Por Alberto García Watson
Una reciente investigación de la BBC revela un hecho que, si no fuera por su gravedad, podría confundirse con una sátira macabra, los centros de distribución de alimentos en Gaza están siendo “asegurados” por miembros del “Infidels Motorcycle Club”, un grupo de moteros estadounidenses conocido por su retórica islamófoba, supremacista y por autodefinirse como “cruzados modernos”.
Que la seguridad de la población hambrienta y musulmana recaiga en individuos que han hecho de la burla al Islam una práctica recurrente, como las célebres parrilladas de cerdo organizados durante Ramadán, solo puede leerse como la institucionalización de la humillación.
Más allá de lo grotesco, el hecho encaja en un patrón mucho más grave, la utilización del hambre como método de guerra. El artículo 54 del Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra establece con claridad: “Se prohíbe atacar, destruir, sustraer o inutilizar los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil, tales como los alimentos, las zonas agrícolas […] con el propósito específico de privar a la población civil de ellos como medio de combate”.
La militarización de los puntos de ayuda y el bloqueo sistemático de alimentos constituyen, en este sentido, una violación directa del derecho internacional humanitario.
El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional no deja lugar a ambigüedades. El artículo 8, que define los crímenes de guerra, incluye expresamente como tal: “Emplear el hambre de los civiles como método de guerra privándolos de objetos indispensables para su supervivencia, incluido el entorpecimiento deliberado de los suministros de socorro”
La situación descrita por la BBC encaja de manera inquietantemente precisa en esta definición, el alimento se convierte no en un derecho, sino en un instrumento de control, donde el acceso a una bolsa de harina está mediado por rifles y custodiado por individuos con un historial de odio cultural y religioso.
Lo que se presenta bajo el disfraz de “ayuda humanitaria” se convierte, en la práctica, en un dispositivo de sometimiento colectivo. El acto de recibir alimentos, que debería ser expresión de solidaridad y de neutralidad humanitaria, es transformado en un ritual de humillación vigilado por actores cuya identidad se construye en la negación, el desprecio y ridiculización del otro. Este no es un error logístico ni un accidente desafortunado, es un diseño estructural de degradación.
En este contexto, hablar de “crisis humanitaria” resulta insuficiente e incluso engañoso. La palabra crisis sugiere un fenómeno accidental, un evento excepcional. Lo que ocurre en Gaza no es accidental ni excepcional, es deliberado, sistemático y organizado. Es el hambre administrada como política de Estado, legitimada mediante la militarización de la asistencia y ejecutada con precisión quirúrgica.
La investigación de la BBC expone una realidad incómoda para la comunidad internacional, mientras se multiplican los discursos de condena, se tolera y en algunos casos se financia, una práctica que vulnera de manera frontal los pilares del derecho internacional humanitario. Y lo más indignante, que todo esto se presente como “ayuda”.
En Gaza, el pan no se entrega… se dispara. El hambre no es consecuencia, es estrategia. Y el derecho a la vida, protegido en todos los marcos normativos internacionales, se negocia bajo la sombra de rifles y la mueca sarcástica de quienes deberían garantizarlo.