremista y contradictoria es reconstruida simbólicamente para que su muerte convoque emociones colectivas y protestas públicas. Contrariamente, cuando mueren palestinos o iraníes, el sistema global niega ese espacio afectivo y político, reafirmando su condición de cuerpos marginales y subordinados.
La visibilidad mediática de los palestinos muertos en Gaza, especialmente durante el reciente genocidio, ha sido un fenómeno complejo. Solo la magnitud inusitada de la violencia y el aumento constante del número de víctimas han logrado abrir espacios de visibilidad. Sin embargo, esa presencia mediática no se traduce necesariamente en un derecho universal al duelo y a la memoria digna. Su exposición suele ser fragmentada, politizada y condicionada por intereses estratégicos globales. A menudo, los relatos sobre estas muertes se reducen a cifras o se presentan como episodios aislados de violencia, despojando a los cuerpos de su dimensión humana y de la posibilidad de una empatía plena.
El contraejemplo de Kirk evidencia la arbitrariedad política en la selección de los duelos reconocidos: no importa que sus ideas fueran objeto de rechazo o condena, su muerte recibe visibilidad y controversia pública. La política de la muerte y del llanto, por tanto, no solo legitima la pérdida individual, sino que revela la posición social y política del cuerpo que muere dentro de un orden global racializado y jerárquico.
El derecho a ser llorado es, en consecuencia, un derecho mediado y regulado por el poder, que determina quién merece ser registrado en la memoria pública y quién es relegado al olvido. Los duelos posibles se vinculan a discursos de ciudadanía, pertenencia, raza, religión y geopolítica. El duelo legítimo no solo reconoce la pérdida; también legitima la vida que se perdió y reproduce jerarquías políticas y simbólicas en la comunidad humana global.
Así, la muerte de Kirk, en un contexto donde prevalece su posicionamiento privilegiado y reconocido, se convierte en un hecho público movilizador. En cambio, las muertes de las víctimas iraníes y palestinas —solo excepcionalmente visibilizadas durante crímenes masivos o genocidios— quedan fuera del marco de reconocimiento y empatía, reafirmando su marginación simbólica.
Esta constatación es clave para pensar en una política de la muerte y del duelo verdaderamente universal y justa. Cuestionar estas jerarquías implica reclamar un derecho al duelo que no discrimine según identidad o ubicación geopolítica. Significa defender la dignidad de todos los cuerpos y el respeto político para todas las pérdidas, transformando la memoria colectiva en un espacio inclusivo y justo.
Finalmente, la discusión política sobre quién puede ser llorado y quién no debe interpelar las raíces de la exclusión racial, política y económica que opera en la necropolítica global. La memoria y el duelo, lejos de ser meros ejercicios sentimentales, constituyen los espacios desde los cuales se disputan las formas legítimas de vida y muerte, y, por extensión, las posibilidades de justicia y humanidad compartida en un mundo atravesado por la violencia y la desigualdad.
Para ampliar el análisis, es necesario considerar cómo estas jerarquías del duelo se intersectan con las narrativas mediáticas y la construcción de lo que podría denominarse “valor simbólico de la vida”. El reconocimiento público de Kirk no surge de su humanidad intrínseca, sino de su colocación en un sistema de valores que prioriza ciertos cuerpos sobre otros. En otras palabras, el derecho al duelo se articula en torno a redes de poder globales, raciales y políticas que determinan qué pérdidas importan y cuáles pueden ser ignoradas.
Además, la comparación con otras muertes políticas a lo largo de la historia evidencia que esta práctica no es nueva. Desde los asesinatos de líderes políticos en contextos coloniales hasta los ataques contra minorías en conflictos modernos, el patrón se repite: algunos cuerpos son convertidos en símbolos de la indignación moral global, mientras que otros permanecen en la invisibilidad. Esto demuestra que la muerte y el duelo son, en última instancia, instrumentos de gobernanza y regulación social que reflejan las desigualdades estructurales y la asignación de valor simbólico según criterios de poder y pertenencia.
El caso de las víctimas palestinas e iraníes expone la necesidad de repensar la noción de universalidad en los derechos políticos y humanos. La humanidad compartida no puede ser condicionada por la proximidad cultural, política o racial, ni subordinada a la lógica mediática occidental. Para lograr una política de duelo verdaderamente universal, es imprescindible reconocer y confrontar las estructuras que determinan qué cuerpos merecen ser llorados y cuáles son sistemáticamente marginados, cuestionando la parcialidad inherente de la visibilidad pública y la memoria política.
En este sentido, la muerte de Kirk y su tratamiento mediático ofrecen un espejo crítico para examinar la arbitrariedad de los mecanismos de legitimación del duelo. La extensión de su memoria y la centralidad de su fallecimiento en la agenda pública muestran cómo la empatía y la indignación se asignan selectivamente, reproduciendo jerarquías de valor político y humano. La política del duelo, entonces, se convierte en un campo de disputa ontológica: no solo determina quién merece ser llorado, sino también qué vidas son reconocidas como plenamente humanas dentro del orden global existente.