Por Alberto García Watson
Una tragicomedia diplomática que raya en lo grotesco, el acusado de crímenes de guerra, con la tarjeta VIP de invitado especial, sermoneando al mundo sobre justicia y derechos humanos.
El espectáculo no podía ser más patético, Netanyahu hablando solo, prácticamente a su reflejo, mientras el pleno de Naciones Unidas se vaciaba en un gesto de desprecio global. Un premier reducido al eco de sus propias mentiras, abandonado por quienes todavía conservan un mínimo de decoro. La soledad del “líder mundial” quedó al desnudo, nadie quiso ser cómplice del teatro barato en que convirtió su discurso.
Pero lo verdaderamente insultante no es su aislamiento, sino el hecho de que la ONU, esa institución que debería ser el guardián de la legalidad internacional, le permitiera ocupar ese podio. La misma ONU que admitió a Israel en 1949 bajo la condición explícita de cumplir con el acuerdo de Lausana y garantizar el regreso de los refugiados palestinos. Condición, dicho sea de paso, que Israel ha incumplido sistemáticamente durante 75 años, mientras el organismo internacional se limita a aplaudir discursos vacíos y a encogerse de hombros.
Netanyahu, fiel a su estilo, desplegó una montaña de falsedades. Habló de humanidad, mientras mantiene un pueblo entero bajo sitio, hambre y bombas. Habló de justicia, mientras el dictamen de la Corte Internacional lo persigue como la sombra de un verdugo. Habló de “antisemitismo” como comodín gastado para tapar lo que ya nadie cree, que el genocidio en Gaza es una “guerra defensiva”.
Y lo más grotesco, su show sentimental hacia los rehenes, ese teatro de lágrimas falsas que ni en la peor telenovela turca pasaría el casting. Porque si realmente le importaran, habría detenido la maquinaria de destrucción que los pone en riesgo día tras día. Pero claro, era más rentable convertirlos en utilería propagandística que detener las bombas.
La ONU, que hace décadas toleró que Israel pisoteara el acuerdo de Lausana, hoy vuelve a demostrar su inagotable talento para la hipocresía. Permite que un acusado de genocidio suba a dar cátedra como si nada, y luego se sorprende de que su credibilidad esté en ruinas.
En definitiva, lo único memorable del discurso fue la foto del vacío, un premier hablando al aire, rodeado apenas de unos cuantos incondicionales que todavía fingen creerle. Una postal perfecta de la absoluta soledad política y moral de un zombi político. Una soledad que ni su retórica ni sus mentiras podrán disimular.
Quizá sea hora de que la ONU recuerde su propio expediente, Israel entró en 1949 con una promesa que jamás cumplió. Y que ahora su primer ministro, con orden de arresto internacional, se atreva a sermonear al mundo desde ese mismo escenario es la prueba más brutal de que, más que Naciones Unidas, lo que tenemos es Naciones Impunes.