Publicada: lunes, 22 de septiembre de 2025 21:53

El acuerdo entre Arabia Saudí y Pakistán marca el fin de la hegemonía imperial y confirma la creciente influencia de la visión estratégica iraní en la región.

Por: Xavier Villar

El reciente acuerdo de defensa firmado entre Arabia Saudí y Pakistán constituye uno de los acontecimientos más significativos en la geopolítica de Asia Occidental y Asia Meridional de la última década. No se trata únicamente de un movimiento bilateral o de una respuesta pragmática a necesidades inmediatas de seguridad. Muy al contrario, el nuevo pacto simboliza la erosión dramática de las antiguas bases de la arquitectura de seguridad impuesta por Occidente y anuncia el inicio de una etapa en la que los Estados regionales parecen decididos a redefinir por sí mismos el marco de sus alianzas y la naturaleza de su soberanía.

Cualquier análisis que pretenda captar la trascendencia de este acuerdo debe situarlo en la secuencia de crisis profundas que vive la región desde hace años y, especialmente, en el shock producido por el reciente ataque israelí contra Catar. El mensaje ha calado hondo: ningún aliado estadounidense puede considerarse inmune a la violencia y la inestabilidad regional, ni protegido por la proverbial “garantía de seguridad” de Washington. Esta sacudida simbólica y política ha acelerado la conciencia de lo que Irán lleva décadas defendiendo: que la presencia tutelar de actores externos, lejos de aportar estabilidad, ha agravado las fracturas, la desconfianza y la vulnerabilidad de los Estados de la zona.

El fin de un paradigma: la descomposición del mito protector

Durante décadas, la narrativa occidental —y especialmente estadounidense— situó a sus aliados bajo un paraguas de protección casi sacralizada. Bases militares, tratados bilaterales, comercio de armas y acuerdos diplomáticos garantizaban un paisaje en el que las élites árabes podían crecer o sobrevivir bajo la sombra de la superpotencia. Sin embargo, la experiencia reciente desmiente frontalmente este mito fundacional: ni la seguridad ni el orden regional están ya garantizados por la lejanía del poder imperial.

El ataque israelí a Catar expuso las grietas de la supuesta invulnerabilidad; las reacciones desiguales y la ausencia de consecuencias estratégicas para Tel Aviv ilustran el ocaso de ese modelo. La “garantía” de Washington se revela como un espejismo. El acuerdo saudí-paquistaní, leído desde este ángulo, es mucho más que una maniobra de autoprotección: marca una ruptura simbólica —y potencialmente política— con las antiguas certezas. Los antiguos aliados de Estados Unidos ya no ven las garantías de Washington como sagradas ni como suficientes.

Quienes, por necesidad o inercia, se aferran a los ritos menguantes de la protección estadounidense descubrirán tarde o temprano que el colapso de las certezas imperiales los deja expuestos tanto a amenazas inesperadas como al desgaste inexorable de su propia independencia. El viejo orden se desvanece; la construcción de uno nuevo apenas comienza, pero sus contornos ya son perceptibles.

Historia estratégica de la relación Arabia Saudí–Pakistán: una lectura crítica desde Irán

La relación militar entre Arabia Saudí y Pakistán tiene raíces profundas que se remontan a los años sesenta. Islamabad envió tropas, asesores y oficiales de alto rango a Riad, participando tanto en la formación de las fuerzas locales como en la protección de instalaciones estratégicas. Durante las décadas siguientes, y especialmente en los años ochenta, Arabia Saudí financió proyectos militares y religiosos en Pakistán, buscando consolidar su influencia y contrarrestar la presencia de actores regionales como Irán. Miles de oficiales paquistaníes sirvieron en bases saudíes, reforzando la dependencia del reino respecto a Islamabad como “escudo humano” frente a amenazas internas y externas.

Sin embargo, desde la perspectiva iraní, esta relación histórica evidencia una política cortoplacista y dependiente, centrada en tutelaje externo más que en seguridad regional sostenible. La estrategia saudí, basada en la compra de lealtades y la importación de seguridad, refleja la continuidad de una lógica de subordinación a poderes extrarregionalas, particularmente Estados Unidos. Para Irán, este modelo no sólo es vulnerable frente a los cambios geopolíticos —como lo demostró el ataque israelí a Catar—, sino que además fomenta desequilibrios sectarios y fracturas internas, debilitando la cohesión y la resiliencia de la región.

El nuevo acuerdo, aunque busca diversificar y reforzar la seguridad de Riad, no rompe completamente con este patrón histórico. La diferencia clave es que ahora la iniciativa ya no depende exclusivamente de Washington, y se reconoce que la protección externa ya no puede garantizar estabilidad. No obstante, la crítica iraní subraya que Arabia Saudí sigue buscando soluciones de seguridad fuera de un marco endógeno regional, mientras Teherán insiste en que la verdadera estabilidad sólo puede surgir de la cooperación entre actores de la región, basada en soberanía compartida y equilibrio estratégico.

El tránsito hacia la seguridad endógena

La dimensión político-teológica de esta crisis no es menor. El orden regional ya no se otorga por decreto estadounidense. El mito del “garante” ha colapsado: ahora, la protección debe construirse localmente, mediante pactos forjados al calor de riesgos y amenazas concretos, y no bajo la ficción de una pax americana que sólo existe en el recuerdo de generaciones pasadas.

En este sentido, Arabia Saudí elige a Pakistán para erigir el primer gran pilar del nuevo modelo defensivo. Islamabad, dueña de la única fuerza nuclear del mundo islámico y de un aparato militar experimentado, aporta credibilidad estratégica y flexibilidad táctica. Para Riad, la alianza con Pakistán es tanto un seguro militar como un reconocimiento de la necesidad de diversificar alianzas y sofisticar su política exterior en un terreno más volátil y menos predecible.

La declaración conjunta menciona la cooperación en amenazas asimétricas, defensa aérea, inteligencia y coordinación tecnológica: elementos inconcebibles sin la crisis de confianza en el anterior esquema de alianzas.

La paradoja paquistaní: equilibrio entre Teherán y Riad

Este giro, sin embargo, no es ajeno a una paradoja significativa: Pakistán mantiene vínculos sólidos con Irán y, a diferencia de otras potencias islámicas, ha resistido presiones para deslizarse enteramente en la órbita antiraní.

Pakistán comparte con Irán una extensa frontera, así como desafíos comunes como el terrorismo, el narcotráfico o la seguridad energética. Ambos países han desarrollado mecanismos de cooperación pragmática incluso en momentos de tensión. Islamabad, a pesar de las presiones externas, ha evitado romper con Teherán.

Por ello, la alianza tripartita posible (aunque aún remota) entre Irán, Pakistán y Arabia Saudí recorre los despachos de Washington y Tel Aviv como un fantasma inquietante. Sería la constatación de que las tácticas de “dividir para reinar” ya no tienen la eficacia de antaño.

El ataque a Catar: revelador de vulnerabilidades

La conmoción producida por el ataque israelí contra Catar ha dejado al desnudo la soledad estratégica de los Estados del Golfo Pérsico. La lección es devastadora: ningún cálculo de equilibrio con Washington o con Tel Aviv, ninguna apertura o concesión, garantiza protección efectiva frente a la violencia regional.

Catar, que había cultivado durante años su imagen de actor equilibrado y mediador, fue sorprendido por la realidad de la política de fuerza. El eco reverberó rápidamente en Riad, Abu Dabi, Mascate y más allá: el riesgo ya no es potencial ni teórico, sino palmario y urgente.

Es en este espacio de intemperie donde la tesis iraní encuentra finalmente reconocimiento tácito. Irán ha sostenido durante décadas, a un coste internacional y regional considerable, que la región sólo podrá hallar la paz y la estabilidad mediante soluciones negociadas localmente, sin la omnipresencia de Estados Unidos ni la lógica disruptiva de Israel. El tiempo ha dado la razón a Teherán: la persistencia de agendas externas ha exacerbado la inseguridad, no la ha resuelto.

Validación de la agenda iraní

El nuevo acuerdo actúa como validación de la estrategia de política exterior de Irán. Lejos de ser una consigna ideológica, la diplomacia iraní ha propuesto foros regionales, pactos multilaterales endógenos y mecanismos de seguridad colectivos sostenidos en la igualdad soberana y el respeto mutuo.

El acuerdo entre Riad e Islamabad, aunque no incluye de momento a Teherán, representa en los hechos un paso hacia ese horizonte: la creación de instrumentos regionales sostenibles, no dependientes de Occidente.

Esto transforma la matriz de poder regional, liberando a los principales actores de la dependencia estructural de Washington y deslegitimando la retórica israelí sobre el “cerco” y el “derecho de defensa preventiva”. También sugiere una apertura a formas de diálogo en las que Irán ya no es el “otro” esencial a aislar, sino un actor cuya racionalidad pragmática puede ser necesaria para gestionar la complejidad de amenazas futuras.

La reacción estadounidense, entre el recelo y el nerviosismo, confirma lo novedoso de la situación. Washington percibe, con razón, que la época de los acuerdos bilaterales dictados desde arriba ha entrado en crisis. Ya no basta con vender armas o garantizar ejercicios militares; los marcos de confianza requieren hoy ser tejidos desde abajo y a partir de intereses convergentes.

Hacia un horizonte de seguridad regional plural

El acuerdo saudí-paquistaní augura la lenta maduración de una política exterior autosuficiente y plural en la región. Aunque las rivalidades de poder, los intereses contradictorios y las heridas abiertas hacen improbable una rápida consolidación de una defensa regional conjunta, el movimiento de fondo es inequívoco: la búsqueda de instrumentos propios, el abandono de la tutela norteamericana y la resignificación de alianzas en función de necesidades sobre el terreno.

El desafío inmediato será convertir esta tendencia en una arquitectura institucional estable: foros de diálogo regionales verdaderamente inclusivos, capaces de gestionar conflictos y de dar voz real a las partes hoy subordinadas a intereses extrarregionalas. Irán, con su historial de resistencia a la presión externa y su defensa del multilateralismo autónomo, puede convertirse en un socio clave para esta transición.

El ejemplo del acuerdo saudí-paquistaní tiene un doble potencial. Por un lado, puede convertirse en el germen de una plataforma de cooperación más densa y versátil entre países musulmanes, a salvo de la injerencia de Washington y Tel Aviv. Por otro, puede contribuir a la creación de redes diplomáticas paralelas —económicas, energéticas y tecnológicas— resistentes a sanciones externas y a shocks geopolíticos. 

Perspectivas políticas: el futuro posimperial de la región

La lección más profunda del momento es que Asia Occidental se halla al inicio de un proceso de reapropiación soberana de su destino. La crisis del antiguo modelo de garantías ha forzado a los actores regionales a mirar hacia dentro y reconocerse mutuamente como interlocutores válidos, superando la fragmentación inducida por décadas de manipulación imperial.

La posibilidad de una seguridad inclusiva y genuinamente regional —por imperfecta que sea en esta etapa— representa la mayor victoria de la lógica defendida por Irán. En un plano más abstracto, la región asiste a la emergencia de un nuevo régimen de verdad política: aquel que sitúa la legitimidad no ya en la bendición de potencias externas, sino en la capacidad de negociar, pactar y defender colectivamente.

Esto es, de crear orden sin necesidad de fiat extranjero. Se dibuja así, entre crisis y aperturas, el horizonte de una política posimperial: ni unánime ni garantizada, pero sí más cercana a la realidad compleja y plural de las sociedades del Golfo Pérsico, el Levante o Asia Meridional.

En conclusión, el acuerdo de defensa entre Arabia Saudí y Pakistán trasciende lo bilateral y se convierte en síntoma de la maduración política de la región. Da la razón a Irán y a su histórica sospecha: mientras la estabilidad y la soberanía dependan de factores externos, el ciclo de vulnerabilidad e injerencia continuará. Sólo desde la creación de estructuras autónomas, inclusivas y auténticamente regionales será posible aspirar a un horizonte de seguridad sostenible. El camino será largo, pero la primera grieta real en el edificio de las certezas imperiales ya está abierta.