Publicada: viernes, 26 de diciembre de 2025 19:55

Hay momentos en los que la política regional no se explica mejor por el recuento de misiles, alianzas o líneas de frente, sino por la persistencia de una idea.

Por Xavier Villar

En el caso de Irán y su entorno estratégico, el análisis dominante ha tendido durante años a privilegiar lecturas materialistas y funcionales, reduciendo su proyección regional a capacidades, apoyos tácticos o equilibrios de poder. Sin embargo, esa mirada deja fuera el elemento más constante y estructurante del proyecto iraní: la soberanía entendida como autonomía política. La cuestión central nunca ha sido técnica ni instrumental, sino la voluntad de preservar una capacidad de decisión propia frente a actores decididos a condicionarla o erosionarla.

Es sobre ese eje intangible pero decisivo donde se ha articulado, una y otra vez, lo que se conoce como el Eje de la Resistencia. Más que una alianza militar o una red de intermediarios armados, se trata de un marco político y discursivo que ofrece coherencia a una constelación diversa de actores. Su centro gravitacional e intelectual se sitúa en Teherán, no como cuartel general operativo, sino como referencia política. El discurso que articula ese eje es, ante todo, un discurso de autonomía, formulado a través de una gramática islámica que combina soberanía, justicia y oposición al orden hegemónico. Esa narrativa ha demostrado una notable capacidad de adaptación, incluso cuando sus expresiones materiales han sido golpeadas con dureza.

La reconstrucción que hoy está en marcha no es, por tanto, únicamente organizativa o estratégica. Es, sobre todo, la rearticulación de ese discurso y de su capacidad para seguir dotando de sentido y dirección a una red de actores que opera en un entorno regional cada vez más volátil y fragmentado.

Génesis y evolución: de la réplica retórica al marco de acción

El término “Eje de la Resistencia” (Muḥawwar al-Muqāwamah) surgió, de forma significativa, como una réplica discursiva deliberada. Apareció en la prensa árabe a comienzos de la década de 2000 como respuesta directa a la noción del “Eje del Mal” formulada por el entonces presidente estadounidense George W. Bush. Este origen resulta clave. Mientras Washington agrupaba a determinados Estados bajo una categoría moralizante de amenaza y desviación, la contranarrativa proponía unificar a actores dispares bajo una noción positiva de resistencia legítima frente a una hegemonía percibida como injusta. Desde el inicio, el Eje no se concibió como una estructura jerárquica de mando, sino como un marco compartido de interpretación de las relaciones de poder y de las formas de impugnarlas.

Irán, bajo el liderazgo del ayatolá Seyed Ali Jamenei, adoptó y reformuló este concepto, elevándolo de consigna reactiva a eje central de su política exterior. Teherán pasó a definirse no solo como un Estado entre otros, sino como un “gobierno de resistencia”, situando la oposición a lo que denomina la arrogancia global (istikbār-e jahānī) en el centro de su identidad política. Se trata menos de una postura militar que de una posición de fondo, de carácter epistémico. El marco que propone ofrece una lectura coherente del orden internacional como un sistema estructuralmente desigual, dominado por potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, y por un proyecto israelí percibido como expansionista. Frente a ese escenario, la resistencia organizada, sostenida y multifacética se presenta como la única vía viable para los pueblos y Estados que se consideran marginados u oprimidos (mustaz‘afīn). Este esquema no solo identifica aliados y adversarios, sino que prescribe una forma de acción política, dotando de sentido y dirección a una estrategia de largo plazo.

Los Pilares Narrativos: Anatomía de un Discurso Cohesionador

Entender el Eje como un constructo discursivo eficaz exige descomponer los pilares narrativos que lo sostienen. Son estos elementos, plásticos en su aplicación pero estables en su núcleo, los que han permitido una cohesión notable pese a la heterogeneidad política, confesional y nacional de sus integrantes.

El primer pilar es la solidaridad transnacional articulada en torno a una causa común. El Eje configura una comunidad política imaginada que trasciende las fronteras estatales y, de forma significativa, atenúa las divisiones sectarias. Aunque su columna vertebral es mayoritariamente chií, ha incorporado de manera pragmática y políticamente eficaz a actores suníes como HAMAS y la Yihad Islámica Palestina, unificándolos bajo la causa palestina como emblema supremo de la injusticia regional. Esta solidaridad se alimenta de valores compartidos, la cultura del sacrificio y el martirio, la primacía de la justicia frente a una paz impuesta, el respaldo activo a los movimientos de liberación, y a su vez los reproduce. No se trata de una alianza administrativa ni contractual, sino de una fraternidad simbólica forjada en una narrativa de lucha histórica compartida.

El segundo pilar, y quizá el más decisivo para el núcleo iraní, es la soberanía concebida como valor no negociable. El discurso del Eje sitúa la defensa de la autodeterminación nacional en la cúspide de su jerarquía normativa. Para Irán, esto implica salvaguardar su proyecto político y su derecho a un desarrollo autónomo, incluidas sus capacidades tecnológicas y defensivas. Para Hezbolá en El Líbano, la soberanía se expresa en la resistencia frente a la ocupación pasada y a la injerencia persistente. Para Ansarolá en Yemen, adopta la forma de oposición a una coalición liderada por Arabia Saudí, interpretada como extensión de un orden hegemónico externo. En este marco, sanciones, presiones diplomáticas o ataques militares se presentan como vulneraciones de una soberanía sacralizada, lo que permite legitimar la “resistencia” no como agresión, sino como derecho inherente y deber político, y en muchos casos también religioso.

El tercer pilar es el pragmatismo estratégico como método operativo. Frente a la caricatura de una ideología rígida y autodestructiva, el discurso del Eje ha demostrado una capacidad sostenida de cálculo y adaptación. No se trata de un bloque monolítico ni de una maquinaria de respuesta automática. Su trayectoria reciente revela una calibración cuidadosa entre una retórica de confrontación maximalista y la preservación de los intereses vitales de cada uno de sus componentes. La participación decisiva de milicias integradas en el Eje de Resistencia en Irak y de Hezbolá en Siria contra el Estado Islámico constituye el ejemplo más elocuente. Actores declaradamente hostiles a Estados Unidos cooperaron de facto con una coalición liderada por Washington para neutralizar una amenaza común, el takfirismo, priorizando la estabilidad regional y su propia supervivencia sobre cualquier noción de pureza ideológica.

La prueba de fuego: adaptación narrativa y latencia estratégica del Eje de la Resistencia

Los últimos años han planteado los desafíos más severos a la coherencia y credibilidad del Eje como narrativa operativa. La guerra en Gaza, la eliminación de figuras centrales como Qasem Soleimani y, de forma particularmente reveladora, el enfrentamiento militar directo entre Irán e Israel en junio de 2025 han sido interpretadas por comentaristas escépticos como la prueba del carácter mítico del Eje o incluso de su colapso definitivo. Sin embargo, una lectura desde el prisma discursivo y político revela no un fracaso, sino un proceso complejo de adaptación, sofisticación narrativa y reorganización estratégica.

Desde la ofensiva israelí de múltiples frentes iniciada tras el ataque de HAMAS el 7 de octubre de 2023, y acentuada después de la guerra de doce días de junio de 2025, los actores del Eje han adoptado una fase de latencia cuidadosamente calculada. Lejos de implicar debilidad, esta pausa refleja un repliegue inteligente orientado a preservar capacidades, fortalecer legitimidad y consolidar influencia regional. Desde finales de 2024, distintos informes documentan dinámicas de reorganización institucional, movilización social y expansión de la inserción política en sus entornos nacionales.

El episodio de junio de 2025 resulta particularmente ilustrativo. Ante un ataque israelí de gran escala, la respuesta iraní fue calculada y simbólica, diseñada para restablecer la disuasión sin precipitar una guerra total. Los llamados frentes aliados del Eje, Hezbolá en Líbano, las milicias en Irak y Ansarolá en Yemen, no desataron una ofensiva coordinada masiva, como la retórica de unidad de los frentes podría haber sugerido. Desde un enfoque militar estricto, esto podría interpretarse como desconexión. Sin embargo, desde la lógica del discurso del Eje, esta contención refleja deliberadamente un control, evitando una escalada regional masiva que pudiera forzar una intervención estadounidense directa y desestabilizar a todos los componentes del bloque.

En el Líbano, Hezbolá ha reorientado su estrategia hacia la resiliencia comunitaria y la autosuficiencia política, desplegando programas de asistencia, subsidios de vivienda y microcréditos que refuerzan su base en zonas de mayoría chií. En este sentido, el movimiento demuestra que la fuerza no se mide solo en confrontaciones abiertas, sino en la capacidad de organizar tiempo, recursos y voluntades hacia objetivos de largo plazo.

En Irak, la estrategia se centra en la institucionalización y la transformación de la presencia política en influencia estable. La inserción de actores del Eje en estructuras estatales y proyectos de desarrollo económico evidencia un enfoque inteligente: consolidar poder mediante legitimidad y rutinas administrativas más que por confrontación directa. Esto refuerza la percepción de normalidad y estabilidad, consolidando su rol como actor indispensable en la arquitectura política nacional mientras proyecta un relato de soberanía y reconstrucción frente a presiones externas.

Dinámicas similares se observan en Yemen. Ansarolá está centrado la gobernanza territorial y social, proyectando autoridad y legitimidad a través de redes comunitarias y administración cotidiana. La narrativa de autodeterminación y defensa frente a la injerencia externa se convierte en un eje de cohesión interna y en instrumento de proyección política regional.

Esta fase demuestra que el Eje no es un bloque dependiente de recursos externos, sino un proyecto político-autónomo que utiliza su narrativa, cohesión social y capacidad de adaptación para mantener relevancia y cohesión. Su fuerza reside menos en la confrontación inmediata que en la construcción de un marco epistémico común: un lenguaje de resistencia que organiza percepciones, jerarquiza amenazas y ofrece coherencia estratégica a actores diversos que comparten afinidades e intereses, aun cuando operan con independencia táctica.

Este enfoque recalca un principio central del Eje: la resistencia se construye sobre la autonomía y el cálculo estratégico, integrando capacidades locales, disuasión selectiva y gestión de riesgo a largo plazo. La narrativa maestra del bloque se ajusta, incorporando cálculo frío, resiliencia comunitaria y resistencia prolongada como virtudes superiores al impulso inmediato. La capacidad de absorber un golpe severo, responder de manera simbólica y mantener influencia política se presenta internamente como una forma de poder racional y superior, reafirmando la centralidad de Irán y la cohesión del Eje como un actor político estratégico en la región.

Conclusión: La resiliencia de la narrativa y su futuro

La obsesión occidental con mapas de misiles, cadenas de mando y suministros de armamento ha oscurecido sistemáticamente la comprensión del fenómeno más duradero y potente en la geopolítica regional. El Eje de la Resistencia es, ante todo, una arquitectura de significado. Funciona como un marco discursivo sólido que permite a actores diversos, desde un Estado revolucionario con ambiciones regionales hasta milicias profundamente enraizadas en sus contextos locales, interpretar su lugar en el mundo, legitimar sus acciones ante sus bases sociales y forjar alianzas sobre la base de una cosmovisión compartida más que de intereses materiales inmediatos.

Su fuerza no se mide únicamente, y quizás ni siquiera principalmente, por la capacidad de desatar guerras coordinadas en múltiples frentes, una idea que el episodio de 2025 ayudó a desmentir. Su verdadero poder reside en estructurar opciones políticas, dar sentido épico a luchas locales y sostener una alternativa conceptual frente al orden de seguridad dominante. La interacción dialéctica entre el centro ideológico iraní, que establece los principios fundamentales, y las periferias operativas, como Hezbolá, Yemén y las milicias iraquíes, que aplican esos principios con pragmatismo en sus contextos, es lo que otorga al Eje su sorprendente resiliencia y capacidad de evolución.

La reconstrucción más significativa no ocurre únicamente en talleres de misiles o drones, aunque esos avances existen, sino en la rearticulación continua de esta narrativa para una era de confrontación directa y de cálculos geopolíticos mucho más complejos. Mientras el discurso de la resistencia siga ofreciendo un propósito histórico, un escudo de legitimidad soberana y un sentido de comunidad, el Eje, como idea-fuerza, continuará siendo un factor central tanto en el imaginario político como en la realidad operativa de la región. 

La cuestión esencial, según esta narrativa, sigue siendo la soberanía y la capacidad de definir el propio destino sin condicionamientos externos. Este principio ha demostrado ser resistente y probablemente seguirá siéndolo.