Publicada: miércoles, 19 de noviembre de 2025 23:06
Actualizada: jueves, 20 de noviembre de 2025 0:49

La utilización del cuadro de Picasso como atrezo diplomático choca frontalmente con el sentido original de una obra concebida como denuncia del fascismo, la barbarie y la destrucción de la población civil.

Por Alberto García Watson

La visita de Volodímir Zelenski a Madrid, acompañada por un nuevo esfuerzo económico del Gobierno para adquirir armas estadounidenses destinadas al frente ucraniano, ha dejado al descubierto una contradicción difícil de disimular. Esa incoherencia alcanzó un punto casi grotesco cuando Pedro Sánchez decidió llevar al mandatario ucraniano ante el Guernica de Pablo Picasso, probablemente la obra más emblemática del siglo XX contra la violencia militar sobre civiles.

Porque el Guernica no es un simple lienzo ni un recurso fotográfico para gestos diplomáticos.

Es el rugido de un artista comunista ante la violencia tecnificada del totalitarismo. Picasso concibió el cuadro como una denuncia directa de la barbarie fascista y del uso del terror aéreo como herramienta política.

Pocas obras expresan con tanta claridad un posicionamiento ético: no hay justificación para la destrucción indiscriminada, para la limpieza étnica ni para la guerra entendida como una maquinaria de aniquilación.

Por eso resulta chocante, para muchos, directamente insultante, que el Gobierno español utilice ese símbolo para acompañar a un dirigente cuya gestión está inmersa en profundas polémicas democráticas.

Diversos observadores internacionales han señalado que, bajo el paraguas del estado de guerra, Zelenski ha suspendido elecciones, ilegalizado partidos de la oposición, intervenido medios de comunicación y tolerado, e incluso condecorado, a unidades con estética y retórica neonazi en sus fuerzas armadas, pese a tratarse él mismo de un presidente judío.

Todo esto mientras defiende públicamente la idea de convertir Ucrania en “una gran Israel”, un modelo que numerosos críticos asocian hoy al bloqueo, el castigo colectivo y la devastación sistemática de Gaza, denunciada por múltiples organismos como posible genocidio.

En este contexto, la foto ante el Guernica no es inocente. Es una apropiación simbólica que vacía la obra de su contenido original para revestir decisiones políticas que apuntan en la dirección contraria al mensaje que Picasso dejó.

España destina millones de euros de fondos públicos para adquirir armamento extranjero que será transferido a un régimen que, le pese a quien le pese, se mueve cada vez más en zonas grises democráticas. Y al hacerlo, el Gobierno se posiciona como intermediario militar en una arquitectura geoestratégica definida fuera de nuestras fronteras.

Picasso pintó el Guernica para denunciar precisamente esto, la guerra como instrumento de sometimiento, el sufrimiento civil convertido en daño colateral asumible, la facilidad con la que los poderosos deciden desde despachos europeos el destino de pueblos vulnerables. Que el Ejecutivo español utilice esa obra como telón de fondo mientras refuerza una guerra de la que no forma parte y todo ello a costa del erario público es, para muchos ciudadanos, una afrenta simbólica difícil de digerir.

La incoherencia se vuelve aún más evidente porque, más allá de las simpatías políticas o estratégicas, una parte significativa de la población percibe que España está asumiendo un papel que no le corresponde, financiar una escalada bélica mientras descuida prioridades internas y proyecta al exterior una imagen cultural distorsionada.

El Guernica nació para cuestionar la guerra, no para bendecirla, para denunciar el fascismo, no para justificar alianzas militares acríticas, para recordar a los pueblos masacrados, no para servir de fondo en acuerdos que profundizan el círculo de la violencia.

Si algo enseñó Picasso con el Guernica, es que la historia acaba juzgando a quienes instrumentalizan el sufrimiento ajeno para legitimar sus decisiones.

Sánchez y Zelenski pudieron contemplar el cuadro convencidos de que su presencia le otorgaba un nuevo sentido. Pero la obra sigue ahí, imperturbable, recordándonos que su mensaje no puede ser manipulado.

Las víctimas de ayer y de hoy no necesitan más discursos, necesitan que dejemos de usar su memoria para justificar nuevas guerras.

El Guernica interpela, incomoda y acusa. Y la pregunta que queda suspendida en el aire es a quién señala esta vez.