Por Xavier Villar
Esta confrontación, lejos de debilitar a la República Islámica, ha puesto en evidencia los límites de la coerción militar y ha resaltado la fortaleza del Estado iraní para resistir, reorganizarse y responder eficazmente incluso bajo una presión extrema y en condiciones de asimetría.
Para entender este resultado es imprescindible analizar el conflicto en tres fases diferenciadas: la ofensiva inicial israelí, la campaña de desestabilización interna y la intervención limitada de Estados Unidos. Cada una de estas etapas revela no solo las ambiciones de una estrategia que terminó por fortalecer a Teherán, sino también las consecuencias inesperadas para sus agresores.
Fase 1: Asalto sorpresa y guerra psicológica
La noche del 13 de junio, Israel lanzó la que sería su ofensiva más ambiciosa contra Irán hasta la fecha. Aprovechando la sorpresa, realizó una oleada coordinada de ataques aéreos y misiles que alcanzaron más de un centenar de objetivos en territorio iraní en menos de 12 horas. No se limitó a atacar infraestructuras nucleares emblemáticas como Natanz, Fordo o Isfahán, sino que golpeó domicilios de altos oficiales militares, científicos civiles y académicos —entre ellos el presidente de la Universidad Azad de Teherán—. Barrios residenciales, con mujeres y niños durmiendo, también fueron blanco, con el claro propósito de sembrar terror.
El saldo fue trágico: decenas de víctimas civiles, muchas de ellas asesinadas en sus hogares. Presentado por Tel Aviv como “defensa preventiva”, el ataque careció de respaldo legal internacional y buscó a la vez un impacto táctico y psicológico. La campaña pretendía crear una sensación de caos y fragmentación en la sociedad iraní, minar la cohesión estatal y forzar una respuesta desproporcionada que justificara una escalada mayor.
Sin embargo, esta apuesta falló. La respuesta fue rápida y efectiva. Las Fuerzas Armadas y los Guardianes de la Revolución reorganizaron sus cadenas de mando y restauraron las comunicaciones en cuestión de horas. La cohesión institucional y la resiliencia social frustraron la expectativa israelí de provocar desintegración interna.
Fase 2: Campaña de desestabilización interna y unidad nacional
Paralelamente a los ataques físicos, Israel desplegó una estrategia híbrida de guerra psicológica y desinformación. Agentes infiltrados, con dominio del persa, intentaron sembrar miedo y desconfianza entre altos funcionarios, mientras se lanzaban mensajes para dividir a la población en “pueblo” y “régimen”.
Esta táctica, lejos de ser efectiva, reforzó un consenso transversal en defensa de la soberanía nacional, entendida como un derecho que sólo se ejerce si hay unidad y capacidad de resistencia. Sectores críticos del sistema cerraron filas, conscientes de que la agresión no distinguía entre ideologías o diferencias políticas. La figura de Reza Pahlavi, quien apoyó abiertamente la ofensiva israelí y replicó la retórica de Netanyahu, perdió legitimidad incluso entre la diáspora, donde fue visto como un instrumento de injerencia extranjera.
Lo ocurrido fue resultado no solo de la fuerza institucional, sino también de la resistencia popular y el esfuerzo colectivo. Esta cohesión es uno de los pilares que Irán sabe imprescindible preservar para no debilitar su soberanía.
Fase 3: La intervención estadounidense y los límites del poder militar imperial
Al fracasar la estrategia israelí de victoria rápida, Washington intervino con una operación limitada denominada “Midnight Hammer”. Bombarderos B-2 lanzaron misiles contra instalaciones nucleares previamente dañadas por Israel, en un gesto más simbólico que estratégico.
El objetivo real de Estados Unidos era presionar a Teherán para que aceptara condiciones de negociación favorables: abandonar el enriquecimiento de uranio, desmantelar su programa balístico y cortar lazos con aliados regionales. Pero Irán no cedió. Mantiene intactas capacidades técnicas y parte de su infraestructura crítica. La ausencia de una intervención terrestre, políticamente inviable para Washington, hizo que la destrucción total del programa nuclear fuera un objetivo imposible.
La soberanía en juego y la respuesta iraní
Para Irán, el conflicto representó una guerra existencial, en la que estaba en juego su soberanía —y esta solo se tiene si se ejerce. La estrategia iraní combinó la contención y la defensa con la capacidad de respuesta y la preservación de la iniciativa. A pesar de sufrir daños materiales, el conocimiento nuclear y la capacidad misilística, que son autóctonos, continúan desarrollándose.
Los misiles lanzados el último martes fueron un claro mensaje: coordinados por satélites, sincronizados con ataques electrónicos y dirigidos contra objetivos militares, logísticos y de defensa aérea israelíes, demostraron que la disuasión iraní permanece intacta y que el país está dispuesto a ejercerla cuando su existencia lo exige.
Analistas iraníes como Mahdi Mohammadi interpretan lo ocurrido como el resultado de la resistencia del pueblo y del trabajo coordinado y estratégico de las Fuerzas Armadas. A pesar del respaldo directo de Estados Unidos —y lo que muchos en Irán consideran un apoyo implícito de la OTAN—, el adversario no logró cumplir sus objetivos y terminó solicitando un alto el fuego. Para estos expertos, esta cohesión y unidad nacional resulta fundamental para preservar la soberanía y la capacidad de defensa del país.
El alto el fuego: una constatación, no una concesión
Firmado el 25 de junio, el alto el fuego no fue fruto de concesiones, sino una realidad impuesta sobre el terreno. Estados Unidos e Israel aceptaron que no podrían modificar la ecuación estratégica sin una guerra abierta y prolongada, que no deseaban enfrentar. Israel, debilitado y expuesto, tuvo que reconocer que no había logrado ninguno de sus objetivos estratégicos: ni destruir el programa nuclear, ni desmantelar el arsenal de misiles balísticos, ni mucho menos cambiar la correlación política interna en Irán.
Lejos de la prometida disuasión, Israel sufrió la presión de cientos de misiles y drones que vulneraron sus sistemas antiaéreos. Los sistemas interceptores israelíes, saturados y agotados, no lograron detener una parte significativa de los ataques iraníes, lo que permitió que los misiles alcanzaran objetivos militares y logísticos en el Néguev y en el norte del país. La población vivió en constante alarma, y la narrativa oficial de una victoria rápida se desmoronó ante una realidad costosa y estancada.
Irán, en contraste, administró con inteligencia sus recursos y narrativa. Inspirado en modelos de guerra asimétrica, trasladó la inseguridad a la retaguardia enemiga. No buscó una victoria espectacular, sino la imposición de límites claros mediante una estrategia de desgaste calculado.
Un nuevo equilibrio estratégico
Esta victoria silenciosa redefine el mapa regional. El alto el fuego no implica tregua entre iguales, sino la constatación de que la era de la impunidad unidireccional ha terminado. Irán emerge como un actor central en cualquier arquitectura futura de seguridad en Oriente Medio.
El presidente Masoud Pezeshkian lo expresó con claridad: “Ellos comenzaron esta guerra y nosotros la terminamos”. La firma del alto el fuego respondió a condiciones impuestas por Teherán: cese inmediato y ofensiva final. No fue una concesión, sino una afirmación de soberanía.
No existe confianza en Israel ni en Estados Unidos. Israel buscará replicar un modelo de alto el fuego asimétrico similar al aplicado en Líbano, donde solo su adversario está obligado a respetarlo, mientras Tel Aviv conserva libertad de acción con respaldo estadounidense. Pero ese modelo difícilmente funcionará frente a Irán, que ha demostrado estar preparado para resistir una guerra simultánea contra dos potencias nucleares.
El conflicto no ha concluido, pero el equilibrio en la región se ha transformado de manera profunda. Irán ha demostrado que su soberanía no es una mera declaración, sino una práctica activa que se ejerce a través de la resistencia y la inteligencia estratégica. Más allá de una respuesta reactiva, el país ha consolidado una posición de poder que obliga a reconfigurar las relaciones de fuerza en Oriente Medio. Esta nueva realidad exige reconocer a Irán no solo como un actor regional, sino como un protagonista indispensable en cualquier futuro arreglo político y de seguridad. La resistencia no es un acto de mera defensa, sino una expresión constante de soberanía y autonomía frente a las presiones externas.