• Humo se eleva desde Gaza tras una explosión, visto desde los territorios ocupados por Israel, 19 de octubre de 2025. (Foto: Reuters)
Publicada: martes, 21 de octubre de 2025 18:36

En la madrugada del pasado lunes, Israel lanzó una nueva serie de bombardeos sobre el norte y el centro de la Franja de Gaza, apenas 48 horas después de anunciar un “alto el fuego indefinido” con HAMAS.

Por Xavier Villar

Las explosiones iluminaron los barrios de Beit Lahia y Shuyaiya, destruyendo edificios residenciales, escuelas improvisadas y clínicas de emergencia. Decenas de muertos y centenares de heridos se sumaron a una lista de víctimas que parece no tener fin. Lo que en principio debía marcar una pausa en la violencia se convirtió, una vez más, en su prolongación por otros medios.

Esta ruptura del alto el fuego no constituye un accidente ni un exceso momentáneo: forma parte de una lógica política profundamente arraigada en la estrategia israelí. Bajo su mirada, la tregua equivale a un instrumento táctico más dentro de un proceso de dominación prolongada. Cuando los palestinos detienen sus acciones, Israel continúa disparando; cuando los palestinos callan, Israel redefine el silencio como amenaza. La “tregua”, en este marco, no es un compromiso de paz, sino un dispositivo para reorganizar el control y mantener una guerra de baja intensidad que impida cualquier ejercicio real de soberanía palestina.

Gaza: un enclave sometido a una tregua ilusoria

La política israelí hacia Gaza se asienta sobre la gestión permanente de la crisis. En lugar de buscar su resolución, Israel administra el colapso. Desde la guerra de 2014 —y antes, desde el bloqueo de 2007— la Franja vive en un estado de excepción continuo donde la normalidad solo se entiende como supervivencia mínima. Los llamados “altos el fuego” funcionan como pausas administrativas en un conflicto estructural: permiten a Israel reagrupar fuerzas, probar sistemas de vigilancia, redefinir fronteras energéticas y reforzar el bloqueo económico bajo la apariencia de cumplimiento de un acuerdo humanitario.

Durante esos intervalos, la población de Gaza vive una tregua fantasma. Los drones siguen sobrevolando, las incursiones selectivas continúan y el acceso a bienes esenciales, materiales de construcción o combustible permanece restringido. Las autoridades israelíes utilizan el lenguaje de la seguridad para justificar lo que en realidad es una política de control demográfico y territorial. El “alto el fuego”, en este sentido, se convierte en una forma de guerra administrativa: menos visible, pero igual de devastadora.

Esta dinámica tiene un propósito preciso: desactivar la soberanía política palestina, disolver la resistencia en mera gestión humanitaria y reducir la política a la administración del sufrimiento. La ruptura de cada tregua no es un fallo del sistema, sino su mecanismo central. Gaza, como el sur del Líbano, funciona hoy como un laboratorio de una doctrina militar y tecnológica que combina castigo colectivo, vigilancia y asfixia económica para mantener un control total sin asumir el coste político de una ocupación formal.

El espejo libanés: el modelo de la ocupación colonial

El modelo aplicado en Gaza no surge en el vacío. Se nutre de la experiencia israelí en el sur del Líbano, donde la retirada formal del año 2000 no supuso el fin de la ocupación, sino su metamorfosis en un régimen de hostigamiento continuo. Desde entonces, Israel mantiene una presencia aérea y de inteligencia casi constante sobre territorio libanés, violando el espacio aéreo con vuelos de reconocimiento, bombardeos preventivos y operaciones de sabotaje.

El llamado “alto el fuego duradero” en el frente libanés exigía, y sigue exigiendo, la retirada total de Hezbolá detrás del río Litani, mientras Israel se reserva plena libertad de acción al sur. Esta asimetría destruye toda soberanía efectiva sobre el territorio libanés y convierte la noción misma de paz en un instrumento colonial. En esta ecuación, la tregua no significa el fin de la guerra, sino su institucionalización bajo reglas dictadas por la potencia ocupante. Líbano y Gaza son, en ese sentido, dos escenarios de una misma lógica: una paz desequilibrada que exige sumisión y renuncia al derecho de resistencia como condición para sobrevivir.

Gaza, Líbano e Irán: frentes articulados de la misma lógica

Lejos de limitarse a la geografía palestina, esta doctrina de control se extiende como una arquitectura regional. El eje que conecta Gaza, el sur del Líbano e Irán revela una estrategia coherente: impedir la emergencia de cualquier actor que pueda ejercer disuasión real o autonomía militar frente a Israel. Tras la breve pero intensa guerra de los doce días, Israel buscó imponer a Irán un marco similar al aplicado en Gaza: una “seguridad compartida” donde uno solo de los participantes —Israel— conserva la iniciativa y el monopolio de la fuerza legítima.

Este orden regional, disfrazado de cooperación antiterrorista o equilibrio de seguridad, descansa sobre una jerarquía estructural: la supremacía militar israelí, garantizada por el apoyo occidental, y la subordinación de los demás actores. HAMAS, Hezbolá e Irán constituyen, con todas sus diferencias políticas expresiones diversas de una misma resistencia: la negativa a aceptar un orden en el que su soberanía depende del permiso ajeno.

La semántica del alto el fuego: normalización de la violencia asimétrica

En la esfera internacional, Israel ha conseguido imponer una semántica de la violencia que la presenta como inevitable. El “alto el fuego” se convierte en una palabra vaciada de contenido político, una herramienta diplomática para gestionar los efectos humanitarios de la ocupación sin cuestionar sus causas estructurales.

Cada vez que estalla una nueva ofensiva, los organismos internacionales repiten las mismas fórmulas: “restaurar la calma”, “evitar una catástrofe humanitaria”, “permitir la entrada de ayuda”. Sin embargo, la calma no es paz; es solo la normalización del asedio. Esta narrativa humanitaria desplaza la discusión del terreno político —soberanía, autodeterminación, justicia— al de la gestión técnica del sufrimiento. Se habla de toneladas de harina o de horas de electricidad, pero no de fronteras, de tierra ni de libertad.

La tregua se transforma así en un discurso funcional al orden existente: una solución aparente que preserva el statu quo. La violencia se administra, se contabiliza y se presenta como un fenómeno natural de la región, mientras la idea misma de soberanía palestina se disuelve en los márgenes de los informes humanitarios.

La resistencia palestina: una lógica simbólica y política

En este contexto, la respuesta de HAMAS —más allá de su ideología o de su estrategia militar— adquiere una dimensión política y simbólica que trasciende lo estrictamente bélico. Su arsenal, limitado en alcance y precisión, no busca igualar la capacidad militar de Israel, sino desafiar la narrativa de su invulnerabilidad. Cada cohete que rompe el cielo israelí es también una afirmación política: la existencia de un pueblo que rehúsa aceptar su desaparición como sujeto político.

Esta resistencia, aunque fragmentada y muchas veces instrumentalizada, funciona como recordatorio de que la pacificación unilateral del enclave es imposible. Israel puede destruir edificios, túneles y arsenales, pero no puede erradicar el gesto de resistencia que da sentido a la identidad palestina. En ese gesto se cifra la persistencia de una soberanía que sobrevive incluso en el colapso.

El cálculo israelí: fragmentación y control

En los últimos años, la guerra de Israel contra Gaza ha mutado en un laboratorio de control tecnológico sin precedentes. Lo que antes fue una ocupación territorial visible se ha transformado en una dominación algorítmica. Israel ha perfeccionado un ecosistema de vigilancia basado en inteligencia artificial, reconocimiento facial y análisis masivo de datos que convierte a toda una población en un conjunto de patrones predictivos. La tecnología ya no cumple una función defensiva: se ha convertido en el arma central de una guerra perpetua que administra la vida y la muerte con precisión matemática.

En este contexto, el alto el fuego no representa una pausa humanitaria, sino una fase técnica. Durante esas treguas, el aparato militar israelí calibra sus sistemas, ajusta algoritmos, amplía bases de datos biométricos y ensaya nuevas herramientas de control social. Cada ciclo de violencia se convierte así en una iteración tecnológica más eficiente, refinada y exportable bajo la etiqueta de “seguridad inteligente”. La ocupación se digitaliza: las botas se sustituyen por drones, los muros por sensores, y la vigilancia física por un panóptico electrónico que regula cada movimiento palestino. Gaza es, a la vez, un campo de batalla y un campo de pruebas.

A esta violencia dosificada se suma el control financiero de la ayuda humanitaria. Los fondos destinados a la reconstrucción de Gaza son filtrados, condicionados o directamente bloqueados, de modo que cada intento de recuperación material queda subordinado a la aprobación israelí. La Franja se convierte así en un territorio suspendido, permanentemente inacabado, donde la vida se reconstruye solo para ser destruida de nuevo.

La guerra tecnológica y la vigilancia constante

En los últimos años, la guerra contra Gaza ha adquirido una dimensión tecnológica inédita. Israel ha desarrollado un sofisticado sistema de vigilancia basado en inteligencia artificial, reconocimiento facial y control masivo de datos que permite anticipar movimientos, localizar objetivos y administrar el territorio incluso en periodos de tregua.

El alto el fuego, en este contexto, no es el fin de la guerra, sino una fase de calibración operativa. Se aprovecha para perfeccionar algoritmos, ampliar bases de datos biométricos y ensayar nuevas tecnologías de control que luego se exportan como “seguridad inteligente” a otros países. La ocupación se hace invisible: sustituye las botas por satélites, los muros por sensores, la presencia física por una red de vigilancia total.

Irán y la perspectiva regional

Desde Teherán, la ruptura del alto el fuego en Gaza no se interpreta como un episodio aislado, sino como parte de un enfrentamiento estructural entre dos visiones de soberanía. Para Irán, la resistencia palestina cumple una función disuasiva indispensable: impide que Israel consolide una hegemonía regional absoluta bajo el amparo occidental.

El apoyo iraní, político más que militar, responde a una lectura estratégica: mientras Gaza resista, el proyecto de seguridad israelí no podrá estabilizarse. En esa resistencia, Irán ve la prolongación de su propia lucha por mantener una soberanía no subordinada a Washington ni a Tel Aviv. Así, el conflicto en Gaza es también un capítulo en una disputa más amplia sobre el derecho de los Estados —y de los pueblos— a definir su propio destino fuera de las estructuras de dominación global.

Erosión del derecho internacional y su papel marginal

La prolongación de esta violencia ha desnudado la impotencia del derecho internacional. Las instituciones que deberían garantizar la proporcionalidad en el uso de la fuerza o proteger a la población civil han sido reducidas a foros de condena simbólica. Israel redefine el concepto de “autodefensa” para justificar ataques masivos, mientras la comunidad internacional responde con declaraciones tibias y llamados a la moderación.

Esta degradación no es solo jurídica, sino moral: la selectividad con la que se aplica la legalidad internacional erosiona la confianza en el sistema multilateral. Gaza revela así la crisis de legitimidad del orden internacional contemporáneo, donde la fuerza se impone al derecho y la impunidad se convierte en norma.

Mirada al futuro: soberanía y resistencia

La ruptura del alto el fuego en Gaza no puede leerse como un evento puntual, sino como síntoma de un paradigma más amplio. En el nuevo orden regional, la soberanía ya no se mide por el reconocimiento diplomático, sino por la capacidad efectiva de resistir y disuadir. Palestina encarna el límite ético y político del sistema internacional: un pueblo privado de Estado, pero no de voluntad; sin ejército regular, pero con una capacidad simbólica de resistencia que desestabiliza el relato de la paz impuesta.

Cada tregua fallida confirma que no hay paz posible sin igualdad. Los altos el fuego israelíes funcionan como dispositivos conceptuales diseñados para sostener la guerra bajo la apariencia de la paz, una fórmula exportada y adaptada a otros escenarios, desde el Líbano hasta Siria, donde la gestión de la violencia sustituye a la resolución política.

Frente a ello, la resistencia palestina —en todas sus formas— se mantiene como la afirmación última de dignidad. Resistir no es solo oponerse al invasor: es insistir en el derecho a existir, a decidir y a imaginar un futuro fuera del orden impuesto por la fuerza y el silencio cómplice del mundo.

La ruptura periódica de los altos el fuego, lejos de ser una anomalía, constituye la prueba de eficacia del sistema: legitima nuevas ofensivas, reactiva la economía militar y reproduce el relato internacional de una “respuesta defensiva”.