Publicada: lunes, 18 de agosto de 2025 21:19

El proyecto del “Gran Israel” combina mito bíblico, colonialismo y teología política, impulsando un expansionismo que niega la existencia palestina.

Por: Xavier Villar

Introducción: del mapa al mito

Cuando se aborda el conflicto entre Israel y Palestina, suele privilegiarse la agenda inmediata: la seguridad, las negociaciones fallidas, la violencia cíclica. Sin embargo, debajo de la superficie late un horizonte ideológico más profundo, donde política y teología se entrecruzan. Allí aparece el llamado “Gran Israel”: no un mapa acabado ni un simple delirio expansionista, sino un imaginario que combina mito bíblico, nacionalismo moderno y colonialismo de asentamiento.

Hablar del “Gran Israel” no significa reducir la política israelí a una conspiración, sino rastrear la persistencia de una matriz teológico-política. En ella, la tierra no es solo espacio estratégico, sino espacio sagrado; y el otro —palestino o árabe— no es solo adversario militar, sino obstáculo existencial. Lo que surge no es un desacuerdo coyuntural, sino una colisión de proyectos ontológicos: ¿puede existir Palestina dentro de un marco que concibe la tierra como promesa exclusiva e incompleta?

El sionismo como colonialismo de retorno

El sionismo moderno nació entre las corrientes liberal-nacionalistas del siglo XIX europeo. Pero a diferencia de los nacionalismos emancipatorios que buscaban integrarse en Europa, el sionismo organizó una colonización hacia fuera: un traslado de población que se articulaba más como ingeniería demográfica que como “retorno ancestral”.

La historia lo muestra: Theodor Herzl contempló fundar un Estado judío en Argentina o África Oriental. Palestina fue finalmente elegida, pero la lógica era la misma: edificar un espacio homogéneo para una diáspora. La narrativa del “retorno” disfrazaba un proyecto colonial de asentamiento, es decir, no solo ocupar una tierra, sino desplazar y sustituir a quienes la habitaban.

La premisa se volvió explícita con Vladimir Jabotinsky en El muro de hierro (1923). En ese texto se enunciaba un diagnóstico lapidario: ningún pueblo árabe aceptaría ser colonizado voluntariamente; la única vía era imponer la fuerza. Allí se anticipa el núcleo del “Gran Israel”: un proyecto que no concibe la coexistencia, sino la subordinación definitiva del otro.

Teología política: mito bíblico como tecnología de poder

Aunque Herzl y los fundadores recurrieron a un lenguaje secular, pronto la Biblia se transformó en dispositivo político. El mito de la tierra prometida, delimitada “del Nilo al Éufrates”, se convirtió en un horizonte simbólico que legitimaba lo que de otro modo sería ilegítimo: la expropiación.

Este es el punto crucial: la teología no operó como espiritualidad desinteresada, sino como sacralización de la política. La tierra se convirtió en sacramento; la colonización, en cumplimiento de un mandato divino. Tras 1967, cuando la guerra de los Seis Días amplió las fronteras de Israel, el nacionalismo religioso tomó la delantera: colonizar Cisjordania era “redención”.

Se trata, pues, de una teología política: la fusión del mito bíblico con la práctica colonial moderna. Como ocurre en todo colonialismo de asentamiento, ya no basta con dominar; es necesario reemplazar. Pero aquí el reemplazo se reviste de destino: la usurpación aparece como cumplimiento de la promesa.

Tres hitos de expansión

  1. 1948 – Nakba: La fundación del Estado implicó la expulsión de más de 700 mil palestinos. No fue efecto colateral, sino operación constitutiva. El Estado surgió ya marcado por la lógica del “Gran Israel”: apropiarse mediante desplazamiento.
  2. 1967 – Guerra de los Seis Días: Israel ocupó Al-Quds (Jerusalén) Este, Cisjordania, Gaza, Sinaí y Golán. Aunque devolvió el Sinaí, el resto permanece bajo ocupación o anexión parcial. La colonización sistemática ya no era aspiración, sino rutina.
  3. Décadas posteriores: asentamientos, carreteras segregadas, muros de separación. Lo que se expone no es necesidad militar inmediata, sino la estrategia del vaciamiento: convertir a Palestina en archipiélago irrelevante.

Cada etapa muestra que el “Gran Israel” no es proclama retórica, sino sedimentación institucional: muros, leyes, infraestructura, mapas que ahogan toda viabilidad palestina.

El mito de la seguridad

El relato oficial justifica las expansiones en nombre de la “seguridad”: Israel sería un enclave vulnerable entre enemigos hostiles. Pero esta narrativa se revela insuficiente: la ocupación persiste incluso donde la amenaza militar es mínima.

Aquí entra la dimensión teológico-política: la “seguridad” es máscara para un orden más antiguo. Lo que se busca no es simplemente proteger, sino consagrar un espacio étnico-religioso. En términos coloniales, equivale a vaciar la tierra del otro. En términos teológicos, a consumar la promesa inacabada del “Gran Israel”.

Geopolítica regional: del mito al perímetro de control

El expansionismo israelí debe leerse también como cálculo regional. Desde sus primeras décadas, Israel proyectó poder sobre su entorno inmediato: Líbano, Siria, Jordania. No se trata solo de “fronteras seguras”, sino de construir un cinturón de control, replicando el perímetro mítico de la promesa.

Hoy esto se traduce menos en mapas bíblicos explícitos y más en dominio estratégico: bloqueos, incursiones preventivas, acuerdos asimétricos con regímenes dependientes. El “Gran Israel” ya no se enuncia como cartografía literal, pero se despliega como geopolítica real: un espacio donde Israel busca hegemonía regional incontestable.

Colonialismo comparado: sustitución y persistencia

El caso israelí no es excepcional; comparte rasgos con otros colonialismos de asentamiento —EE.UU., Canadá, Australia, Sudáfrica— donde los colonos no planeaban volver a Europa, sino quedarse. Allí la población originaria se transforma en “problema”: a desplazar, asimilar o negar.

El “Gran Israel” lleva esa lógica al extremo: no delimita fronteras estables, porque la promesa divina es inacabable. Siempre hay un territorio más que recuperar, un enclave más que poblar. El colonialismo se vuelve horizonte sin fin: una ontología que vive de la expansión.

Persistencias y fisuras internas

En la sociedad israelí conviven matices. Los sectores “liberales” temen el aislamiento internacional; el ejército tiende a priorizar realismo táctico; los colonos religiosos radicalizan la narrativa mesiánica. Sin embargo, el hilo conductor es claro: incluso los gobiernos “moderados” consolidan asentamientos y fragmentación territorial.

La paradoja es evidente: no se necesita proclamar el “Gran Israel” para realizarlo. La ocupación cotidiana, la expansión administrativa y la negación del sujeto palestino mantienen vivo el proyecto bajo formas menos explícitas.

Dimensión epistémica: borrar a Palestina

El problema no es solo militar o territorial; es epistémico. El discurso israelí niega a Palestina como categoría política válida, reduciéndola a “población administrada”, “obstáculo de seguridad” o mero “problema humanitario”.

El “Gran Israel” es, en este sentido, un vacío: un mundo donde Palestina queda borrada de los mapas, de los relatos, de la historia. La expansión no busca integrar al otro, sino anular su existencia como sujeto político.

Resistencias y dilemas de futuro

Pese a la persistencia de este horizonte expansivo, el proyecto enfrenta límites estructurales:

  • Internacionales: el respaldo occidental persiste, pero la crítica global se intensifica. El apartheid se ha vuelto demasiado evidente.
  • Teológicos-políticos: el mesianismo territorial desgasta al propio Israel, dividiendo a su sociedad entre pragmatismo militar, liberalismo cosmético y fundamentalismo religioso.
  • Regional-resistenciales: la resistencia palestina no desaparece, y actores regionales como Irán o Yemen generan contrapesos estratégicos inesperados que erosionan el monopolio de fuerza israelí.

En suma, cuanto más avanza, más visibles se vuelven sus contradicciones. El expansionismo se revela como proyecto condenado a la inestabilidad.

Conclusión: colonialismo como promesa interminable

El “Gran Israel” no es fantasía marginal: es la expresión más desnuda de una lógica colonial inscrita en el sionismo desde sus inicios. Desde la Nakba hasta el actual genocidio en Gaza, el mismo patrón se repite: desplazamiento, sacralización de la tierra, negación del otro.

Lo que está en juego excede lo territorial. Es la pretensión de fundar un orden político sobre un vacío: como si Palestina jamás hubiera existido. Y, sin embargo, Palestina persiste, resistiendo, rehaciendo su presencia frente a la maquinaria teológico-colonial que intenta borrarla.

Criticar el proyecto del “Gran Israel” implica desvelar este trasfondo: un colonialismo no acabado, que opera bajo máscaras de seguridad, tradición o pragmatismo, pero que en el fondo es teología política aplicada como poder. La mayor inquietud no reside en los mapas, sino en la idea misma de que un Estado pueda construirse perpetuamente sobre la negación radical de quienes ya habitan la tierra.