Por: Alberto García Watson
El reciente “acuerdo de paz” auspiciado por la administración Trump constituye, en rigor, un documento unilateral de anexión en favor de Israel. No ofrece soberanía, ni fronteras, ni autodeterminación al pueblo palestino. Se limita a reempaquetar la ocupación en términos más digeribles para la prensa internacional, lo que antes se llamó “Paz” bajo Bill Clinton ahora se llama “Seguridad” bajo Trump. Pero el contenido es idéntico, Palestina fragmentada, reducida a enclaves desconectados, sin control territorial ni derecho al retorno.
Lo más preocupante de este marco no es solo su carácter excluyente, sino la matriz ideológica que lo sustenta, la persistencia del sionismo político en invocar un principio de legitimidad divina como fundamento territorial. Resulta paradójico que un movimiento esencialmente laico y político, nacido en la Europa de finales del siglo XIX, se refugie en una justificación religiosa medieval para imponer la colonización. Bajo esta lógica, no se trata de fronteras negociadas ni de acuerdos bilaterales, sino de un proyecto expansionista que se autoproclama eterno y que se articula en torno al mito del “Gran Israel”.
El derecho internacional ha sido explícito al respecto. La Resolución 242 (1967) del Consejo de Seguridad exige la retirada de Israel de los territorios ocupados, la Resolución 338 (1973) reafirma este principio y más recientemente, la Resolución 2334 (2016) reitera que los asentamientos israelíes en territorios palestinos carecen de toda validez legal y constituyen una flagrante violación del derecho internacional. Pese a ello, Israel ha respondido con la sistemática expansión de colonias, la consolidación de un régimen de Apartheid territorial y en 2025, con la anexión de Cisjordania aprobada por la Knesset, en abierta contravención de la Carta de Naciones Unidas y de los Convenios de Ginebra.
La contradicción es evidente: mientras la comunidad internacional reitera que no se puede adquirir territorio por la fuerza, Israel naturaliza ese principio como política de Estado, disfrazándolo de negociación. Y mientras tanto, el pueblo palestino, auténtico pueblo autóctono, es forzado a aceptar su reducción a guetos administrativos, sin control de recursos, sin derecho de retorno y sin capital política en Al-Quds (Jerusalén).
El peligro de este escenario radica en que el sionismo no se presenta como una doctrina coyuntural, sino como un ADN político cuyo horizonte último no se limita a Cisjordania o Gaza, sino a la expansión ilimitada. De ahí que la resistencia no pueda permitirse el lujo de la ingenuidad. La historia reciente demuestra que cada vez que se confió en promesas mediadas por Washington, el resultado fue mayor pérdida territorial y mayor subordinación política.
Por ello, resulta imprescindible, por no decir perentorio, que tanto la resistencia palestina como la libanesa no cometan la torpeza histórica de abandonar las armas mientras el enemigo persista en sostener el sionismo como núcleo de un proyecto expansionista y criminal. Solo el abandono explícito por parte de Israel de esta doctrina colonialista podría abrir la puerta a una paz verdadera. Todo lo demás seguirá siendo un espejismo diseñado para consolidar, bajo la retórica de la reconciliación, una ocupación sin fin.