Por Xavier Villar
“Todos los objetivos de la operación se han cumplido”, afirmaba el texto, justificando así la aceptación israelí del alto el fuego propuesto por el expresidente Donald Trump. Sin embargo, más allá del tono triunfalista, el balance estratégico ofrece un panorama mucho más matizado. ¿Qué perseguía exactamente Israel? ¿Y hasta qué punto puede considerarse que ha alcanzado esos fines?
El primer objetivo declarado fue neutralizar lo que Tel Aviv considera una amenaza existencial: el programa nuclear iraní. Según Ori Goldberg, analista israelí especializado en política regional, el ataque se justificó bajo la premisa de que Irán estaba a escasos días de alcanzar un nivel de enriquecimiento de uranio suficiente para fabricar entre nueve y once ojivas nucleares. Esta narrativa, sostenida más por alarmismo que por evidencias verificadas, sirvió como base para una ofensiva sin precedentes cuyo propósito era desmantelar las capacidades técnicas clave del programa.
Sin embargo, los resultados desmienten de forma contundente esa apuesta. Aunque las instalaciones de Natanz, Fordo e Isfahán fueron bombardeadas, el núcleo del programa nuclear iraní permanece operativo. De hecho, según fuentes del propio Organismo Internacional de Energía Atómica, parte del uranio altamente enriquecido fue trasladado antes de los ataques.
Lejos de debilitar a Irán, la operación precipitó una transformación política significativa: el Parlamento iraní aprobó —por una mayoría aplastante— una ley para suspender la colaboración con la AIEA. Esta decisión no solo marca una ruptura con el marco de supervisión occidental, sino que constituye un gesto soberano que redefine la relación de fuerzas. Todo apunta, además, a una posible retirada del Tratado de No Proliferación, una medida que situaría a Irán en una posición de mayor autonomía estratégica frente a Occidente.
El segundo objetivo de la ofensiva fue desestabilizar el sistema político de la República Islámica, con la expectativa —ya expresada sin ambages por el exministro de Defensa israelí, Yoav Gallant— de facilitar un cambio de régimen. En esa lógica se inscriben acciones como el ataque a la prisión de Evin, símbolo del aparato judicial iraní, que generó un rechazo internacional generalizado al afectar principalmente a civiles. Esta estrategia fue respaldada por figuras del establishment israelí, como Raz Zimmit, del Instituto de Estudios de Seguridad Nacional (INSS), quien declaró abiertamente que “la solución a largo plazo frente a Irán pasa por un cambio de régimen”.
Pero esa expectativa se desmoronó rápidamente. Como ha señalado el analista Mouin Rabbani, el sistema político iraní demostró una solidez estructural que desmintió los pronósticos de sus detractores: se cubrieron vacantes institucionales con rapidez, se reforzó la cadena de mando militar y no emergió ninguna oposición cohesionada con capacidad de capitalizar la crisis. Por el contrario, la agresión externa funcionó como catalizador de una movilización social que reafirmó el principio de soberanía nacional. Lejos de resquebrajar a la República Islámica, la ofensiva exterior terminó por consolidar su legitimidad interna.
El tercer objetivo consistía en degradar el programa de misiles balísticos de Irán, considerado por Israel como una de las principales amenazas a su supremacía militar regional. A pesar de los esfuerzos israelíes por destruir centros de producción, almacenamiento y lanzamiento, Irán respondió con una serie de ataques coordinados que lograron atravesar los sistemas de defensa antiaérea más sofisticados de Israel, incluidos la Cúpula de Hierro, David's Sling y el Arrow-3. Desde una perspectiva técnico-militar, este episodio representa un revés humillante: no solo por los daños infligidos a infraestructuras estratégicas, sino también por el descrédito que proyecta sobre sistemas en los que Estados Unidos ha invertido miles de millones de dólares.
La operación iraní dejó claro que la disuasión no es patrimonio exclusivo de las potencias occidentales. La República Islámica respondió con mesura, proporcionalidad y una lógica estrictamente defensiva, dejando a la vez en evidencia su capacidad de golpear objetivos clave si su soberanía se ve amenazada.
Ahora bien, señalar que Israel no logró sus objetivos no implica ignorar la magnitud de los daños sufridos por Irán. La infraestructura civil, energética y militar del país fue atacada, con consecuencias tangibles. Sin embargo, en el contexto de una guerra híbrida y altamente asimétrica, la mera supervivencia institucional, militar y simbólica de la República Islámica —tras una ofensiva masiva y coordinada por dos potencias nucleares— constituye, desde la óptica iraní, una victoria estratégica en toda regla.
Israel obtuvo “éxitos tácticos innegables”, como la eliminación de altos mandos militares, pero dichos logros no se tradujeron en ventajas sostenibles ni en una modificación real del equilibrio estratégico regional. La correlación de fuerzas en Asia Occidental no ha variado significativamente, y la ofensiva israelí —en lugar de debilitar a Irán— ha reforzado su narrativa de resistencia, soberanía y autodeterminación frente a la presión internacional.
Por otro lado, el cese de hostilidades no elimina la amenaza israelí. En este sentido, el foco se ha desplazado hacia el “alto el fuego” en Líbano, visto por Teherán como una excusa para que Israel continúe bombardeando el sur del país, ahora sin respuesta simétrica por parte de Hezbolá. Las autoridades iraníes temen que Israel intente replicar en Irán un modelo similar al de la “zona desmilitarizada informal” del sur libanés: un espacio sin soberanía efectiva, vulnerable a incursiones militares bajo cualquier pretexto.
Si bien insisten en que replicar ese patrón en Irán será mucho más difícil debido a la solidez de su capacidad defensiva, también subrayan que la vigilancia debe mantenerse activa y constante.
En cuanto a una posible reanudación de las negociaciones con Estados Unidos, la República Islámica se mantendrá firme en sus reivindicaciones: no aceptará conversaciones que no partan del reconocimiento explícito de su derecho soberano a enriquecer uranio en su propio territorio. Para Teherán, renunciar a ese derecho no solo sería contraproducente, sino directamente suicida. La experiencia histórica demuestra que desmantelar una capacidad estratégica, como el programa nuclear, no garantiza un alivio duradero de las presiones externas, sino que estas tienden a redirigirse hacia otras áreas sensibles, como el programa de misiles o, en última instancia, hacia un intento de cambio de régimen.
Aceptar un “enriquecimiento cero” equivaldría, en este contexto, a desmantelar su capacidad de disuasión y exponerse a un ciclo perpetuo de presión. Los casos de Siria, Gaza o Líbano demuestran que la desmilitarización no garantiza seguridad, y que los altos el fuego, lejos de representar treguas duraderas, actúan como extensiones de la guerra por otros medios.
Por ello, como advierte Mahdi Mohammadi, asesor del presidente del Parlamento iraní, “todo depende de lo que ocurra a partir de ahora. Si permanecemos escépticos y vigilantes, corregimos las deficiencias, mantenemos la unidad, consolidamos la red de influencia y conservamos la voluntad para golpear al enemigo, esta breve pausa será una oportunidad; de lo contrario, no será más que una trampa para que el enemigo se reagrupe y lance una guerra aún mayor”.
En este contexto, el alto el fuego no debe interpretarse como un desenlace definitivo, sino como una etapa intermedia que abre tanto riesgos como posibilidades. Su desenlace dependerá, en gran medida, de la capacidad de Irán para transformar la presión externa en cohesión interna, fortalecer su disuasión estratégica y articular un nuevo equilibrio regional más favorable a su soberanía.