Por: Xavier Villar
Introducción: Una narrativa incompleta y un desafío estratégico
Los titulares de los principales medios hebreos y árabes apuntan a lo inevitable: una operación militar israelí de gran escala en el sur del Líbano, con el objetivo declarado de “reprimir y desarmar” al Movimiento de Resistencia Islámica de El Líbano (Hezbolá). Este sentimiento se intensifica por la reciente y poco habitual visita a Bagdad de Tom Barrack, enviado especial del presidente de Estados Unidos. Informes señalan que transmitió un mensaje al primer ministro iraquí, Mohamad Shia al-Sudani: una ofensiva israelí se ejecutaría con determinación hasta lograr el desarme de Hezbolá, y cualquier apoyo desde Irak desencadenaría represalias israelíes en territorio iraquí, una escalada que Washington reconoció públicamente como difícil de contener.
Aunque veraz en sus detalles superficiales, esta narrativa simplifica excesivamente la realidad estratégica. Reduce un tablero geopolítico complejo a un duelo bilateral, ignorando que el verdadero conflicto no es solo entre un Estado y una organización no estatal. Lo que se perfila va más allá de hostilidades fronterizas intensas. Se trata de un desafío calculado a la arquitectura de seguridad regional que Irán ha ayudado a consolidar y que ha marcado la dinámica de poder en el Levante y en Irak durante las últimas dos décadas.
Líbano puede ser el campo de batalla inicial, pero el objetivo estratégico último es evaluar la cohesión y eficacia operativa del paradigma de disuasión regional cuyo centro doctrinal se encuentra en Teherán. Comprender la magnitud de esta situación requiere trascender el lenguaje simplista del debate occidental y examinar la naturaleza orgánica y simbiótica de las relaciones que sustentan este eje de poder.
Deconstruyendo el “proxy”: historia, doctrina y la arquitectura de la alianza
En el discurso occidental, el término “proxy” se ha vuelto más una etiqueta delegitimadora que una herramienta analítica. Asociado con palabras como “terrorista” o “extremista”, reduce fenómenos complejos a caricaturas y descarta cualquier voz que cuestione un orden geopolítico basado en premisas externas a las tradiciones intelectuales de Oriente Medio. Aplicar esta etiqueta a la relación entre Irán y Hezbolá genera confusión y oscurece los fundamentos de su vínculo. No se trata de un simple intercambio funcional entre un Estado benefactor y un actor subordinado, sino de una convergencia formada por historia, teología y experiencias políticas compartidas.
Los vínculos entre las comunidades chiíes de Irán y Líbano son antiguos, sostenidos por redes religiosas y académicas que se extienden siglos atrás. Desde el siglo XVI, cuando eruditos de Jabal Amil viajaron a la corte safávida para consolidar el chiismo duodecimano como religión de Estado, hasta los seminarios de Nayaf y Qom en los siglos XIX y XX que acogieron a estudiantes libaneses, se ha forjado una élite clerical transnacional. Este contexto dio lugar a figuras decisivas como Musa al Sadr, quien llegó al Líbano en 1959 y transformó a una comunidad marginada en un actor político consciente a través del Movimiento de los Desheredados y su brazo armado, Amal. Muchos de los futuros fundadores de Hezbolá emergieron de este entorno.
De manera paralela, Mustafa Chamran, físico iraní y opositor del Sha (rey), se asentó en el sur del Líbano a comienzos de los setenta. No actuaba en nombre de un Estado, sino como militante revolucionario, impartiendo formación política y militar a jóvenes libaneses, entre ellos Hassan Nasrallah. Este periodo demuestra que, antes de la Revolución Islámica de 1979, ya existía en el Líbano un espacio de activismo chií conectado con sectores anti-Sha en Irán. La invasión israelí de 1982 aceleró esta dinámica, uniendo el activismo local con la energía proveniente de una república iraní recién establecida y en guerra con Irak. Hezbolá surgió así como expresión local de resistencia, encontrando en la doctrina del Wilayat Faqih [liderazgo del más sabio] un marco que articulaba políticamente ese impulso histórico.
Wilayat Faqih, formulada por el Imam Jomeini (que descanse en paz), rompe con el tradicional quietismo político chií. Plantea que, en ausencia del Imam Oculto, un jurista justo y cualificado debe guiar a la comunidad musulmana. Su alcance trasciende el Estado nación. En este marco, el Líder Supremo de Irán es visto como autoridad legítima para quienes aceptan estos principios, y no simplemente como jefe del Estado iraní. La lealtad de Hezbolá a esta doctrina refleja adhesión a un proyecto civilizatorio y político más amplio, no subordinación a intereses nacionales iraníes. Nasrallah lo ha explicado con claridad: lo que une a Irán y Hezbolá es la adhesión a los principios del Wilayat Faqih y la lucha frente a enemigos comunes, y la alianza no implica obediencia ciega.
La advertencia a Bagdad y la resiliencia de la red
En este contexto, la visita de Tom Barrack a Bagdad adquiere un significado más complejo. La advertencia de posibles ataques israelíes en territorio iraquí si Bagdad apoyara a Hezbolá no es solo disuasión puntual, sino un reconocimiento implícito de que se anticipa una reacción coordinada de la red. El objetivo declarado es separar el frente iraquí del libanés y poner a prueba la cohesión de esta red de seguridad que funciona como un ecosistema político y militar.
La propia naturaleza de la advertencia revela la estrategia subyacente: llevar la guerra a Irak, un Estado soberano con miles de tropas estadounidenses, muestra la disposición a expandir el conflicto de manera deliberada. La lógica es doble: disuadir cualquier apoyo a Hezbolá y, si la disuasión falla, forzar un choque simultáneo en varios frentes para saturar y fragmentar el sistema de resiliencia del eje. La esperanza de sus adversarios es transformar una red descentralizada en una jerarquía vulnerable, pero la dispersión del eje introduce incertidumbre y limita el éxito de esa estrategia.
Conclusión: el desarme como objetivo estratégico y su quimera regional
El desarme de Hezbolá, lejos de ser un asunto técnico, constituye el núcleo de un desafío estratégico regional. No es un fin en sí mismo, sino un intento de invalidar la arquitectura de seguridad que ha definido la dinámica del Eje de la Resistencia. La operación israelí con ese propósito no busca solo arsenales, sino desmantelar la capacidad colectiva de disuasión basada en resiliencia y coordinación múltiple.
Sin embargo, la lógica de la red sugiere que el desarme total es una quimera. La dispersión de sus armas y su integración en el terreno humano y geográfico del sur del Líbano hacen de cualquier intento de erradicación un conflicto prolongado y costoso. Estratégicamente, la advertencia a Bagdad reconoce implícitamente que cualquier acción contra Hezbolá desencadenaría una respuesta regional.
El objetivo real de esta presión no es solo militar sino estratégico: forzar al eje a revelar su capacidad de reacción bajo presión. La pregunta es si se fragmentará ante la amenaza o si responderá de manera coordinada desde múltiples frentes, transformando un conflicto localizado en un desafío regional escalonado. En este sentido, la insistencia en el desarme funciona como un ultimátum geopolítico, poniendo a prueba la eficacia de dos visiones del poder regional: la superioridad tecnológica y la acción unilateral frente a la disuasión basada en interdependencia estratégica y capacidad de infligir costos.
La amenaza de guerra en Líbano, en última instancia, es la confrontación entre estas dos ideas. No se mide solo en misiles destruidos o territorios ganados, sino en la persistencia de un paradigma de seguridad que ha redefinido la confrontación en Oriente Medio. La batalla por Hezbolá es, en esencia, la batalla por la validación final de una idea de poder regional.
