Publicada: miércoles, 18 de junio de 2025 14:16

El ataque israelí contra Irán del pasado 13 de junio ha supuesto no sólo el colapso definitivo de cualquier posibilidad de acuerdo nuclear, sino también la apertura de un nuevo frente militar en Asi Occidental que amenaza con tener consecuencias económicas globales.

Por Xavier Villar

Si las rutas energéticas clave, como el estrecho de Ormuz, se ven afectadas, las repercusiones llegarán con rapidez a Occidente.

Un ataque sin justificación verificable

El gobierno israelí ha defendido la ofensiva como una acción “preventiva” frente a una supuesta amenaza inminente de que Irán construyese una bomba nuclear. Sin embargo, no existe evidencia creíble que respalde tal afirmación. Los informes más recientes del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), publicados justo un día antes del ataque, criticaban la falta de transparencia de Irán pero reiteraban que Teherán no estaba desarrollando armamento nuclear.

Incluso la inteligencia estadounidense ha confirmado que la República Islámica no se encuentra actualmente en proceso de construcción de un arma atómica. A pesar de ello, Israel ha interpretado el informe del OIEA como una situación de emergencia. Pero lo cierto es que el documento no incluía ninguna información novedosa: se limitaba a reiterar datos conocidos y sancionados por las partes implicadas.

En este contexto, el ataque israelí se presenta como una maniobra unilateral, cuyo verdadero objetivo dista mucho de ser la no proliferación nuclear. La señal más evidente de que algo se gestaba llegó apenas días antes del ataque. El miércoles anterior, se filtraron rumores sobre la evacuación de tropas estadounidenses en Bagdad y en bases del Golfo. Algunos medios estadounidenses hablaron entonces de una ofensiva israelí inminente. No obstante, Irán, ocupado en preparar la sexta ronda de conversaciones en Omán, confiaba en el proceso diplomático.

El ataque sorpresa: una estrategia conocida

La ofensiva israelí del jueves 13 se desarrolló con una violencia notable. No sólo se dirigió contra instalaciones militares y nucleares, como Natanz y Fordow, sino que golpeó zonas residenciales. Una táctica ya empleada por Israel en sus campañas contra Hezbolá en Líbano y Hamas en Gaza: aprovechar su superioridad en inteligencia para desestabilizar políticamente al adversario.

Natanz, por estar menos fortificada, fue uno de los blancos preferentes. Pero incluso expertos israelíes reconocen que un ataque convencional no puede desmantelar completamente el programa nuclear iraní. Sólo podría retrasarlo. Y para que la destrucción fuese efectiva, sería necesaria una intervención terrestre, algo que Israel no puede hacer en solitario. De ahí que el apoyo estadounidense sea esencial en cualquier estrategia de ataque prolongado.

De hecho, diversos think tanks alineados con la línea dura de Washington han propuesto una estrategia de bombardeos mensuales contra Irán, con el objetivo de crear una guerra permanente de baja intensidad. Una doctrina que se alinea con la estrategia israelí de desgaste regional.

Durante las primeras seis horas del ataque, Irán no activó sus defensas ni respondió. Pero desde la tarde del jueves, comenzó a lanzar misiles balísticos contra territorio israelí. Algunos de estos misiles, ya probados en 2024, lograron burlar los sistemas antiaéreos de Israel. Las imágenes de Tel Aviv y otras ciudades impactadas son prueba del daño infligido.

Irán posee miles de misiles almacenados en bases subterráneas, fuera del alcance de ataques convencionales. Esta capacidad disuasoria deja en evidencia la imposibilidad de destruir por completo su potencial defensivo mediante ataques aéreos.

Además, la ofensiva israelí no ha generado división interna en Irán. Por el contrario, ha unificado al país. Incluso sectores tradicionalmente críticos con la República Islámica han cerrado filas ante lo que consideran una agresión externa de carácter existencial.

Netanyahu y la "Doctrina del Pulpo"

Desde la perspectiva del gobierno israelí, la guerra en Gaza tras el 7 de octubre de 2024 no fue un episodio aislado, sino el inicio de una nueva estrategia regional. La operación se vio seguida por el asesinato de Ismail Haniyeh en un ataque selectivo en Teherán, bombardeos sistemáticos contra posiciones de Hezbolá en el sur del Líbano y objetivos de Ansarolá en Yemen. A finales de ese mismo año, la inestabilidad en Siria derivó en la caída del régimen de Bashar al Asad. Lejos de interpretarlos como fenómenos desconectados, Israel enmarca todos estos acontecimientos en una narrativa de lucha contra lo que denomina los "tentáculos del pulpo iraní".

Según esta doctrina —popularizada por altos mandos de seguridad israelíes—, Irán no solo respalda a actores armados en la región, sino que los dirige como extensiones operativas de su política exterior. En consecuencia, Israel ha pasado de una estrategia centrada en “cortar los brazos” de este eje a una que apunta directamente a la “cabeza”: es decir, al Estado iraní. La contención ya no es suficiente. Ahora se impone, desde esta óptica, una política de neutralización preventiva.

Esta transición táctica refleja también un cambio en los objetivos a largo plazo. Más allá de la disuasión, Israel parece apostar por debilitar el aparato institucional y de seguridad de la República Islámica, con la expectativa —explícita o implícita— de provocar un colapso interno. En este contexto, sectores de la oposición iraní en el exilio han intensificado sus campañas mediáticas. Entre ellos, Reza Pahlaví, hijo del último sha, ha reiterado en los últimos días su apoyo a la ofensiva israelí, adoptando en redes sociales una retórica casi idéntica a la del primer ministro Netanyahu.

Esa coincidencia discursiva ha generado malestar entre parte de la diáspora iraní, incluso entre quienes se oponen firmemente al régimen actual. En Irán, la reacción ha sido aún más negativa. La distinción que tanto Pahlaví como Tel Aviv insisten en establecer —entre el régimen islamista y “el pueblo iraní”— ha sido percibida como una fórmula ajena a la complejidad política del país y, para muchos, como una expresión de arrogancia externa.

En realidad, el tejido nacional iraní no se articula de forma tan binaria. Numerosos sectores críticos con la República Islámica mantienen, sin embargo, un fuerte sentimiento nacionalista que rechaza cualquier forma de injerencia extranjera. Las referencias al exilio alineado con potencias hostiles evocan memorias históricas dolorosas, como la alianza del grupo Muyahidín-e Jalq (MEK) con Saddam Hussein durante la guerra entre Irán e Irak en los años ochenta. Comparaciones de este tipo han comenzado a aparecer en medios y foros políticos, erosionando aún más la legitimidad de propuestas externas de cambio de régimen.

En este sentido, una visión histórica de largo plazo permite entender por qué ni Estados Unidos ni Israel son percibidos como agentes de mejora para la sociedad iraní, más allá del envoltorio propagandístico. La historia contemporánea de Irán pone de manifiesto la falta de sinceridad de las potencias occidentales respecto a sus promesas hacia el país. Desde el golpe de Estado de 1953 contra el primer ministro Mohammad Mosaddeq —tras su decisión de nacionalizar el petróleo iraní—, las intervenciones foráneas no han traído consigo progreso ni estabilidad. Más bien han contribuido, en distintos momentos, a consolidar formas de represión interna o a bloquear procesos de soberanía nacional.

La retórica israelí —centrada en una supuesta “guerra contra el régimen, no contra el pueblo”— ha perdido eficacia dentro de Irán. Para amplios sectores de la sociedad, el bombardeo de infraestructuras clave, la muerte de figuras civiles y los ataques a centros industriales no se interpretan como maniobras quirúrgicas, sino como actos hostiles dirigidos al país en su conjunto. La consecuencia inmediata ha sido un cierre de filas en torno a la soberanía nacional.

Estados Unidos: ¿estrategia o improvisación?

Estados Unidos mantiene una postura ambigua respecto a Irán. Desde hace años participa en ejercicios militares conjuntos con Israel, orientados a una eventual intervención directa. En 2002, una simulación militar reveló que un conflicto abierto con Irán podría acabar en desastre para Washington. A pesar de ello, estos ejercicios han continuado, y el último se celebró en 2023, en aguas del Mediterráneo.

En el plano político, el discurso estadounidense ha sido consistente: demonizar al régimen iraní, deslegitimar sus aspiraciones nucleares y presentarlo como un actor irracional. Cualquier intento de promover el diálogo es inmediatamente tachado de propaganda pro régimen, lo que impide la apertura de un debate público honesto sobre la política exterior hacia Irán. Incluso Donald Trump, a pesar de su retórica incendiaria, exploró en varias ocasiones la posibilidad de llegar a un nuevo acuerdo con Teherán. En cambio, la administración actual parece atrapada en una lógica de escalada permanente.

Algunos analistas iraníes sostienen que Trump permitió las negociaciones en Omán solo para ganar tiempo mientras Israel preparaba su ofensiva. Otros consideran esa hipótesis demasiado sofisticada para una administración caracterizada por su erratismo. En cualquier caso, existe un consenso creciente sobre el hecho de que Netanyahu ha forzado la mano de Washington, buscando arrastrarlo hacia una confrontación militar directa.

Irán ante una amenaza existencial

El impacto político del ataque israelí del 13 de junio ha sido significativo en Irán. Hasta ahora, dentro del amplio espectro institucional del país, predominaban las posturas que abogaban por mantener la adhesión al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) como herramienta diplomática y de contención estratégica. La apuesta por un enfoque negociado seguía vigente en distintos círculos políticos, académicos y diplomáticos.

Sin embargo, la ofensiva israelí ha alterado ese equilibrio. Por primera vez en años, se abren debates que hasta hace poco permanecían cerrados, como la utilidad misma del TNP o la necesidad de redefinir el concepto de disuasión en un contexto regional cada vez más volátil. Propuestas que solían situarse en los márgenes del consenso comienzan a adquirir visibilidad en los medios nacionales y en discusiones parlamentarias.

El politólogo Abolfazl Bazargan, en declaraciones recientes, advirtió que “la experiencia de países como Irak, Libia o Siria demuestra que aquellos que carecen de una disuasión efectiva quedan expuestos a campañas prolongadas de desestabilización o intervención externa”. Desde esta óptica, el programa nuclear iraní ya no se enmarca exclusivamente en una lógica técnica o de prestigio nacional, sino en un debate existencial sobre las garantías mínimas para la continuidad del Estado frente a amenazas externas.

Los objetivos seleccionados por Israel lo confirman: ataques a infraestructuras energéticas, instalaciones estratégicas y asesinatos selectivos de figuras clave. El objetivo de Tel Aviv es claro: neutralizar a Irán y someterlo a una desestabilización permanente, como ha ocurrido con Siria. Para Israel, el caos es preferible a un Estado funcional con capacidad militar y autonomía política.

Autonomía estratégica bajo asedio

Los recientes asesinatos selectivos de altos mandos del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica (CGRI) han puesto en evidencia una brecha tecnológica entre Irán y el eje Estados Unidos-Israel en ámbitos como la vigilancia satelital. Estas operaciones, algunas de ellas ejecutadas en el propio territorio iraní, han subrayado las fortalezas del adversario, al tiempo que plantean desafíos importantes para los sistemas de contrainteligencia de Teherán. No obstante, estos hechos no deben interpretarse como señal de una estrategia iraní en retroceso, sino como parte de un conflicto asimétrico en el que Irán ha consolidado ventajas significativas en otros terrenos.

Sin embargo, en el terreno de la guerra convencional, la situación es distinta. Irán ha desarrollado un sistema de disuasión basado en misiles balísticos de bajo coste y alta capacidad de producción. Frente a ello, Israel depende de un sistema antimisiles sofisticado pero extremadamente costoso, sostenido en gran parte gracias a la asistencia militar estadounidense. Este desajuste económico —donde un misil iraní barato obliga a Israel a gastar millones en interceptores— plantea interrogantes crecientes en el Congreso de Washington.

La guerra en Ucrania ha agudizado esta dinámica. La presión sobre los recursos militares estadounidenses ha limitado su capacidad para abastecer simultáneamente a Kiev y Tel Aviv. Esta escasez de suministros ya repercute en la eficacia del escudo antimisiles israelí.

A este cuadro se suma un factor habitualmente subestimado: la resiliencia del complejo militar-industrial iraní. Forjado a lo largo de más de cuatro décadas de sanciones, este aparato se ha desarrollado bajo criterios de autosuficiencia, adaptabilidad y eficiencia. Según estimaciones oficiales, Irán puede mantener su ritmo de producción y lanzamiento de misiles durante largos periodos. Esta capacidad no solo sustenta su estrategia de desgaste, sino que constituye un activo central de su política exterior.

Las imágenes difundidas desde Israel —a pesar de la censura militar— muestran fallos en su sistema de defensa multinivel. Esto debilita la narrativa oficial sobre la capacidad del Estado para garantizar la seguridad ciudadana y erosiona el consenso interno basado en la promesa de protección ante un entorno hostil.

Esta percepción ha sido explotada por otros actores del eje de resistencia, especialmente Ansarolá —el movimiento con base en Yemen—, que ha compartido tácticas y estrategias con Irán. Uno de los objetivos clave de esta colaboración ha sido crear una sensación de inseguridad permanente en la población israelí. A través de ataques masivos y sostenidos, buscan forzar a la ciudadanía a permanecer en refugios antiaéreos durante largos periodos, afectando la vida cotidiana y minando la confianza en la capacidad del Estado para garantizar su protección.

En este escenario, los estrategas iraníes no descartan una eventual expansión del conflicto a otros frentes regionales. El Golfo Pérsico, en particular, representa una zona de alta sensibilidad. Irán considera que Emiratos Árabes Unidos es uno de los eslabones más vulnerables de la alianza occidental, debido a su elevada exposición económica y su limitada profundidad estratégica. No es casual que Abu Dabi se haya abstenido de alinearse claramente con Israel desde el inicio de las hostilidades. Un conflicto regional de gran escala podría golpear de forma devastadora a la economía emiratí, altamente dependiente de la estabilidad y del comercio internacional.

Arabia Saudí, por su parte, ha optado por una política de distensión con Irán en los últimos años, en parte como forma de evitar verse arrastrada a un enfrentamiento de alto coste. El acercamiento diplomático entre Riad y Teherán, materializado en 2023 con la mediación de China, ha sido interpretado por muchos analistas como un intento saudí de proteger su hoja de ruta económica —la llamada "Visión 2030"— de la volatilidad regional.

En cuanto al programa nuclear iraní, Teherán lo ha concebido más como una herramienta de negociación que como un camino efectivo hacia la bomba. Esta visión ha sido criticada durante años por los sectores más radicales del espectro político iraní, los llamados principalistas, que consideran excesivamente ingenua la apuesta por el diálogo con Occidente. Sin embargo, incluso el exdirector de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), Mohamed ElBaradei, reconocía en sus memorias que el programa nuclear iraní buscaba, más que la confrontación, el reconocimiento internacional como potencia regional. Por ello, en el acuerdo nuclear de 2015 (JCPOA, por sus siglas en inglés), Irán aceptó limitaciones significativas, aunque logró mantener intacta su infraestructura de enriquecimiento.

Durante las cinco rondas de negociación indirecta con Estados Unidos en los últimos años, Teherán insistió en un enfoque basado en garantías verificables: levantamiento efectivo de las sanciones, respeto a su programa nuclear civil y reconocimiento de su papel regional. Para Israel, sin embargo, ese escenario constituía una amenaza estratégica mayor que cualquier arma atómica: un Irán reconocido, estable y no subordinado a la arquitectura de seguridad dominada por Washington y Tel Aviv. Por ello, Netanyahu y sus sucesivos gobiernos trabajaron activamente —y con cierto éxito— para torpedear el acuerdo desde sus inicios.

Desde la perspectiva iraní, el conflicto actual no gira prioritariamente en torno a su programa nuclear, sino en torno a una cuestión más profunda: la voluntad política de mantenerse al margen del sistema de dominación regional articulado por Israel y respaldado por Estados Unidos. En este marco, los dirigentes de la República Islámica no ven la confrontación como un episodio más en la larga historia de tensiones con Occidente, sino como una crisis existencial. Si Irán consigue atravesar esta etapa sin ceder a las exigencias de Washington —que incluyen el desmantelamiento de su autonomía estratégica, la paralización definitiva del enriquecimiento nuclear y el abandono de su presencia e influencia regional—, el desenlace supondría un punto de inflexión en el equilibrio geopolítico del Sur Global.

En última instancia, para Teherán el conflicto no se reduce a un desafío militar ni a una mera pugna táctica, sino que se inscribe en una lucha estructural por la soberanía estatal, el derecho a la autodeterminación y la posibilidad de resistir un orden regional diseñado desde fuera. Lo que está en juego no es únicamente el papel de Irán en Oriente Próximo (Asia Occidental), sino la afirmación de que un Estado del Sur Global puede sostener un proyecto autónomo y soberano —no alineado, resistente a la presión externa— frente a una arquitectura internacional que continúa operando bajo la lógica de la subordinación geopolítica.

Conclusión: el futuro de Asia Occidental en juego

El conflicto entre Israel e Irán no es un episodio aislado. Es una confrontación estructural entre dos visiones de la región: una, la del dominio militar y estratégico israelí con respaldo occidental; otra, la de un Irán que reclama autonomía, influencia y reconocimiento. El desenlace de esta disputa no solo redefinirá el equilibrio de poder en la región, sino que influirá decisivamente en las posibilidades de otros países del Sur Global que aspiran a resistir la lógica de la subordinación geopolítica.