Publicada: martes, 13 de mayo de 2025 0:46

En todas sus manifestaciones, los medios de comunicación funcionan como dispositivos que producen información, fabrican realidades y las transforman en una representación pública.

Por: Rachel Hamdoun *

Los medios son, de forma evidente, una herramienta para transmitir mensajes a las audiencias, pero con frecuencia se convierten en un arma contra determinados públicos al distorsionar su imagen—una dinámica observable no solo en el actual genocidio en Gaza, sino también durante la era de segregación contra la población afroamericana y el genocidio de los pueblos indígenas originarios de los Estados Unidos.

El discurso actúa simultáneamente como instrumento de imposición de dominio sobre el sujeto y como arma para consolidar el poder sobre él.

Cuando una sociedad cree que algo es cierto, le otorga significado y lo convierte en verdad.

Así, el poder que detenta el discurso dominante se valida a través de su implementación en prácticas sociales como la producción cinematográfica, la participación en redes sociales, la praxis académica y las tendencias de la cultura popular.

El discurso está entrelazado con el poder: esto se refleja en la narrativa de Estados Unidos hacia los pueblos indígenas, ya sean nativos americanos o palestinos.

Es una retórica nacida del ámbito político estadounidense, diseñada para generar un significado que encaje exclusivamente dentro del tejido social norteamericano, a fin de preservar su hegemonía global y sepultar su pasado oscuro.

Este diseño occidental de posicionamiento social favorece la creación de jerarquías, estableciendo una dicotomía entre los “buenos” y los “malos”, entre los “civilizados” y los “salvajes”.

La fórmula de “los civilizados y los salvajes” es la que siguen los medios occidentales al informar sobre asuntos relativos al Sur Global y a Asia Occidental, y se vuelve tan compleja y subliminal que incluso quienes no son árabes ni musulmanes y protestan en EE.UU., Reino Unido o Europa contra genocidios y guerras, son retratados como personas “salvajes” carentes de moral.

Mientras los medios estadounidenses resaltan intencionadamente términos como “antisraelí” y “partidarios del terrorismo” en los titulares que cubren protestas pro-Palestina o manifestaciones estudiantiles, activistas vinculados a Writers Against the War on Gaza (Escritores Contra la Guerra en Gaza) publicaron su propio periódico, parodiando a The New York Times al titularlo The New York War Crimes, en un intento por contrarrestar la instrumentalización de los medios que los sigue “salvajizando”.

Los medios occidentales aplican la misma lógica incluso al tratar asuntos de otros países: colocan en el centro de la narrativa a la figura occidental—ya sea un político, un artista o un supuesto “salvador”—que vendrá a iluminar a los “primitivos” y a “liberar” a la mujer del estado de represión en que se le presenta.

Los discursos, según Foucault, corren el riesgo de perder sentido cuando son completamente puestos al servicio del productor de ese significado.

Al entrelazarse con el poder, refuerzan estándares jerárquicos entre quien produce el discurso y quien lo padece, al tiempo que permiten que dichos discursos se reproduzcan como “verdades” a través de instituciones como los medios, la política y la academia, valiéndose de palabras y textos que actúan como significantes del mensaje que se comunica.

 

Los mecanismos educativos constituyen una de las vías más permisivas y, a la vez, más delicadas para acceder al discurso (aparte de los medios), ya que su capacidad para censurar o avalar el conocimiento puede neutralizar o promover el conflicto social.

Foucault caracterizó la educación como un canal político capaz de modular o personalizar la apropiación del discurso, así como la carga y el poder que este conlleva.

Los medios de comunicación facilitan la correlación entre el poder político (por ejemplo, colonial o imperial) y el sujeto del discurso, al mismo tiempo que producen conocimiento para el público.

Normalizan y perpetúan narrativas históricas fabricadas que informan sobre genocidios cometidos contra pueblos indígenas. Un ejemplo de esto es la demonización del término intifada, empleado como táctica de intimidación para crear la ilusión de que quienes lo apoyan pretenden dañar al pueblo judío, una narrativa que emana de la alianza entre el aparato sionista y los medios occidentales y sus directivos.

Este retrato resulta irónico, dado que numerosas manifestaciones pro-Palestina y a favor del alto al fuego han contado con la participación de judíos comprometidos con la paz.

Implementada por los líderes occidentales, la represión de la libertad de expresión mantiene a las poblaciones de Occidente atadas a concepciones distorsionadas del mundo, y permite que Occidente reproduzca el conocimiento en sus propios términos.

De ahí surge la noción de “fabricación del consentimiento”, que el reconocido intelectual estadounidense Noam Chomsky define como un método adoptado por EE.UU. para utilizar los medios como arma y justificar sus crímenes de guerra.

Chomsky explica, con su agudeza habitual, que los medios fabrican el consentimiento a través de no uno, ni dos, ni tres, sino cinco filtros que les permiten eludir el escrutinio de un público que, de otro modo, sería consciente de estar siendo objeto de propaganda.

En su lugar, el público recibe una cobertura noticiosa profundamente censurada y manipulada, que opera como una extensión de la realidad política y cultural.

Esto permite que el concepto de libertad de expresión permanezca como un “derecho” destacado y venerado, aun cuando el poder político se mantenga incuestionado, ya que la recepción de la información es, en sí misma, un proceso viciado y desorientador.

 

No hay motivo de preocupación respecto a las implicaciones de la libertad de expresión, porque la retórica de ese discurso es producto de una visión higienizada del mundo, propagada por corporaciones privadas con accionistas que están profundamente entrelazadas con los aparatos estatales oficiales.

No obstante, la marea está cambiando, y los filtros identificados por Chomsky están siendo desmontados, poco a poco, cada uno sometido a un análisis crítico y, en su mayoría, rechazado por una generación que explora tanto las realidades cotidianas como los horrores del genocidio a través de vídeos de TikTok, clips de Instagram y vlogs en línea.

Esta generación es capaz de escuchar la voz de quienes han sido silenciados, mediante herramientas que eran inimaginables hace apenas veinte años, y ahora puede demostrar al mundo que, cuando más importaba, el supuesto derecho consagrado de la libertad de expresión no fue más que una fachada para un régimen que solo permitió hablar libremente a quienes repetían su doctrina.

No importa cuántos ataques, prohibiciones o despidos enfrenten los manifestantes por parte del aparato estatal: el sol ha salido, y el discurso del opresor ya no es sostenible.

Se ha vuelto inevitable, por medio de realidades paralelas de lucha armada y resistencia intelectual, que Palestina será libre.

* Rachel Hamdoun es una periodista radicada en Estados Unidos y corresponsal de Press TV en Nueva York.


Texto recogido de un artículo publicado en Press TV.