Publicada: viernes, 6 de septiembre de 2019 11:49

Las ilusiones totalitarias del capitalismo, al final del siglo XX, se convirtieron muy pronto en pesadillas de exterminio, negación, racismo y miseria.

Por: Juan Alberto Sánchez Marín (*)

Economía, política y medios: la temible trilogía del poder. Tres bienaventuranzas huecas y un solo mal verdadero: el orden que trastoca los perímetros que jerarquiza. La doctrina que vuelve espurio lo que toca. 

Apenas, acaso, aprovecha la capacidad de personas y sociedades para diseccionar con bisturí los peculiares relatos del poder e identificar sin lupa los códigos de cada narrativa política y mediática.

Las ilusiones totalitarias del capitalismo, al final del siglo XX, se convirtieron muy pronto en pesadillas de exterminio, negación, racismo y miseria. La gloria apenas fue gloriosa para unos pocos, y, en cambio, fue una angustia para las extensas y crecientes franjas de población de los países desarrollados, clases medias en declive, clases bajas siempre abajo. Y, claro está, fue un suplicio para los excluidos habitantes de los países periféricos.

En el remate de feria global, los grandes medios de los grandes capitales jugaron un papel central. Ellos impulsaron todos y cada uno de aquellos eventos ambulantes de la plutocracia poseedora y poseída: el filosófico (la posmodernidad), el ideológico (la debacle del comunismo), el histórico (el fin de una historia sin fin), el económico (capitalismo a sus anchas, neoliberalismo lanza en ristre) y el político (el gobierno específico de unos cuantos pillos como la democracia ideal).

 

INDISOCIABLES

Esos medios siguen jugando un papel decisivo en el desespero social consecuente, el del presente, fortalecido con la eclosión digital, internet y las demás tecnologías magníficas y escalofriantes que alientan los odios de unos contra otros, exacerban miedos y prejuicios, o tientan con las salidas de emergencia que dan hacia los regímenes abusivos y dictatoriales de la ultraderecha, de Trump y sus cómplices a Bolsonaro y los suyos, por ejemplo.

Thomas Piketty (2013), el economista francés de moda hace un lustro, incluye a los medios de comunicación como uno de los sectores (junto a la educación, la salud y la cultura) en que las principales estructuras de organización y propiedad algún día no tendrán mucho que ver “con los paradigmas polares del capital puramente privado (como el modelo de la sociedad por acciones, totalmente en manos de sus accionistas) o del capital puramente público (con una lógica igualmente top down [de arriba hacia abajo] en cuyo caso el gobierno decide soberanamente qué inversión hacer)”.

Las formas organizativas y de capital que conjugan en distintos grados ambos «paradigmas polares» han sido un ejercicio del neoliberalismo, y son el primer paso para la desregulación absoluta o el modelado de empresas que, antes que mixtas, son un mixtifori. Trucos del establecimiento, y de la autocracia corporativa y financiera como cuerpo tangible de la democracia invariablemente en ciernes.

De seguro, como sostiene Piketty, emergerán después nuevos tipos de organización y gobernanza. Incluso, aceptémoslo, probablemente irrumpirán nuevas formas de intervención colectiva y quizás llegue a existir una verdadera transparencia contable y financiera. Pero trabajoso que eso de por sí se traduzca en transparencia económica y control democrático del capital, como lo señala hacia el final de El capital en el siglo XXI.

No, mientras las políticas estatales y la orientación de esos sectores mencionados continúen a cargo de quienes defienden a capa y espada (es decir, a sueldo jugoso) los intereses del capitalismo que deberían controlar. Las puertas giratorias en la cúspide. Cuando el problema es consustancial, ni las transformaciones más significativas dejan de ser accesorias.

Jamás, en tanto que los grandes medios, las extendidas redes y las tecnologías en permanente progreso no construyan las otras historias necesarias (a las que se refiere Chimamanda Ngozi Adichie), sino las realidades paralelas que equivocan el rumbo de las sociedades. Sobre todo, cuando éstas se las creen a fe ciega y las habitan de por vida.

Lo constatable es que las élites en Occidente, desde la Antigua Grecia, hace dos milenios y medio, mantienen a la democracia representativa en cintura, así como a sus derivaciones y armonizaciones fatídicas, gracias al control de los cargos gubernamentales y a los puntales mafiosos del chantaje, la dependencia, la cohesión arriba y la escisión de pueblos y ciudadanos abajo.

Es claro que las evoluciones económica y política son indisociables. Fue así en los siglos precedentes, lo será hasta quién sabe cuándo. Y, desde hace algunos años y con un ímpetu en ascenso, otro componente aparece coligado: el mediático. El trípode del poder donde los elementos son ya indisolubles y actúan al unísono en la configuración del mundo desequilibrado que ocupamos, y que no tiene nada de ficticio.

 

INVENTORES

Los opresores han inventado el conjunto de los mecanismos de dominación y los imperios. La Historia indica que lo han hecho relativamente bien, pero, también, es concluyente al mostrar que todos, con sus mandos, ejércitos, riquezas, colonizaciones, atrocidades, en fin, cuentan con término fijo, y que a mayor convencimiento de la perpetuidad imperial más raudo se arrima el declive. El imperio de mil años de los nazis duró doce.

Las guerras, el clima, las pestes, las deudas acumuladas, los excesos fiscales, por supuesto, son factores que contribuyen al ocaso, pero ninguna calamidad tan definitiva como la tranquilidad. La Roma Eterna no se vino abajo con los alaridos ni el saqueo del bárbaro visigodo Alarico porque ya llevaba buen tiempo en tierra. El hundimiento acompañó las triunfales celebraciones de guerras que no se ganaban, las hondas desigualdades sociales que nadie atendía, y las agudas y continuas depresiones financieras parecidas a las especulaciones de bolsa recientes.

Los opresores fraguan los artilugios con los cuales proyectan el poder, y ni unos ni otros son ciertos. El chamán se hizo guía imprescindible ingeniándoselas para hacerle creer a la tribu que domeñaba las fuerzas de la naturaleza; el Áyax griego echó mano de dioses olímpicos y héroes legendarios para convencer a los esquivos súbditos reales de su reinado sobre reyes; el liberal inundó la democracia con instituciones y discursos políticos, y así le dio cuerpo al vocablo y pudo prescindir de la significación. Un «lenguaje sin sentido», sentenció rotundo el inglés Thomas Hobbes en su Leviatán.

Los poderes de nuestro tiempo, ¿cómo no iban a convencernos de que el pacto a hurtadillas entre unos pocos cretinos de tres o cuatro países desarrollados es el consenso internacional válido y pleno? O ¿cómo no van a hacernos creer que la arquitectura financiera global no es su señorío y que casi la totalidad (menos el uno por ciento, obviamente, que son ellos) de los habitantes insulares y de tierra firme no somos los esclavos de su plantación monetaria?

 

GUIÓN DE HIERRO

Desfilamos por la cuerda floja de la incertidumbre, interpuestos entre la particular «pasión por lo real» de Badiou y el inexorable «desierto de lo real» de Žižek. Nos debatimos entre la intimidad anodina del cuarto aislado y la socialidad insustancial de los entornos virtuales. Negamos la pertenencia a la calle ruidosa, y en la impertinencia no hay reafirmación. Somos libertades figuradas en los universos informáticos, que tantas veces no son sino mundos reflejo de la particular calle ruidosa que nos circunda.

Del colectivo global a la colectividad local, la libertad deambula premeditada; la inteligencia es excesivamente correcta; la imaginación como otra imaginería del sentido común. En la convergencia de inquietudes uniformes va lijándose la realidad y logra el acabado lustroso, que deslumbra y, simultáneamente, nos desorienta.

Los contenidos disfrazan la intensa persuasión. Las argumentaciones rebosan de cifras inexactas y datos tendenciosos, citas erróneas, alusiones incorrectas, descréditos adrede. Una vez hubo espacios con identidad propia y géneros definidos: el noticiario contenía noticias; el debate fue la controversia; la telenovela era el melodrama.

De los Lumière, Flaherty o Dziga Vértov a Chris Marker, Agnès Varda o Santiago Alvarez, el documental gravitaba con cierta entereza en torno a lo que veía el ojo de la cámara, al menos, más que sobre lo inexistente. Ya ni los formalismos son requeridos.

El entretenimiento suscita apegos, con sus cánones de cajón nos atrae. Las primicias de folletín activan la sugestión social que les parece. Abundan los juicios de valor sin ton ni son. La verosimilitud del discurso se ajusta y raciona para una audiencia predispuesta a admitirlo sin chistar desde la guardería.

No acogerlo implicaría esa provocante forma del coraje que es el pensamiento crítico. «Incluso una opinión es una especie de acción» (Greene, 1955), reflexiona el personaje narrador de El americano impasible, periodista por lo demás. Manifestarse, que es resistir y rebatir, o sea, actuar, que es enfrentar. Y duele la caída desde el delirio pensado como el Paraíso: la comodidad del desentendido puesta en apuros por el revuelo de conocer, es decir, de preguntar, y, en el perfil violento, de dudar.

Algo que no se aviene con la estética residual de farándula en que vivimos; los héroes, malvados, y sólo el antihéroe tal vez nos redimirá. Todos como parte de una puesta en escena que no acaba, en la que el guión de los hechos por ocurrir es de hierro.

 

OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

Por eso es debido y valioso el surgimiento de otras posibilidades, distintas miradas desde nuevos miradores; contrastar la vista monocroma, contrarrestar la visión vuelta división. Porque no se trata únicamente del falso sentido o de la exposición sin contexto, la imagen alterada o la voz que alguien distorsionó, sino de la misma cotidianidad descompuesta, que se asume, en lo superficial, como auténtica, y, en lo esencial y más peligroso, como incuestionable.

Hablamos de una subsistencia mediocre, mezquina, aún más grave, asumida a gusto, o con resignación o indiferencia, por las sociedades lesionadas y por los propios individuos que habrán de ser inmolados. Cuando eso pasa, y pasa más de lo que creemos, la historia contada por los vencedores no se revisa, las tesis carecen de antítesis. los criminales prominentes se ajustan a la ley. La especulación es concluyente; la evidencia, circunstancial.

Olvidémonos de la independencia de los medios independientes. No pueden serlo si le apuntan de manera sensata a la confrontación del discurso hegemónico. Son dependientes de postulados atípicos, pero elementales, que se llaman equidad, justicia, honestidad. Nunca de sus entornos simulados.

Descreamos de la objetividad, ese mito urbano flemáticamente anglosajón que el periodismo estadounidense volvió obsesión matemática; las universidades, una tontería, y los medios criollos otra hipocresía. Y que ahora sólo es una más de las piezas de la trampa.

Dejemos de lado la idea de que los medios alternativos son alternativos. Difieren los medios dominantes, que, además, son burdos e irrelevantes. La comunicación sustancialmente poderosa yace tumbada al sol en las barriadas, las comunidades, los pueblos, con sus jergas, potencias y atrevimientos. Por eso se la teme tanto; por lo mismo es negada, fragmentada: incomunicada.

Los medios al servicio de las supremacías de élite, aunque apuntalados por avanzadas tecnologías e innegables capacidades de penetración, advierten la fragilidad, y en el principal pertrecho radica a la vez su mayor carencia: la falacia.

Los grandes medios mienten porque lo requieren. No son los instrumentos de comunicación que dicen ser ni detentan el fin social que según las ilusas jurisprudencias deberían tener. Demandan la mentira porque son el flanco de intereses influyentes. La desmesura encierra un anuncio; una serenidad intensifica la propaganda.

Están comprometidos con tejemanejes financieros, monetarios, comerciales, estratégicos y geoestratégicos, políticos y geopolíticos, y se hayan supeditados a lógicas subyacentes de control y manipulación. Son un compartimiento más del armazón carcomido del sistema.

 

DEL SUR

La seriedad pretendida no se encara con lo que se le parezca ni el cuento de la objetividad con terceros engaños; tampoco se contrarresta la imparcialidad del impostor con la prédica fervorosa ni los alegatos. Ante ninguna de las tretas sirve de algo la verdad, que, como cualquier afirmación, lleva implícita su negativa.

Apenas, acaso, aprovecha la capacidad de personas y sociedades para diseccionar con bisturí los peculiares relatos del poder e identificar sin lupa los códigos de cada narrativa política y mediática. Hay que interpretar lo que sobreviene y los trasfondos: el carácter, los puntales y ataduras del suceso. Luego, despuntará la disposición (las actitudes) para transformarlo. No pueden echarse las advertencias de Marx a un lado.

Economía, política y medios: la temible trilogía del poder. Tres bienaventuranzas huecas y un solo mal verdadero: el orden que trastoca los perímetros que jerarquiza. La doctrina que vuelve espurio lo que toca.

Entre la ecuanimidad remedada y la coherencia en remiendos se tornan imprescindibles las palabras exentas de gallardetes corporativos, la comunicación sin banderines de enganche: una expresión colectiva y popular, contraria y contendiente, avezada para desconfiar de la certeza que se reitera, pero dispuesta a darle la cara a la esperanza sin mistificaciones.

Un mundo raro en el que no encantan las hadas, sino las dudas, sobre lo que se oye y ve, se profesa y aprende. Otra región transparente, no tan definida como el alto valle metafísico de Anáhuac por el cual preguntaba don Alfonso Reyes. Pero, al fin y al cabo, lo respondió Carlos Fuentes (1958), su compatriota y prosélito: «Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire».

Otra más en medio de las insuficientes que se resisten a las ambiciones imperiales, las cargas coloniales, la depredación estadounidense, donde no dejarán de ser factibles las aldeas con casas de paredes de espejo soñadas una vez por José Arcadio Buendía, y que ya hoy habitamos en la resonancia sobrenatural del Sur.

 

(*) Juan Alberto Sánchez Marín.  

    @juanalbertosm

Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.

BIBLIOGRAFÍA:

Fuentes, Carlos. (1958). La región más transparente. (1998). Alfaguara: Madrid.

Greene, Graham. (1955). El americano impasible. (1980). Editorial Alianza: Madrid.

Hobbes, Thomas. (1651). Leviatán. (1940). Fondo de Cultura Económica: México, D.F.

Ngozi Adichie, Chimamanda. (2018). El peligro de la historia única. Literatura Random House.

Piketty, Thomas. (2013). El capital en el siglo XXI. Editor digital: Titivillus. Apple Books.

Reyes, Alfonso. (1983). Obras Completas. Visión de Anáhuac. Vol. II. Fondo de Cultura Económica: México, D.F.