“Sube el diésel, sube todo” es el eslogan que resume el descontento del pueblo ecuatoriano por estos días. Un sentir que se ha manifestado en las calles, y que ha sido respondido con la fuerza policial y el anuncio del estado de excepción en 7 de las 24 provincias de la nación suramericana.
El presidente Daniel Noboa firmó el decreto sorpresivamente el 12 de septiembre, elevando el precio del combustible de 1,80 a 2,80 dólares por galón. Para la ciudadanía la medida sólo conlleva a encarecer la vida en un país que ya enfrenta dificultades económicas y una violencia criminal generalizada.
La Administración actual apuesta a desactivar el malestar social con “bonos compensatorios” que empezó a entregar desde el lunes; una ayuda temporal y selectiva, que no satisface a muchos.
En Ecuador el diésel mueve al transporte pesado, autobuses escolares, tractores y lanchas, además de ser fuente para generadores de electricidad en zonas remotas.
Aunque le cueste el reclamo social, por ahora Noboa intenta cumplir con las exigencias del FMI y cerrar una brecha fiscal crónica. Trastocar las políticas de los combustibles en la nación andina durante cinco décadas, ha sido una práctica silenciosa e incómoda del modelo económico ecuatoriano.
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