Por Xavier Villar
La reciente declaración firmada en la Casa Blanca, con mediación estadounidense y la presencia destacada de Donald Trump, ha sido vendida como un avance hacia la paz y la estabilidad. Sin embargo, un análisis desapasionado revela que este acuerdo adolece de un contenido sustancial y que el protagonismo dado a Trump, incluido el renombramiento del polémico corredor como “Ruta Trump para la Paz y la Prosperidad Internacional” (TRIPP), responde más a una estrategia de imagen que a un cambio real en las dinámicas enraizadas de la región.
El texto firmado exhibe una característica fundamental: la postergación de todas las decisiones importantes para un futuro indefinido. En lugar de resoluciones concretas y compromisos claros, la declaración se limita a un marco general de intenciones sin tratar los problemas de fondo que han mantenido el conflicto latente durante décadas. Ningún aspecto clave de la relación conflictiva entre Armenia y Azerbaiyán —desde el estatus de Nagorno-Karabaj hasta la delimitación efectiva de fronteras o la devolución de territorios y prisioneros— encuentra solución o siquiera un camino definido en esta declaración inicializada. En esto radica su debilidad estructural y la razón por la cual está destinada a ser más un acto político que un acuerdo vinculante.
Un texto adaptado al estilo Trump
El formato y el contenido de la declaración llevan la impronta personal de Donald Trump. Todo en ella ha sido diseñado para generar titulares positivos y proyectar la imagen de un “pacificador” exitoso, sin asumir los costes de un compromiso real. De ahí que el cambio de nombre del corredor a “Ruta Trump” no sea un detalle menor, sino un símbolo del objetivo primordial de este ejercicio diplomático: vincular un proyecto con alto valor geoestratégico a la marca personal del mediador, presentándolo como un hito de su política exterior.
Este énfasis en la forma sobre el fondo queda reforzado por la ausencia de medidas concretas y ejecutables. No se establecen plazos perentorios, ni mecanismos de aplicación, ni cláusulas de verificación internacional. Todo queda formulado como intención o aspiración general, sin que ninguna de las partes se vea obligada a modificar políticas o posiciones de inmediato. El resultado es un documento con alto valor propagandístico y escaso peso como instrumento de resolución de conflictos.
Decisiones aplazadas
El segundo rasgo esencial de la declaración es la postergación de todos los asuntos espinosos. Los temas clave que en teoría deberían constituir el núcleo de un acuerdo de paz —delimitación de fronteras, estatus de Nagorno‑Karabaj, garantías para minorías étnicas, retirada de fuerzas de zonas ocupadas, retorno de desplazados y prisioneros— se remiten a futuras fases de negociación, sin calendario ni compromisos vinculantes.
Esta estrategia de aplazamiento puede ser útil para generar una imagen de “proceso en marcha”, pero también congela los problemas en el mismo estado en que están, consolidando realidades sobre el terreno que favorecen a la parte más fuerte militarmente, en este caso Azerbaiyán. Entre tanto, la narrativa de avance se sostiene con gestos simbólicos —como la inauguración del TRIPP— que no modifican la raíz del conflicto.
Problemas no abordados
El tercer punto central en el que esta declaración falla es que ninguno de los problemas en las relaciones entre Armenia y Azerbaiyán se aborda de forma sustancial. Bakú mantiene su exigencia de que Armenia elimine de su Constitución cualquier mención al estatus de Nagorno‑Karabaj; Ereván rechaza dar ese paso, consciente de que provocaría una crisis política interna de gran calado y sería visto como un acto de rendición nacional. Esa tensión, que ha bloqueado acuerdos anteriores, sigue intacta.
Tampoco se aborda la ocupación por Azerbaiyán de más de 200 km² de territorio reconocido como armenio, ni se fija compromiso alguno de retirada o compensación. La situación de los refugiados y desplazados internos —más de cien mil armenios expulsados de Karabaj en 2023— permanece ausente del texto. El resultado es que las causas estructurales del enfrentamiento siguen abiertas y acumulando potencial de reescalada.
Una jugada geopolítica, no un tratado de paz
Visto desde una óptica realista, el valor principal de la declaración reside en el reposicionamiento geopolítico que permite Estados Unidos en el Cáucaso Sur. El TRIPP otorga a Washington y sus aliados un control logístico y potencialmente estratégico sobre un corredor clave, restando margen de maniobra a Rusia e Irán. Es una pieza que encaja en la estrategia más amplia de reducir la dependencia energética y de transporte de Europa respecto de rutas que atraviesan territorio ruso o iraní, y de reforzar el eje Turquía‑Azerbaiyán dentro de una red atlántica adaptada a la Eurasia post‑Ucrania.
Para Azerbaiyán, el acuerdo sirve para institucionalizar un acceso directo a Turquía que ha buscado desde su independencia, legitimado ahora por un marco internacional bendecido en Washington. Turquía, por su parte, refuerza su visión pantúrquica con un vínculo territorial continuo que abarca desde Anatolia hasta el mar Caspio. Armenia, debilitada tras sus derrotas militares y decepcionada por el escaso apoyo ruso, ha aceptado la fórmula como vía para reducir tensiones inmediatas, aunque a costa de soberanía y capacidad de decisión.
La perspectiva iraní
Para Irán, el TRIPP es mucho más que un proyecto de desarrollo excluyente. Teherán lo percibe como un vector potencial de presencia occidental —incluyendo capacidades de inteligencia y, eventualmente, militares— a escasos kilómetros de su frontera norte, en un punto altamente sensible a orillas del río Araz. La exclusión de Irán de cualquier papel en la gestión del corredor rompe con su papel tradicional como puente logístico y político entre Armenia y Eurasia.
Ali Akbar Velayati, asesor del Líder de la Revolución Islámica, ha sido explícito en su rechazo: si el corredor se utiliza para fines geoestratégicos que amenacen la seguridad iraní, “será la tumba de los mercenarios de Trump”. Ese lenguaje, cuidadosamente escogido, combina advertencia y mensaje de disuasión, dejando claro que el expediente TRIPP es visto en Teherán como un asunto de seguridad nacional y no sólo como una cuestión comercial.
La diplomacia iraní, sin embargo, ha evitado reaccionar con ruptura frontal. El Ministerio de Exteriores ha manifestado su oposición a cualquier alteración de fronteras o presencia militar extrarregional, pero ha reiterado su disposición a trabajar en marcos como el 3+3, que incluyen a Irán, Rusia, Turquía, Armenia, Azerbaiyán y Georgia. Esta doble vía —rechazo firme y apertura al diálogo regional— busca preservar la influencia iraní y evitar que el incremento de tensiones derive en un bloqueo definitivo de sus accesos y alianzas.
Teherán ha respaldado estas posiciones con maniobras militares en su frontera norte, demostrando que su capacidad de reacción no es sólo retórica. Ejercicios en los que se han simulado operaciones defensivas contra fuerzas invasoras y control de pasos estratégicos envían un mensaje claro: Irán está dispuesto a emplear medios coercitivos para proteger lo que considera su perímetro de seguridad inmediata.
Rusia en retirada
La configuración actual también refleja la rápida pérdida de influencia rusa en el Cáucaso Sur. El colapso del dispositivo de “mantenimiento de la paz” en Nagorno‑Karabaj, la salida de sus tropas y la incapacidad para proteger a Armenia frente a las operaciones azerbaiyanas han debilitado la percepción de Moscú como garante de seguridad. La guerra en Ucrania ha absorbido recursos y atención, dejando a Rusia sin capacidad de contrarrestar una ofensiva diplomática y económica de Estados Unidos que avanza con menos resistencia que en el pasado.
Para Irán, esta retracción rusa añade urgencia a la necesidad de reforzar su red de alianzas bilaterales y ejercicios de presencia, especialmente con Armenia y otros actores no alineados con Ankara ni con Bakú. La ausencia de una Rusia fuerte y comprometida en el Cáucaso multiplica los riesgos de que visitantes estratégicos no deseados se instalen de forma permanente en su frontera septentrional.
Escenarios posibles
A corto plazo, el TRIPP y la declaración que lo enmarca actúan más como alto el fuego indirecto que como tratado de paz. La capacidad de Trump y de Washington para presentar el acuerdo como éxito dependerá más de la inercia —es decir, de la ausencia de nuevos estallidos— que de logros concretos en materia de reconciliación. Pero la ausencia de decisiones sobre cuestiones de fondo siembra el terreno para que el conflicto se reactive en cuanto una de las partes considere que el statu quo ya no le beneficia.
Para Irán, el peor escenario sería que el corredor se militarizara bajo la excusa de proteger infraestructuras críticas. La instalación de personal de seguridad extranjero o de sistemas electrónicos de vigilancia sería vista como una provocación directa y altamente desestabilizadora. Un escenario menos negativo, pero igualmente problemático, es aquél en el que el TRIPP erosione de forma sostenida el papel de Irán como ruta alternativa hacia el Cáucaso y Eurasia, relegándolo en las cadenas logísticas y debilitando su posición en proyectos como el Corredor Internacional Norte–Sur.
Sólo un escenario cooperativo que incluyera a Irán y a otros actores regionales en la gestión y supervisión del corredor podría reducir estos riesgos. Pero la arquitectura actual, diseñada explícitamente para excluir a Moscú y Teherán, hace que esa perspectiva sea hoy remota.
Conclusión
La declaración de Washington, autoproclamada “histórica”, carece de contenido operativo y está moldeada a la medida del estilo Trump: gestos llamativos, bautizos grandilocuentes y promesas abiertas que posponen toda decisión sustantiva. Renombrar el Zangezur como “Ruta Trump” es, en la práctica, el único logro concreto de una negociación que ni resuelve las disputas territoriales ni aborda las cuestiones humanitarias o políticas de fondo.
Todo lo importante se ha dejado para más adelante, confiando en que la retórica del progreso sustituya al progreso mismo. Ningún problema clave entre Armenia y Azerbaiyán ha sido discutido a fondo; las heridas se mantienen abiertas, los refugiados siguen sin respuesta y las fuerzas sobre el terreno no se han movido. Mientras tanto, Estados Unidos obtiene un activo geoestratégico en el corazón del Cáucaso, Azerbaiyán y Turquía consolidan sus ambiciones, y Armenia acepta un juego que reduce su autonomía. Irán, excluido y vigilante, ve amenazado su perímetro de seguridad y su red de conectividad.
Si algo enseña esta experiencia es que en el Cáucaso Sur la paz no puede construirse sobre documentos sin anclaje en la realidad, ni sobre pasillos controlados por actores ajenos a la región. La verdadera estabilidad sólo será posible cuando los problemas estructurales se aborden de frente y de forma inclusiva, incorporando la voz y los intereses de quienes comparten frontera y destino en este espacio geopolítico tan disputado. Hasta entonces, la “Ruta Trump” será menos un camino hacia la paz que un recordatorio de que, en el Cáucaso, los gestos raramente son garantía de soluciones duraderas.